Casa desolada (21 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

—¡Vaya un cumplido para nuestro primo lejano! —dijo mi tutor, risueño, a Ada y a Richard.

—Pediría perdón a la señorita Clare y al señor Carstone —continuó nuestro visitante—, si no me sintiera tranquilizado al ver en la bella cara de la dama, y en la sonrisa del caballero, que es totalmente innecesario y que mantienen a su primo lejano a distancia razonable.

—O es él quien nos mantiene así a nosotros —sugirió Richard.

—Por mi alma, juro —exclamó el señor Boythorn, disparando repentinamente otra andanada— que ese tipo, y antes su padre, y antes su abuelo, es el imbécil más arrogante, tieso y terco que jamás haya nacido en este mundo, por no se sabe qué error inexplicable de la Naturaleza, con una condición más alta que una bayeta de fregar. ¡Todos los de esa familia son unos cretinos pomposos, vanidosos y negados! Pero da igual; no me van a cerrar el camino aunque fueran cincuenta baronets fundidos en uno y viviera en cien Chesney Wolds, el uno dentro del otro, como las bolas de marfil de una talla china. Ese tipo, por conducto de su agente, o de su secretario, o de quien sea, me escribe lo siguiente: «Sir Leicester Dedlock, Baronet, saluda atentamente al señor Lawrence Boythorn y señala a su atención que el sendero verde junto a la antigua vicaría, actual propiedad del señor Lawrence Boythorn, tiene servidumbre de paso de Sir Leicester, pues forma de hecho parte del parque de Chesney Wold, y que Sir Leicester considera conveniente cerrar el mismo». Y yo le escribo: «El señor Lawrence Boythorn saluda atentamente a Sir Leicester Dedlock, Baronet, y señala a su atención que niega totalmente todo lo que diga Sir Leicester Dedlock acerca de lo que sea, y ha de añadir, con referencia al cierre del sendero, que celebraría conocer al hombre que se atreva a meterse en esa tarea». El tipo envía a un bribón de lo más ruin, y encima tuerto, a construir una puerta. Enchufo a ese sinvergüenza execrable con una manguera hasta que lo dejo casi sin aliento. El tipo erige una puerta de noche. Yo la hago pedazos y los quemo a la mañana siguiente. Envía a sus lacayos a que salten la cerca y entren en mis tierras una vez tras otra. Yo les pongo trampas no mortales, les disparo con postas a las piernas, les enchufo con la manguera, decidido a liberar a la Humanidad de la existencia insoportable de esos rufianes acechantes. Me denuncia por intrusión; lo denuncio por intrusión. Me denuncia por agresiones; me defiendo y sigo agrediéndolos. ¡Ja, ja, ja!

De oírle decir aquello con una energía inimaginable, cabría haber pensado de él que era una persona violentísima. Al verlo al mismo tiempo, mientras contemplaba al pajarito, que ahora se le había posado en un pulgar, y le acariciaba blandamente las plumas con un dedo, cabría pensar que era uno de los seres más dulces del mundo. Al oírlo reír y ver el buen humor que se le reflejaba en la cara, cabría suponer que no había en la vida nada que lo preocupara, ni una pelea, ni nada desagradable, sino que toda su existencia era de una placidez luminosa.

—No, no —continuó—, ni hablar de que me cierren mis caminos, ¡y menos un Dedlock! Aunque estoy dispuesto a confesar —dijo, ablandándose un momento— que Lady Dedlock es toda una señora de mundo, a quien rendiría el mayor homenaje que pueda hacer un mero caballero, y no un baronet con la cabeza grillada desde hace más de setecientos años. Un hombre que ingresó en su regimiento a los veinte, y en menos de una semana ya había desafiado al jefe más mandón y presuntuoso que jamás haya respirado en la medida en que se lo permitía lo apretado del corsé (y a quien por eso expulsaron), ese hombre no se va a dejar pisotear por ningún Sir Lucifer, ni vivo ni muerto, ni cerrado ni abierto
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. ¡Ja, ja, ja!

