—Ya sabes —siguió mi Tutor— que nuestro barrio está cerca del de Woodcourt, así que puede venir a verla siempre que quiera, lo cual agrada a ambos, y ella ya está acostumbrada a nosotros y te tiene mucho cariño a ti.
Sí. Aquello era innegable. No tenía nada que decir en contra. No se me ocurría mejor sugerencia que hacer, pero no me sentía del todo tranquila. Esther, Esther, ¿por qué no? ¡Piensa, Esther!
—Es un plan muy bueno, de verdad, querido Tutor, y es lo mejor que podemos hacer.
—¿Seguro, mujercita?
Totalmente seguro. Había tenido un momento para pensar desde que me había impuesto aquella obligación, y estaba totalmente segura.
—Muy bien —dijo mi Tutor—. Así lo haremos. Aprobado por unanimidad.
—Aprobado por unanimidad —repetí, y seguí con mis labores.
Lo que estaba bordando era un mantelito para su mesa de lectura. Lo había dejado a un lado la noche antes del triste viaje, y nunca había vuelto a él. Ahora se lo enseñé y lo admiró mucho. Cuando le expliqué el patrón que estaba siguiendo y los bonitos dibujos que irían apareciendo, se me ocurrió volver a nuestro último tema.
—Querido Tutor, cuando hablamos del señor Woodcourt antes de que se nos fuera Ada, dijo usted que le parecía que él iba a pasar una larga temporada en otro país. ¿Lo ha seguido consultando él después?
—Sí, mujercita; muchas veces.
—Y, ¿ha tomado ya esa decisión?
—Me parece más bien que no.
—¿Quizá tiene otras perspectivas? —pregunté.
—Pues… sí… quizá —respondió mi Tutor que inició su contestación con mucha lentitud—. Dentro de medio año más o menos van a designar a un médico de los pobres en un cierto lugar de Yorkshire. Es un lugar próspero, bien situado, con arroyos y calles, medio urbano y medio rural, con fábricas y con páramos, y parece ser un buen puesto para un hombre como él. Quiero decir para un hombre cuyas esperanzas y objetivos se sitúan a veces (aunque oso decir que lo mismo ocurre con la mayor parte de los hombres) por encima del nivel ordinario, pero para quien el nivel ordinario acabará por ser lo bastante alto si resulta constituir un medio de ser útil y de servir a la gente, aunque no lleve a otra cosa. Supongo que todos los espíritus generosos son ambiciosos, pero la ambición que a mí me gusta es la que se confía calmadamente a ese camino, en lugar de tratar espasmódicamente de volar por encima de él. Éste es el tipo de ambición de Woodcourt.
—Y, ¿logrará que lo nombren a él? —pregunté.
—Pues, mujercita —respondió mi Tutor con una sonrisa—, como no soy oráculo no puedo decirlo con seguridad, pero creo que sí. Tiene muy buena reputación; cuando el naufragio había gente de esa parte del país entre las víctimas y, aunque resulte extraño decirlo creo que el mejor candidato será el que tenga más oportunidades. No creas que el puesto esté muy bien dotado. Es algo muy, pero que muy corriente, hija mía; un puesto con mucho trabajo y muy poco sueldo, pero cabe esperar que con el tiempo vayan mejorándole las cosas.
—Los pobres de ese lugar tendrán motivos para bendecir la elección, si el elegido es el señor Woodcourt, Tutor.
—Tienes razón, mujercita; estoy seguro de ello.
No hablamos más del asunto, ni él volvió a comentar una palabra sobre el futuro de Casa Desolada. Pero era la primera vez que yo había ocupado mi silla a su lado, con mi vestido de luto, y consideré que aquello lo explicaba.
Ahora empecé a visitar a mi niña todos los días, en el rincón triste y sombrío en el que vivía. Solía ir por las mañanas, pero siempre que me encontraba una hora libre, me ponía el sombrero y salía corriendo a Chancery Lane. Ambos se alegraban tanto de verme a cualquier hora, y sonreían de tal modo cuando me oían abrir la puerta y entrar (como me sentía en mi propia casa, nunca llamaba), que de momento yo no temía importunarlos.
