Casa desolada (55 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Yo pensé en la familia tan cerca de nosotras, que no se había ido ni se iba a ir a la ribera izquierda del Níger, y me pregunté cómo podía aquella señora estar tan tranquila.

—Veo que me ha traído usted a Caddy —observó la señora Jellyby con una mirada hacia su hija—. Últimamente resulta excepcional verla. Casi ha dejado su antiguo empleo, y de hecho me obliga a emplear a un muchacho.

—Estoy segura, Mamá… —empezó a decir Caddy.

—Sabes perfectamente, Caddy —interpuso plácidamente su madre—, que
efectivamente
empleo a un muchacho, que ahora está cenando. ¿Por qué me contradices?

—No iba a contradecirte, Mamá —replicó Caddy—. No iba más que a decir que sin duda no querrías tenerme de mera amanuense toda la vida.

—Creo, hija mía —dijo la señora Jellyby, que seguía abriendo sus cartas, echándoles un vistazo con una sonrisa brillante y clasificándolas mientras hablaba—, que tienes ante ti, en tu madre, un ejemplo práctico. Además, ¿una mera amanuense? Si tuvieras alguna solidaridad con los destinos de la raza humana, eso te elevaría por encima de toda idea de ese estilo. Pero no la tienes. Te he dicho muchas veces, Caddy, que no tienes esa solidaridad.

—No con África, Mamá. No la tengo.

—Desde luego que no la tienes. Y si por fortuna no estuviera tan ocupada, señorita Summerson —observó la señora Jellyby mirándome dulcemente un momento, mientras pensaba dónde poner la carta que acababa de abrir—, esto sería para mí motivo de desilusión y de inquietud. Pero tengo tanto en qué pensar en relación con Borriobula-Gha, y es tan necesario que me concentre en ello, que en eso encuentro mi consuelo, como ve usted.

Como Caddy me lanzó una mirada de súplica, y la señora Jellyby contemplaba la lejana África por encima de mi sombrero y de mi cabeza, me pareció una buena oportunidad para entrar en el tema de mi visita, y atraer la atención de la señora Jellyby.

—Quizá —comencé— se pregunte usted qué es lo que me ha hecho venir aquí a interrumpirla a usted.

—Siempre es una alegría para mí ver a la señorita Summerson —respondió la señora Jellyby, que continuaba su actividad con una sonrisa plácida—, aunque desearía que se interesara más por el proyecto de Borriobula —añadió, moviendo la cabeza.

—He venido con Caddy —dije yo— porque Caddy piensa, con razón, que no debe tener secretos con su madre, y supone que la voy a alentar y ayudar (aunque yo no sé cómo) en desvelarle uno.

—Caddy —observó la señora Jellyby, interrumpiéndose un momento en su actividad y continuándola después serenamente tras menear la cabeza—, me vas a decir alguna tontería.

Caddy se desanudó las cintas del sombrero, se lo quitó y, balanceándolo por aquellas mismas cintas, exclamó animada:

—¡Mamá, estoy prometida!

—¡Vamos, no seas ridícula! —observó la señora Jellyby con aire abstraído, mientras miraba la última carta que había abierto—. ¡Eres tonta!

—Estoy prometida, Mamá —gimió Caddy—, con el señor Turveydrop hijo, el de la Academia, y el señor Turveydrop padre (que es todo un caballero) nos ha dado su consentimiento, y te ruego y te imploro que nos des tú el tuyo, Mamá, porque no podría ser feliz sin él. ¡De verdad que no! —dijo Caddy, que se olvidó de todas sus quejas de costumbre y de todo lo que no fuera su afecto natural.

—Ya ve usted, señorita Summerson —observó serenamente la señora Jellyby—, la suerte que tengo de estar tan ocupada como estoy y de tener la necesidad de concentración que tengo. ¡Fíjese, usted, Caddy, prometida con el hijo de un maestro de baile…, mezclándose con gente que no tiene más solidaridad que ella con los destinos de la raza humana! ¡Y eso después de que el señor Quale, uno de los más destacados filántropos de estos tiempos, me ha mencionado que estaba verdaderamente dispuesto a interesarse por ella!