—¡Igual que no dejaba que pisotearan a los más pequeños de su colegio! —dijo mi tutor.

—¡Desde luego que no! —afirmó el señor Boythorn tomándolo del hombro con un aire protector, que tenía un matiz de seriedad, aunque se reía al hablar—. ¡Siempre en defensa del débil, Jarndyce, de eso puedes estar seguro! Pero, hablando de esta incursión, con el perdón de la señorita Clare y de la señorita Summerson por lo mucho que hablo de un tema tan aburrido, ¿no te ha llegado nada de tus abogados, Kenge y Carboy?

—Creo que no. ¿Esther? —me preguntó el señor Jarndyce.

—Nada, Tutor.

—¡Muchas gracias! —dijo el señor Boythorn—. No hacía falta preguntar, por lo poco que ya sé de la atención que presta la señorita Summerson a todos los que la rodean —todos me alentaban, estaban decididos a alentarme—. He preguntado porque, como vengo de Lincolnshire, naturalmente no he podido pasar por Londres, y pensé que quizá me hubieran enviado algo de correo aquí. Supongo que mañana por la mañana me dirán cómo van las cosas.

Aquella velada, que fue muy agradable, lo vi tantas veces contemplar a Ada y Richard con un interés y una satisfacción que imprimían en su rostro una expresión agradabilísima, mientras, sentado a poca distancia del piano, escuchaba la música (y no tuvo necesidad de decirnos que era un aficionado apasionado de la música, pues lo mostraba en su gesto), que pregunté a mi Tutor, mientras jugábamos al backgammon, si el señor Boythorn se había casado alguna vez.

—No —me respondió—, no.

—¡Pero sí que quería casarse!

—¿Y cómo lo sabes? —me preguntó con una sonrisa.

—Bueno, Tutor —expliqué, no sin ruborizarme un poco al aventurar lo que estaba pensando—, es que, después de todo, en su comportamiento hay algo tan dulce, y es tan gentil y tan cortés con nosotros, y…

El señor Jarndyce miró hacia donde estaba sentado el señor Boythorn, tal y como acabo de describirlo.

No dije nada más.

—Tienes razón, mujercita —respondió—. Una vez estuvo a punto de casarse. Hace mucho tiempo. Y sólo una vez.

—¿Es que murió la dama?

—No, pero murió para él. Y aquello lo dejó marcado para toda la vida. ¿Podrías suponer que todavía tiene la cabeza llena de ideas románticas?

—Creo, Tutor, que es fácil de suponer. Pero, claro, resulta fácil suponerlo cuando ya me lo ha dicho usted.

—Desde entonces nunca ha vuelto a ser lo que era —dijo el señor Jarndyce—, y ahora ya lo ves, viejo, sin nadie a su lado más que su criado y su amiguito amarillo… ¡Te toca tirar, jovencita!

Por la actitud de mi Tutor percibí que no podía seguir adelante con el tema sin que cambiara la dirección del viento. En consecuencia, me abstuve de hacerle más preguntas. Me sentía interesada, pero no curiosa. Aquella noche, cuando me despertaron los estentóreos ronquidos del señor Boythorn, estuve pensando un rato en aquella antigua historia de amor, e intenté hacer eso que resulta tan difícil, y que es imaginar a los ancianos cuando eran jóvenes, y dotados de todos los atractivos de la juventud. Pero volví a quedarme dormida antes de lograrlo, y soñé con la época en que yo vivía en casa de mi madrina. No estoy lo suficientemente versada en esos temas como para saber si era notable o no que casi siempre mis sueños se refiriesen a aquel período de mi vida.