En muchas de aquellas ocasiones no estaba presente Richard. En otras estaba escribiendo documentos relativos a la Causa, sentado a su mesa, siempre llena de papeles que no se podían tocar. A veces me lo encontraba a la puerta de la oficina del señor Vholes. Otras me lo encontraba por la calle, paseándose y mordiéndose las uñas. Muchas veces me lo encontré en Lincoln’s Inn, cerca del lugar donde lo había conocido yo, y ¡qué diferencia, qué diferencia!
Yo sabía muy bien que el dinero que le había llevado Ada estaba quemándose igual que las velas que veía encendidas tras el oscurecer en la oficina del señor Vholes. No era mucho para empezar; cuando se casaron, él ya estaba endeudado, y para entonces yo no podía dejar de comprender lo que significaba el que el señor Vholes estuviese arrimando el hombro, como me decían que seguía haciendo. Mi niña llevaba la casa lo mejor que podía y trataba con todas sus fuerzas de economizar. Pero yo sabía que cada día eran más pobres.
En aquel rincón miserable ella brillaba como una hermosa estrella. Lo ornaba y lo honraba de tal modo que se convertía en un lugar distinto. Estaba más pálida que cuando vivía en casa y un poco más callada de lo que me parecía natural a mí, cuando siempre había sido animada y tan llena de esperanzas, pero tenía la cara tan alegre que medio me convencí de que su amor por Richard la había hecho ser ciega a la carrera hacia la ruina en que estaba empeñado éste.
Un día, mientras me hallaba bajo aquella impresión, fui a cenar con ellos. Al entrar en Symond's Inn me encontré con la pequeña señorita Flite que salía. Había ido a hacer una de sus solemnes visitas a los pupilos de Jarndyce, como los seguía llamando, y aquella ceremonia le había causado el mayor placer. Ada ya me había dicho que venía a verlos todos los lunes a las cinco, con un lacito blanco adicional en el sombrero, lacito que nunca aparecía en ningún otro momento, y llevando al brazo el mayor de sus ridículos llenos de documentos.
—¡Hija mía! —empezó diciendo—. ¡Qué alegría! ¿Cómo está usted? Me alegro mucho de verla. Y, ¿va a usted a visitar a nuestros interesantes pupilos de Jarndyce? ¡Pues claro! Nuestra preciosidad está en casa, hija mía, y estará encantada de verla.
—Entonces, ¿todavía no ha vuelto Richard? —pregunté—. Me alegro, pues temía llegar un poco tarde.
—No, no ha llegado —respondió la señorita Flite. Ha tenido un día muy ocupado en el Tribunal. Allí lo dejé con Vholes. Espero que a usted no le guste Vholes, ¿verdad? Que no le guste Vholes. ¡Hombre Pe-li-gro-so!
—Me temo que usted ve a Richard más a menudo que de costumbre ¿no? —dije.
—Hija mía —contestó la señorita Flite—, todos los días y a todas las horas. Jovencita, después de mí es el pleiteante más constante que hay en el Tribunal. Empieza a divertir un tanto a nuestro grupito. Somos un grupito muy agradable, ¿no?
Era tristísimo oír aquello de su pobre boca de loca, aunque no era ninguna sorpresa.
—En resumen, mi estimada amiga —continuó la señorita Flite, llevándome los labios al oído con un aire mezcla de maternalismo y de misterio—, debo decirle un secreto. Lo he convertido en mi albacea. Lo he designado, constituido y nombrado. En mi testamento. Sí, señora.
—¿De verdad? —pregunté.
—Sí, señora —repitió la señorita Flite con su tono más distinguido—: albacea, administrador y derechohabiente (como decimos en la Cancillería, jovencita). He pensado que si me voy, podrá asistir al fallo. Por lo regularmente que asiste.
Suspiré al pensar en él.