—¡Mamá, siempre he aborrecido y detestado al señor Quale! —gimió Caddy.

—¡Caddy, Caddy! —replicó la señora Jellyby, abriendo otra carta con la mayor complacencia—. No me cabe duda de ello. ¿Cómo podía no ser así, dada tu carencia total de la solidaridad que rebosa en él? Bien, si mis obligaciones públicas no fueran mis hijas predilectas, si no estuviera ocupada con medidas importantes en gran escala, estos detalles mezquinos me entristecerían mucho, señorita Summerson. Pero ¿puedo permitir que la fruslería de una actitud tonta por parte de Caddy (de quien no puedo esperar otra cosa) se interponga entre mí y el gran continente africano? No, no —repitió la señora Jellyby con voz clara y calmada, y con una sonrisa placentera mientras seguía abriendo más cartas y clasificándolas—. Desde luego que no.

Yo estaba tan poco preparada para la perfecta frialdad de aquella recepción, aunque hubiera debido esperarla, que no supe qué decir. Caddy parecía estar igual de desorientada que yo. La señora Jellyby seguía abriendo y clasificando cartas, y repetía de vez en cuando, en tono perfectamente encantador de voz, y con una sonrisa de perfecta compostura: «Desde luego que no».

—Mamá —gimió por fin la pobre Caddy—, ¿no te habrás enfadado?

—Vamos, Caddy, no seas absurda —replicó la señora Jellyby—, ¿para qué haces esas preguntas después de que te dicho lo ocupada que estoy?

—Y entonces, Mamá, ¿nos das tu bendición y nos deseas felicidad? —preguntó Caddy.

—Cuando has hecho una cosa así es que eres una tontita —dijo la señora Jellyby—, y una pequeña degenerada, cuando podrías haberte dedicado a grandes actividades por el bien común. Pero lo hecho, hecho está, y te has comprometido con un muchacho, y no hay más que decir. ¡Y ahora, por favor, Caddy —pues ésta la estaba besando—, no me retrases en mi trabajo y déjame terminar con este montón de papeles antes de que llegue el correo de la tarde!

Pensé que lo mejor que podía hacer era despedirme, pero me detuve un momento cuando Caddy me dijo:

—Mamá, ¿no te importa que lo traiga para que lo conozcas?

—Vamos, Caddy —exclamó la señora Jellyby, que había vuelto a caer en su típica contemplación del infinito—, ¿ya empiezas otra vez? ¿Traer a quién?

—A él, Mamá.

—¡Caddy, Caddy! —dijo la señora Jellyby, cansada ya de aquellos asuntos mezquinos—. Entonces tráelo una tarde que no sea la de Sociedad de Padres, ni la de la Sucursal, ni de la Ramificación. Tienes que ajustar la visita a las exigencias de mi calendario. Mi querida señorita Summerson, ha sido usted muy amable al venir a ayudar a esta bobita. ¡Adiós! Si le digo que tengo 58 cartas nuevas de familias manufactureras deseosas de enterarse de los detalles de la cuestión del Cultivo Indígena y del Café que contestar para mañana, no hace falta que me excuse por tener tan poco tiempo libre.