Con la mañana llegó una carta de los señores Kenge y Carboy para el señor Boythorn, en la que le comunicaban que a mediodía iría a verlo uno de sus pasantes. Era el día de la semana en que me correspondía pagar las cuentas, poner mis libros en orden y organizar lo mejor posible todas las cosas de la casa, así que me quedé en ella mientras el señor Jarndyce, Ada y Richard aprovechaban que hacía un día excelente para hacer una pequeña excursión. El señor Boythorn tenía que esperar al pasante de Kenge y Carboy, y después saldría a pie para reunirse con ellos en el camino de vuelta.

¡Bien! Yo estaba ocupadísima en examinar las cuentas de las tiendas, sumar columnas, pagar dinero, llenar recibos, y seguro que en montar un gran jaleo con todo aquello, cuando anunciaron e hicieron entrar al señor Guppy. Ya tenía yo una idea de la posibilidad de que el pasante que iba a venir fuera el joven caballero que me había ido a buscar al coche, y celebré mucho verlo, pues lo relacionaba con mi felicidad actual.

Apenas si lo reconocí, pues estaba extraordinariamente elegante. Llevaba un traje totalmente nuevo de paño lustroso, un sombrero reluciente, guantes de cabritilla color lila, un pañuelo multicolor al cuello, una gran flor de invernadero en el ojal de la solapa y un grueso anillo de oro en el meñique, además de lo cual perfumaba todo el comedor con grasa de oso
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y otros aromas. Me miró con una atención que me dejó muy confusa, cuando le pedí que tomara asiento hasta que regresara la criada, y mientras estaba allí sentado, cruzando y descruzando las piernas en un rincón, y le pregunté si había tenido un buen viaje, y añadí que esperaba que el señor Kenge estuviera bien, me encontré con que me estaba contemplando de la misma manera inquisitiva y curiosa.

Cuando le llegó la petición de que fuera al piso de arriba a la habitación del señor Boythorn, le mencioné que cuando bajara tendría preparado algo de comer, y que el señor Jarndyce esperaba que lo aceptara. Dijo con un cierto nerviosismo, mientras seguía agarrando el picaporte:

—¿Y tendré el honor de volver a verla en ese momento, señorita?

Le dije que sí, que allí estaría, y se marchó con una reverencia y otra mirada.

A mí sencillamente me pareció que era algo torpe y tímido, pues, evidentemente, se hallaba muy nervioso, y supuse que lo mejor que podía hacer yo era esperar hasta ver que tenía todo lo que pudiera desear, y después dejarlo para que comiera a solas. El almuerzo lo trajeron pronto, pero él tardó algún tiempo en bajar a la mesa. La entrevista con el señor Boythorn fue larga, y creo que tormentosa, pues aunque su habitación estaba un tanto lejos, oí que de vez en cuando se levantaba aquella voz estentórea como un viento tempestuoso, que evidentemente lanzaba perfectas andanadas de denuncias.

Por fin volvió el señor Guppy, con aspecto de haber sufrido un tanto en la conferencia, y me dijo en voz baja:

—¡Señorita, le juro que es un tártaro!

—Señor mío, le ruego que tome algo para restaurarse —le dije.

El señor Guppy se sentó a la mesa y empezó a afilar, nervioso, el cuchillo de trinchar con el tenedor de lo mismo, mientras me seguía mirando (estaba segura, sin necesidad de mirarlo a él) de aquella misma manera extraña. Estuvo tanto tiempo afilando el cuchillo, que por fin sentí una especie de obligación de levantar la vista, para romper el hechizo en el que parecía hallarse sumido y que no lo abandonaba.

Inmediatamente bajó los ojos al plato y empezó a trinchar.

—¿Qué come usted, señorita? ¿No quiere usted tomar algo?

—No, gracias —dije.

—¿De verdad que no quiere usted nada de nada, señorita? —preguntó el señor Guppy, bebiéndose a toda prisa un vaso de vino.

—Nada, gracias —respondí—. Si estaba esperando era únicamente para tener la seguridad de que no le hace falta nada. ¿Quiere usted que le pida algo más?