—Hubo un tiempo en que pensé —continuó la señorita Flite haciéndose eco del suspiro— en designar, constituir y nombrar al pobre Gridley. También muy regular, querida mía. ¡Le aseguro que era ejemplar!, pero se fue, el pobre, de modo que he designado a su sucesor. No se lo diga a nadie. Se lo comento en confianza.
Abrió cuidadosamente su ridículo un poco y me mostró una hoja de papel que había dentro, doblada y con el nombramiento del que hablaba.
—Y otro secreto, hija mía. He aumentado mi colección de pájaros.
—¿De verdad, señorita Flite? —dije, sabiendo cómo le agradaba que se recibieran sus confidencias con aire de interés.
Asintió varias veces y después adoptó un gesto sombrío y triste:
—Dos más. Los llamo los pupilos de Jarndyce. Están enjaulados con todos los demás. Con Esperanza, Alegría, Juventud, Paz, Reposo, Vida, Polvo, Cenizas, Despilfarro, Necesidad, Ruina, Desesperación, Locura, Muerte, Astucia, Tontería, Palabrería, Pelucas, Trapos, Pergamino, Saqueo, Precedente, Jerga, Necedad y Absurdo.
La pobrecilla me dio un beso con la expresión más turbada que había visto yo jamás en ella y siguió adelante. La forma en que había recitado a toda prisa los nombres de sus pájaros, como si le diera miedo escucharlos incluso de sus propios labios, me dejó helada.
Aquél no era un preparativo muy alegre para mi visita y podría haberme privado de la compañía del señor Vholes cuando Richard (que llegó un minuto o dos después que yo) lo trajo para que compartiese nuestra cena. Aunque ésta era muy sencilla, Ada y Richard salieron juntos unos minutos de la habitación para ir preparando lo que íbamos a comer y beber. El señor Vholes aprovechó aquella oportunidad para celebrar conmigo una pequeña conversación en voz baja. Se acercó a la ventana ante la que estaba sentada yo y empezó a hablar de Symond's Inn.
—Un lugar aburrido, señorita Summerson, para quien no lleve vida oficial —dijo el señor Vholes, manchando el vidrio con su guante negro en lugar de limpiarlo.
—Aquí no hay mucho que ver —comenté.
—Ni qué oír, señorita —respondió el señor Vholes—. A veces llega algo de música, pero la gente de leyes no somos aficionados a la música, y pronto la rechazamos. Espero que el señor Jarndyce esté tan bien de salud como desean todos sus amigos.
Di las gracias al señor Vholes y le dije que estaba perfectamente.
—No tengo el placer de que me admita entre sus amigos —dijo el señor Vholes— y sé que en ese círculo a veces se mira a la gente de nuestra profesión con malos ojos. Sin embargo, nuestro último objetivo, tanto si se habla bien como si se habla mal de nosotros, y pese a todo género de prejuicios (porque somos víctimas de prejuicios) es que todo se lleve a cabo abiertamente. ¿Qué tal aspecto encuentra usted al señor C, señorita Summerson?
—Parece estar muy enfermo. Terriblemente preocupado.
—Exactamente —dijo el señor Vholes.
Estaba detrás de mí, con su larga figura negra que llegaba casi hasta el techo de aquellas habitaciones bajas, tocándose los granos de la cara como si fueran adornos y hablando para sus adentros y con calma, como si en su naturaleza no cupiera una pasión ni una emoción humanas.
—Creo que el señor Woodcourt viene a visitar al señor C, ¿no? —continuó.
—El señor Woodcourt es un amigo desinteresado —respondí.
—Pero yo me refiero que viene a visitarlo profesionalmente, como médico.
—Es poco lo que puede servir eso para quien se siente desgraciado —dije.
—Exactamente —contestó el señor Vholes.
Era tan lento, tan árido, de sangre tan fría y tan delgado, que me pareció que Richard estuviera perdiendo la vida bajo los ojos de este asesor, que tenía algo del Vampiro.