Cuando bajamos no me sorprendió que Caddy estuviera desanimada, ni que se me volviera a echar al cuello a llorar, ni que dijera que hubiera preferido una reprimenda en lugar de que se la tratara con tal indiferencia, ni que me confiara que estaba tan mal de ropa que no sabía cómo se podía casar dignamente. La fui animando poco a poco, al insistir en la cantidad de cosas que podría hacer por su pobre padre y por Peepy cuando tuviera casa propia, y por fin bajamos a la cocina húmeda y oscura, donde Peepy y sus hermanitos estaban arrastrándose por el piso de piedra, y donde jugamos tanto con ellos que para evitar que me hicieran pedazos me vi obligada a volver a recurrir a mis cuentos de hadas. De vez en cuando oía voces que llegaban del salón de arriba, y algunos movimientos violentos de muebles. Me temo que ese último efecto lo causaba el pobre señor Jellyby al apartarse de la mesa del comedor y abalanzarse hacia la ventana con la intención de tirarse al patio, cada vez que hacía una nueva tentativa de comprender el estado de sus negocios.

Al volver tranquilamente en coche a casa por la noche tras la agitación del día pensé mucho en el compromiso de Caddy y me sentí confirmada en mis esperanzas (a pesar del señor Turveydrop padre) de que eso la haría estar más feliz y contenta. Y si no había muchas posibilidades de que ella y su marido averiguasen alguna vez lo que era en realidad el modelo de buen Porte, pues tanto mejor, y ¿para qué desear que abrieran los ojos? Yo no se lo deseaba, y de hecho me sentía medio avergonzada de mí misma por no creer del todo en él. Y miré a las estrellas y pensé en quienes viajaban por países remotos y las estrellas que veían ellos, y deseé seguir siendo siempre tan afortunada y tan feliz para ser útil a algunas personas en la modesta escala de mis posibilidades.

Se alegraron tanto al verme de regreso, igual que siempre, que podría haberme sentado a llorar de alegría, si aquélla no hubiera sido una forma de mostrarme desagradable con ellos. Todos los de la casa, desde el más humilde hasta el más importante, me mostraron una cara tan radiante de bienvenida, y me hablaron de forma tan animada, y estaban tan contentos de hacer cualquier cosa por mí, que supongo que jamás ha habido ser más afortunado en el mundo.

Nos pusimos tan parlanchines aquella noche, porque Ada y mi Tutor no hacían más que preguntarme acerca de Caddy, que seguí charla que te charla durante mucho tiempo. Por fin subí a mi habitación, toda ruborizada al pensar en lo mucho que había hablado, y después oí un toquecito en mi puerta. Dije: «¡Adelante!», y entró una muchachita muy guapa, vestida totalmente de luto, que me hizo una reverencia.

—Permiso, señorita —dijo la niña con voz suave—. Soy Charley.

—Efectivamente —dije inclinándome asombrada, y le di un beso—. ¡Cuánto me alegro de verte, Charley!

—Permiso, señorita —continuó Charley con la misma vocecita—; soy su doncella.

—¿Charley?

—Permiso, señorita, soy un regalo que le hace a usted el señor Jarndyce con todo su cariño.

Me senté con una mano puesta en el cuello de Charley y la contemplé.

—Y le tengo que decir, señorita —dijo Charley palmoteando mientras le corrían las lágrimas por las mejillas llenas de hoyuelos—, que Tom está en la escuela, ¡y aprende mucho! Y la pequeña Emma está con la señora Blinder, donde la cuidan muy bien. Y Tom habría estado en la escuela, y Emma con la señora Blinder, y yo aquí, mucho antes; sólo que el señor Jarndyce pensó que era mejor que Tom y Emma y yo era mejor que nos fuéramos acostumbrando a estar separados, porque éramos muy pequeños. ¡Por favor, señorita, no llore!

—No puedo evitarlo, Charley.

—No, señorita, y yo tampoco —dijo Charley—. Con su permiso, señorita, le traigo el cariño del señor Jarndyce y él cree que a lo mejor le gusta a usted darme lecciones de vez en cuando. Y con su permiso Tom y Emma y yo nos vamos a ver una vez al mes. Y estoy muy contenta y muy agradecida, y voy a tratar de ser la mejor doncella del mundo —exclamó Charley emocionada.

—¡Ay, Charley, hija mía, no olvides nunca quién ha hecho todo esto!