—No, gracias, señorita, aunque se lo agradezco mucho. No me hace falta nada para sentirme perfectamente…, o, bueno, mejor dicho…, no es que nunca me sienta perfectamente… —y se bebió dos vasos de vino seguidos.

Consideré mejor marcharme.

—¡Pero perdone, señorita! —dijo el señor Guppy, levantándose de la mesa cuando vio que me levantaba yo—. ¿Me permite una conversación de un minuto, en privado?

Me volví a sentar, sin saber qué decir.

—¿Puedo decirle lo siguiente sin perjuicio, señorita? —preguntó el señor Guppy, mientras me acercaba nervioso una silla a la mesa.

—No sé a qué se refiere usted —dije, extrañada.

—Es un término jurídico, señorita. Significa que no va usted a utilizarlo en detrimento mío, ni en Kenge y Carboy ni en ninguna parte. Si nuestra conversación no lleva a nada, me quedo igual que estaba, sin ningún perjuicio para mi situación ni para mis perspectivas de carrera. Dicho en resumen, le estoy hablando de manera totalmente confidencial.

—Caballero —contesté—, no me puedo imaginar lo que me puede usted comunicar de manera totalmente confidencial, cuando no me ha visto usted más que una vez, pero lamentaría muchísimo causarle a usted perjuicio alguno.

—Gracias, señorita, estoy seguro…, con eso basta perfectamente. —Todo este tiempo, el señor Guppy se estaba alisando el pelo con el pañuelo o se frotaba la palma de la mano izquierda con la de la derecha y con todas sus fuerzas—. Si me permite usted que me sirva otro vaso de vino, creo que eso me ayudaría a continuar sin estarme sofocando constantemente, lo que sería desagradable para ambos.

Se lo sirvió y volvió a empezar. Yo aproveché la oportunidad para parapetarme tras mi mesita.

—¿No quiere usted tomar nada, señorita? —preguntó el señor Guppy, que aparentemente se sentía restaurado.

—No, gracias —contesté.

—¿Ni siquiera medio vasito? —preguntó el señor Guppy—. ¿Ni un cuarto? ¡No! Bien, sigamos. Mi sueldo actual, señorita Summerson, en Kenge y Carboy es de dos libras a la semana. Cuando tuve por primera vez la dicha de contemplarla a usted era de una libra y quince chelines, y a ese nivel estaba desde hacía mucho tiempo. Desde entonces ha subido cinco chelines, y está garantizada otra subida de cinco chelines al cabo de un plazo que no pasa de doce meses de esta fecha. Mi madre tiene algunos bienes, que adoptan la forma de una pequeña renta vitalicia, con la que vive sin pretensiones, pero con independencia, en Old Street Road. Sería ideal como suegra. Nunca se mete con nadie, es de lo más pacífico y de ánimo tranquilo. Tiene sus defectos, como todo el mundo, pero nunca se los he visto cuando hay gente delante, y entonces puede usted confiarle con toda tranquilidad todos sus vinos, alcoholes o licores de malta. Por lo que a mí respecta, resido en Penton Place, Pentonville. Es un apartamento humilde, pero bien ventilado, con ventana al patio, y se considera que es uno de los barrios más sanos. ¡Señorita Summerson! Se lo digo con toda franqueza: la adoro. ¿Tendría usted la amabilidad de permitirme (si puedo decirlo) hacerle una proposición?

El señor Guppy se puso de rodillas. Yo estaba protegida por mi mesita, y sin sentirme en exceso temerosa le dije:

—Caballero, levántese usted inmediatamente de esa posición ridícula o me obligará usted a romper mi promesa implícita y llamar con la campanilla!

—¡Señorita, escúcheme usted, por favor! —exclamó el señor Guppy con las manos entrelazadas.

—Caballero, no puedo acceder a escuchar una palabra más —repliqué—, salvo que se levante usted inmediatamente de esa alfombra y vaya a sentarse a la mesa, que es lo que debe usted hacer si tiene un mínimo de sentido común.

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