—Señorita Summerson —dijo el señor Vholes, frotándose muy lentamente las manos enguantadas, como si a su frío sentido del tacto fuera lo mismo que estuvieran cubiertas de cabritilla como si no—, el matrimonio del señor C no ha sido nada acertado.
Le rogué que me excusara si no quería comentarlo. Le dije (un poco indignada) que se habían comprometido cuando ambos eran muy jóvenes y cuando las perspectivas que tenían ante sí eran mucho más claras y brillantes. Cuando Richard todavía no había cedido a la lamentable influencia que ahora oscurecía su vida.
—Exactamente —volvió a asentir el señor Vholes—. Sin embargo, y con miras a que todo se haga abiertamente, observaré, con su permiso, señorita Summerson, que considero este matrimonio muy desacertado. Debo manifestar esta opinión no sólo por los parientes del señor C, ante los que naturalmente deseo protegerme, sino también por mi propia reputación, que me es muy cara, como profesional que desea ser respetable; cara para mis tres hijas en casa, para quien trato de lograr una pequeña independencia; cara, diré incluso, para mi anciano padre, a quien tengo el privilegio de mantener.
—Sería un matrimonio muy diferente, mucho más feliz y mejor, completamente distinto, señor Vholes —dije si se persuadiera a Richard para que volviera la espalda a la fatal actividad a la que se dedica usted con él.
El señor Vholes, con una tos callada (casi un jadeo), sofocada con uno de sus guantes negros, inclinó la cabeza como si no quisiera poner totalmente en duda ni siquiera eso.
—Señorita Summerson —dijo—, es posible; y reconozco libremente que la joven dama que ha tomado el nombre del señor C de manera tan desacertada (estoy seguro que no se va a pelear usted conmigo por volver a decir esto, como obligación que tengo para con los parientes del señor C) es una dama muy distinguida. Mi trabajo me ha impedido relacionarme mucho con la sociedad en general, salvo en mi carácter profesional; pero creo tener la competencia para percibir que es una dama muy distinguida. En cuanto a su belleza, no soy juez de ese aspecto, y nunca le he prestado gran atención desde que era un muchacho, pero oso decir que la dama también es muy apta desde ese punto de vista. Así la consideran, según he oído, los pasantes del Inn, y es un aspecto en el cual ellos son mejores jueces que yo. En cuanto a la actividad del señor C en materia de sus intereses…
—¡Ah! ¡Sus intereses, señor Vholes!
—Usted perdone —respondió el señor Vholes que seguía hablando igual que antes para sus adentros y de forma totalmente desapasionada—. El señor C persigue determinados intereses conforme a determinados testamentos que están en disputa en el pleito. Es la expresión que empleamos nosotros. En cuanto a la forma en que el señor C defiende sus intereses, ya mencioné a usted, señorita Summerson, la primera vez que tuve el placer de conocerla, y llevado por mi deseo de que todo se haga abiertamente (y éstas fueron las palabras que utilicé, pues dio la casualidad de que después las anoté en mi diario, que puedo presentar en todo momento), ya le mencioné a usted que el señor C había establecido el principio de atender a sus propios intereses, y que cuando un cliente mío establecía un principio que no fuera de carácter inmoral (es decir, ilegal), me correspondiera a mí aplicarlo. Lo
he
aplicado; lo sigo aplicando. Pero por ningún motivo quiero disimular las cosas ante los parientes del señor C. Soy tan abierto con usted como lo fui con el señor Jarndyce. Considero que es mi obligación profesional, aunque no se la voy a cobrar a nadie. Digo abiertamente, por desagradable que resulte, que considero que los asuntos del señor C van muy mal, que considero que el propio señor C está muy mal, y que considero que este matrimonio es sumamente desacertado… ¿Qué si he llegado, señor mío? Sí, gracias; ya he llegado señor C, y estoy disfrutando del placer de una conversación muy agradable con la señorita Summerson, por cuya oportunidad le doy muchas gracias, señor mío.