—No, señorita; nunca lo olvidaré. Ni Tom. Ni Emma. Fue todo usted, señorita.

—Yo no sabía nada. Fue el señor Jarndyce, Charley.

—Sí, señorita, pero lo ha hecho todo por cariño a usted, y para que fuera usted mi señorita. Con su permiso, señorita, yo soy un regalo que le hace con todo su cariño, y todo lo ha hecho por el cariño que le tiene a usted. Yo y Tom teníamos que acordarnos de eso.

Charley se secó los ojos y se puso en funciones: recorrió mi aposento con su aire de matrona en miniatura y fue doblando todo lo que se encontraba. Por fin volvió a deslizarse a mi lado y repitió:

—Por favor, señorita, no llore.

Y yo volví a decir:

—No puedo evitarlo, Charley.

Y ella repitió:

—No, señorita, y yo tampoco —así que después de todo, efectivamente, lloré de alegría, y ella también.

24. Un caso en recurso

En cuanto Richard y yo celebramos la conversación que ya he relatado, Richard comunicó su estado de ánimo al señor Jarndyce. Dudo de que mi Tutor se sintiera totalmente sorprendido al recibir aquella declaración, aunque le causó gran inquietud y desencanto. Él y Richard solían encerrarse juntos, a última hora de la noche y primera de la mañana, y pasaban días enteros en Londres, además de tener innumerables citas con el señor Kenge y de hacer un sinfín de gestiones desagradables. Mientras estaban ocupados en todo aquello, mi Tutor sufrió considerables incomodidades debidas a las rachas de viento, y se frotó la cabeza con tal constancia que jamás tenía ni un solo pelo en su sitio, pero estuvo tan afable como siempre con Ada y conmigo, aunque mantuvo una reserva constante respecto de aquellos asuntos. Y como todos nuestros esfuerzos no podían extraer del propio Richard sino seguridades generales de que todo marchaba a las mil maravillas y de que por fin estaba todo en orden, no nos tranquilizaba demasiado.

Sin embargo, con el paso del tiempo nos enteramos de que se había presentado al Lord Canciller un nuevo recurso en nombre de Richard, como Menor y Pupilo y no sé qué más, y de que se había hablado mucho de aquello, y de que el Lord Canciller lo había calificado en sesión pública de jovenzuelo malcriado y caprichoso, y de que el asunto habla quedado aplazado y vuelto a aplazar, y remitido, e informado, y sido objeto de recursos, hasta que Richard empezó a dudar (según nos dijo) si, en el caso de que efectivamente llegara a ingresar en el ejército, no sería en calidad de veterano de setenta u ochenta años de edad. Por fin le dieron hora para volver a ver al Lord Canciller en su despacho privado, y allí el Lord Canciller lo amonestó severamente por hacerle perder el tiempo y no saber lo que quería —«¡lo cual no deja de tener gracia, me parece, viniendo de él!», comentó Richard— y por fin se resolvió que se accediera a su solicitud. Se presentó una instancia en su nombre en la Caballería de la Guardia para solicitar un despacho de Alférez; se depositó ante un agente el dinero de su garantía
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, y Richard, con su estilo habitual y característico, se lanzó violentamente a los estudios militares, y se levantaba todas las mañanas a las cinco para practicar con el sable.

Así fueron pasando las vacaciones tras el período de sesiones de los tribunales y el período de sesiones tras las vacaciones. A veces oíamos comentar que Jarndyce y Jarndyce había salido en el boletín, o estaba a punto de salir, o iba a mencionarse, y estaba inscrito en el programa, o salía de él. Richard, que ahora estaba estudiando con un profesor en Londres, podía pasar menos tiempo con nosotros que antes; mi Tutor seguía manteniendo la misma reserva y así fue pasando el tiempo hasta que Richard obtuvo su despacho, y con él llegaron las instrucciones de Richard para irse a un regimiento que estaba en Irlanda.

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