Casa desolada (25 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Aunque, en general, en el vecindario se opina que la del bedel es una institución ridícula, en estos momentos no carece de una cierta popularidad, aunque sólo sea como encargado de ir a ver el cadáver. El policía considera que se trata de un civil imbécil, una reliquia de los tiempos bárbaros en que había vigilantes nocturnos, pero lo deja pasar, como algo que es necesario soportar hasta que el Gobierno decida abolirlo. Aumenta la sensación al correr de boca en boca la noticia de que ha llegado el bedel y ha entrado en la casa.

Al cabo de un rato sale el bedel, lo cual vuelve a aumentar la sensación, que había languidecido algo entre tanto. Hace saber que necesita testigos para la Encuesta de mañana, para que digan al Coroner y al jurado lo que haga falta acerca del difunto. Inmediatamente le dan una serie innumerable de nombres de personas que no saben nada en absoluto. Lo ponen cada vez más atontado con constantes datos, como que el hijo de la señora Green «también era copista, y lo conocía mejor que nadie», pero cuando se pregunta, resulta que el tal hijo de la señora Green lleva tres meses embarcado en un buque rumbo a China, aunque se considera que se le puede preguntar por telégrafo, si se pide a los Lores del Almirantazgo. El bedel entra en varios comercios y salones para interrogar a sus habitantes; siempre cierra al puerta al entrar, y con esa exclusión, los retrasos y su idiotez general, exaspera al público. Se ve al policía sonreír al mozo de la taberna. El público pierde interés y reacciona. Acusa al bedel, con voces agudas de adolescentes, de haber hervido un niño; se cantan fragmentos del estribillo de una canción popular en el sentido de que el niño se convirtió en sopa para el asilo. El policía, por fin, considera necesario defender la ley y agarrar a uno de los vocalistas, al que suelta cuando los demás echan a correr, a condición de que se vaya inmediatamente, ¡vamos!, y termine de una vez, condición que se cumple inmediatamente. Y así va desapareciendo de momento la sensación, y el policía, impasible (para quien un poco de opio más o menos no es nada), con su casco brillante, su corbatín rígido, su capote inflexible, su ancho cinturón y su brazalete, y todos sus arreos, sigue su camino a paso lento, dándose palmadas con las manos enguantadas de blanco, y parándose de vez en cuando en las esquinas para ver si encuentra cualquier cosa, desde un niño perdido hasta un asesinato.

Bajo el manto de la noche, el tonto del bedel va recorriendo Chancery Lane con sus citaciones, en las que están escritos mal los nombres de todos los jurados, y no hay nada bien salvo el nombre del propio bedel, que nadie quiere saber ni puede leer. Una vez entregadas las citaciones y advertidos los testigos, el bedel va a casa del señor Krook, a acudir a una cita que tiene con unos mendigos, a los que al llegar se lleva arriba, donde dan a los grandes ojos de las persianas algo nuevo que contemplar, en esa última forma que las moradas terrenales adoptan para quien ya no es Nadie y que somos Todos.

Y toda aquella noche, el ataúd queda al lado del portamantas, y la figura solitaria de la cama, cuyo camino en la vida duró cuarenta y cinco años, yace allí, sin haber dejado más huella tras de sí, que nadie sepa, que si fuera un recién nacido abandonado.

Al día siguiente, la plazuela hierve; es igual que una feria, como dice la señora Perkins, más que reconciliada con la señora Piper, en amigable conversación con esta excelente dama. El Coroner celebrará la Encuesta en la sala del primer piso de la taberna de las Armas del Sol, donde se celebran las Reuniones de la Filarmonía dos veces por semana, y donde ocupa la presidencia un caballero profesionalmente célebre, frente al Pequeño Swills
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, el vocalista cómico, el cual espera (según dice el programa que hay en la ventana) que vengan a verlo sus amigos, en apoyo de un talento de primera. Las Armas del Sol está muy concurrida toda la mañana. Incluso los niños están en tal necesidad de sustento, que un vendedor ambulante que se ha establecido momentáneamente en la esquina de la plazuela, comenta que sus bolas de limón se venden a toda velocidad. Y el bedel, que corre de la puerta del establecimiento del señor Krook a la de las Armas del Sol, muestra el curioso objeto que se halla bajo su custodia a unos cuantos espíritus discretos y acepta a cambio el cumplido de algún que otro vaso de cerveza.

A la hora designada llega el Coroner, a quien están esperando los jurados y a quien se recibe con un retumbar de bolos de la estupenda bolera que hay en terreno seco junto a las Armas del Sol. El Coroner frecuenta más tabernas que nadie. En su profesión, el olor a serrín, cerveza, humo de tabaco y licores es inseparable de la muerte en sus más terribles formas. El bedel y el tabernero lo llevan a la Sala de Reuniones de la Filarmonía, donde deja el sombrero encima del piano y toma una silla Windsor a la cabecera de una mesa larga, formada por varias mesas cortas puestas juntas, y ornamentada con anillos glutinosos en interminables círculos no concéntricos, dejados por jarras y vasos. Todos los Tarados que pueden amontonarse a la mesa se sientan a ella. El resto se distribuye entre las escupideras y las barricas, o se apoya en el piano. Sobre la cabeza del Coroner hay una pequeña guirnalda de hierro, el tirador de una campana, lo que da a la Majestad del Tribunal el aspecto de que dentro de poco la van a ahorcar.

¡Que preste juramento el Jurado! Mientras avanza la ceremonia se crea una sensación por la entrada de un hombrecillo regordete con un cuello de camisa enorme, los ojos húmedos y la nariz inflamada, que modestamente ocupa un puesto cerca de la puerta como si perteneciera al público en general, pero que también parece conocer la sala. Circula el rumor de que es el Pequeño Swills. No se considera improbable que vaya a preparar una imitación del Coroner y la convierta en el programa principal de la Reunión de la Filarmonía de la tarde.

—Bien, señores —empieza a decir el Coroner.

—¡Silencio en la sala! —exclama el bedel. No se dirige al Coroner, aunque lo parezca.

—Bien, señores —continúa diciendo el Coroner—. Se han reunido ustedes aquí para investigar el fallecimiento de cierto hombre. Escucharán ustedes testimonios acerca de las circunstancias en que se produjo ese fallecimiento y pronunciarán su veredicto conforme a (¡Esos bolos! ¡Haga usted que se paren, bedel!) esos testimonios, y no conforme a ninguna otra cosa. Lo primero que hay que hacer es examinar el cadáver.

—¡Dejen paso! —grita el bedel.

Y salen todos en procesión informe, como un cortejo funerario que se ha ido rezagando, y realizan su inspección en el cuarto de atrás del segundo piso del señor Krook, del cual algunos de los Jurados se retiran pálidos y precipitadamente. El bedel se encarga atentamente de que dos caballeros, cuyos puños y botones no están demasiado limpios (para cuya comodidad ha colocado una mesita especial cerca del Coroner, en la Sala de Reuniones de la Filarmonía), puedan ver todo lo que hay que ver. Porque son los cronistas públicos de esas investigaciones, que cobran por línea publicada, y él no está por encima de la enfermedad humana universal, sino que espera leer en letra impresa lo que «Mooney, el activo e inteligente bedel del distrito», hizo y dijo, e incluso aspira a ver el nombre de Mooney mencionado con tanta familiaridad y respeto como el del Verdugo, según los últimos ejemplos.

El Pequeño Swills está esperando al Coroner y al jurado cuando vuelven éstos. También el señor Tulkinghorn. Se brinda al señor Tulkinghorn una acogida deferente, y se le da una silla cerca de la del Coroner, entre ese alto funcionario judicial, un billar romano y la caja del cisco. Continúa la Encuesta. Al Jurado se le informa de cómo murió el objeto de su investigación, pero no se le dice nada más a su respecto. El Coroner anuncia:

—Señores, se halla entre nosotros un jurista eminentísimo, que, según se me ha comunicado, estaba presente por casualidad cuando se descubrió el fallecimiento, pero no podría más que repetir la información que ya han oído ustedes del médico, el casero, la huésped y el papelero, y no es necesario molestarlo. ¿Hay entre el público alguien que pueda aportar más datos?

La señora Perkins empuja adelante a la señora Piper. La señora Piper presta juramento.

—Anastasia Piper, señores. Casada. Y bien, señora Piper, ¿qué tiene usted que comunicarnos?

Bueno, la señora Piper tiene mucho que decir, sobre todo entre paréntesis y sin puntuación, pero no muchas cosas que comunicar. La señora Piper vive en la plazuela (y su marido es ebanista) y es muy conocida en el vecindario (desde la antevíspera del bautismo en privado
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de Alexander James Piper, de dieciocho meses y cuatro días de edad, porque no esperábamos que viviera mucho tiempo ay señores cómo sufría el pobrecito de las encías) cuando se dijo que el Demandante (que es como insiste la señora Piper en llamar al muerto) se dijo que había vendido su alma. Cree que fue por el aire que tenía el Demandante por lo que se empezó a hablar de eso. Veía a menudo al Demandante y tenía un aire tan feroz que no permitía que los niños se le acercaran que eran tímidos (y si alguien lo duda, que venga la señora Perkins porque aquí está y que diga ella que nadie puede decir nada malo de ella ni de su marido ni de su familia). Ha visto al Demandante atacado e insultado por los niños (porque ya se sabe cómo son los niños y no hay que esperar que sobre todo si son niños sanos que se porten como si fueran Matusalenes y encima él no era ningún santo). Por eso y por la manera que tenía la piel, ella ha soñado muchas veces que se sacaba un hacha del bolsillo y le partía la cabeza a Johnny (porque el niño no sabe lo que es el miedo y ha ido corriendo detrás de él muchas veces). Pero nunca vio que el Demandante se sacara del bolsillo un hacha ni ningún arma ni mucho menos. Veía que se echaba a correr cuando le insultaban o le corrían detrás, como si no le gustaran los niños, y nunca le vio hablar con niños ni con mayores nunca (menos el chico que barre el cruce de la calle, allá junto a la esquina, que si estuviera aquí le diría que le ha hablado muchas veces).

¿Está aquí ese chico?, pregunta el Coroner. Y el bedel dice que no, señor, no está. Dice el Coroner que vayan a buscarlo. En ausencia de personas activas e inteligentes, el Coroner conversa con el señor Tulkinghorn.

—¡Ah! ¡Aquí está el muchacho, señores!

Aquí está, todo sucio, todo ronco, todo harapos. ¡Vamos, chico! Pero un momento, atención, a este chico hay que pasarlo por las fases preliminares.

Nombre, Jo. Nada más, que él sepa. No sabía que todo el mundo tiene nombre y apellido.
Naide
se lo había dicho. No sabía que Jo es un diminutivo. A él le basta y le sobra. A él no le
paice
mal. Que cómo se escribe. No, él no sabe escribir. No tiene padre, ni madre, ni amigos. Nunca ha ido a la escuela. ¿Su casa? Lo único que sabe es que una escoba es una escoba, y que no hay que contar mentiras. No recuerda quién le habló de la escoba, ni de los de las mentiras, pero ésas son las dos cosas de las que está seguro. No sabe exactamente lo que le harán cuando se muera si dice una mentira a estos señores, pero cree que será algo muy malo para castigarle, y bien merecido, y por eso él dice la verdad.

—¡Señores, esto no puede ser! —observa el Coroner con un gesto melancólico de la cabeza.

—¿Cree usted que no puede recibir su declaración, señoría? —pregunta un jurado atento.

—Imposible —replica el Coroner—. Ya han oído al chico. «No lo sé exactamente» es algo que no se puede admitir. No podemos admitir eso en un Tribunal de justicia, señores. Es verdaderamente horrible. ¡Que se lleven al muchacho!

Se llevan al muchacho, para gran edificación del público, y especialmente del Pequeño Swills, el Vocalista Cómico.

—Bien, ¿hay más testigos? —No hay más testigos.

—¡Bien, señores! Tenemos a un hombre desconocido, que según se ha demostrado tenía el hábito de tomar opio en grandes cantidades desde hacía un año y medio, y al que se encuentra muerto de una sobredosis de opio. Si creen ustedes que tienen pruebas para llegar a la conclusión de que se suicidó, ésa es la conclusión a la que deben llegar. Si creen que se trata de un caso de muerte por accidente, deben llegar a un Veredicto en consecuencia.

Veredicto en consecuencia. Muerte por accidente. Sin duda. Señores, pueden ustedes retirarse. Buenas tardes.

Mientras el Coroner se abotona el capote, el señor Tulkinghorn y él escuchan lo que ha de decirles el testigo rechazado, que se ha quedado en un rincón.

El infortunado sólo sabe que el muerto (a quien acaba de reconocer por la cara cetrina y el pelo negro) era objeto de irrisión y persecuciones en las calles. Que una fría noche de invierno en la que el chico estaba temblando en un portal cerca de su cruce, el hombre se volvió a mirarlo, se dio la vuelta y, tras hacerle unas preguntas y averiguar que no tenía un solo amigo en el mundo, le dijo: «Yo tampoco. ¡Ni uno solo!», y le dio dinero para cenar y dormir una noche. Que el hombre le había hablado muchas veces desde entonces, y le había preguntado si dormía bien por las noches, y cómo soportaba el frío y el hambre, y si a veces no le daban ganas de morirse, y otras cosas igual de raras. Que cuando el hombre no tenía dinero le decía al pasar: «Hoy estoy igual de pobre que tú, Jo», pero que cuando tenía algo, siempre (como cree firmemente el chico) se alegraba de darle una parte.

—Conmigo era
mu güeno
—dice el chico limpiándose los ojos con una manga sucia—. Cuando le he visto ahí estirado ahora me dieron ganas de decírselo. ¡Conmigo siempre fue
mu güeno
!

Cuando baja las escaleras a trompicones, el señor Snagsby, que lo está esperando, le da media corona y le dice, poniendo un dedo en la nariz:

—Si me ves alguna vez en el cruce con mi mujercita (¡quiero decir, con mi señora!), no digas nada.

Los Jurados se pasan un rato charlando en las Armas del Sol. Después, media docena se queda atrapada en una nube de humo de pipa que llena el salón de las Armas del Sol; dos de ellos se van de paseo a Hampstead, y cuatro de ellos deciden ir a mitad de precio a la obra que representan, pues eso es lo que les cobrarán por llegar tarde, y terminar tomándose unas ostras. Varios de los asistentes invitan al Pequeño Swills. Cuando le preguntan lo que opina de la sesión, dice que ha «tenido bemoles» (porque su punto fuerte es hablar en jerga). El propietario de las Armas del Sol, al advertir la popularidad del Pequeño Swills, elogia mucho a éste ante los jurados y el público, y observa que no hay nadie como él para interpretar una canción cómica, y que el vestuario de disfraces de ese hombre no tiene igual.

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