Casa desolada (18 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Entre las damas que más se distinguían por esta benevolencia rapaz (si se me permite utilizar la expresión) figuraba una tal señora Pardiggle
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que parecía, a juzgar por el número de sus epístolas al señor Jarndyce, ser una corresponsal casi tan vigorosa como la propia señora Jellyby. Observamos que cuando el tema de la conversación pasaba a la señora Pardiggle siempre cambiaba la dirección del viento, lo cual invariablemente le impedía a él continuar con ese tema, salvo observar que había dos clases de personas caritativas: la primera era la de la gente que hacía pocas cosas y mucho ruido; la segunda, la de la gente que hacía muchas cosas y poco o nada de ruido. Por eso sentíamos curiosidad por ver a la señora Pardiggle, pues sospechábamos que pertenecía a la primera de esas clases, y nos alegramos mucho cuando llegó un día con sus cinco hijos pequeños.

Era una señora de aspecto imponente, con gafas, una gran nariz y una voz muy alta, que daba la sensación de que necesitaba mucho espacio. Y efectivamente era así, pues con las faldas iba tumbando sillitas que estaban bastante lejos de ella. Como no estábamos en casa más que Ada y yo, la recibimos con timidez, pues parecía penetrarlo todo, como el frío, y hacer que los pequeños Pardiggles se fueron volviendo de color azul al seguirla.

—Señoritas, éstos —dijo la señora Pardiggle con gran desenvoltura tras los primeros saludos— son mis cinco chicos. Es posible que hayan visto ustedes sus nombres en una lista impresa de suscriptores (quizá en más de una), en posesión de nuestro estimado amigo el señor Jarndyce. Egbert, que es el mayor (tiene doce años), es el chico que envió su dinero de bolsillo, por un total de cinco chelines y tres peniques, a los indios tockahupos. Oswald, que es el segundo (diez años y medio), es el que contribuyó con dos chelines y nueve peniques al Gran Homenaje Nacional a Smithers. Francis, que es el tercero (nueve años), un chelín y seis peniques y medio. Félix, el cuarto (siete años), ocho peniques a las Viudas sin Recursos. Alfred, el más pequeño (cinco años), se ha enrolado voluntariamente en las Ligas Infantiles de la Alegría, y se ha comprometido a no utilizar jamás en su vida el tabaco en forma alguna.

Jamás había visto yo unos niños tan malhumorados. No era sólo que estuvieran marchitos y encanijados —aunque desde luego lo estaban—, sino que además parecían estar ferozmente descontentos. Cuando se mencionaron las palabras «indios tockahupos», yo hubiera podido suponer que Egbert era uno de los miembros más melancólicos de esa tribu, dada la mirada salvaje que me dirigió con el ceño fruncido. La cara de cada uno de los chicos, a medida que se mencionaba el volumen de su contribución, iba ensombreciéndose con un aspecto claramente vengativo, pero quien peor miraba era Egbert. Sin embargo, debo exceptuar al pequeño recluta de las Ligas Infantiles de la Alegría, que estaba silenciosa y totalmente sintiéndose desgraciado.

—Según tengo entendido —continuó la señora Pardiggle—, han estado ustedes de visita en casa de la señora Jellyby.

Dijimos que sí, que habíamos pasado una noche allí.

—La señora Jellyby —siguió diciendo aquella señora, siempre en el mismo tono altisonante, enfático y duro, de manera que su voz me daba la sensación de que también llevara impertinentes en la boca (y aquí debo aprovechar la oportunidad de observar que sus impertinentes eran tanto menos atractivos porque tenía los ojos que Ada calificaba de «ojos de asfixiado», es decir, muy saltones). La señora Jellyby es una benefactora de la sociedad, y merece que se le ayude. Mis chicos han contribuido al proyecto africano: Egbert con un chelín y seis peniques, que es toda su paga de nueve semanas; Oswald con un chelín y un penique y medio, que es lo mismo; el resto conforme a sus escasos medios. Pero yo no estoy de acuerdo con la señora Jellyby en todo. No estoy de acuerdo con la forma en que trata la señora Jellyby a su joven familia. Ya se ha comentado. Se ha observado que su joven familia está excluida de la participación en los temas a los que se consagra ella. Quizá tenga razón y quizá se equivoque, pero con razón o sin ella, yo no trato así a mi joven familia. La llevo a todas partes.

Después quedé convencida (y también Ada) de que el enfermizo hijo mayor dio un grito agudo al oír aquellas palabras. Lo transformó en un bostezo, pero al principio era un grito.

—Vienen a Maitines conmigo (son unos oficios muy bonitos) a las seis y medía de la mañana todo el año, incluido claro está, en pleno invierno —dijo rápidamente la señora Pardiggle— y permanecen conmigo a lo largo de las diversas actividades del día. Visito las escuelas, visito a los enfermos, les leo, estoy en el Comité de Distribución; pertenezco al Comité Local de Ropa Blanca y a muchos comités generales, y recorro muchas casas, quizá más que nadie. Pero ellos me acompañan a todas partes, y así van adquiriendo ese conocimiento de los pobres y adquiriendo esa capacidad de hacer caridad en general (en resumen, la afición a estas cosas) que cuando sean mayores les permitirá ser útiles a sus prójimos y sentirse satisfechos consigo mismos. Mi joven familia no es frívola; los chicos se gastan toda su paga en suscripciones, bajo mi orientación, y han asistido a tantas reuniones, y escuchado tantas conferencias, tantos discursos y debates como la mayor parte de los adultos. Alfred (cinco años), como ya he mencionado, ha ingresado, por su propia voluntad, en las Ligas Infantiles de la Alegría, fue uno de los pocos niños que en aquella ocasión dio muestras de seguir despierto tras un ferviente discurso de dos horas del presidente de la velada.

Alfred nos miró ceñudo, como si jamás quisiera, ni pudiera, perdonar el insulto de aquella velada.

—Quizá haya observado usted, señorita Summerson —dijo la señora Pardiggle—, en algunas de las listas que he mencionado y que se hallan en posesión de nuestro estimado amigo el señor Jarndyce, que los nombres de mi joven familia terminan siempre con el de O. A. Pardiggle, Miembro de la Real Sociedad de Estudios Científicos, una libra. Es su padre. Generalmente seguimos el mismo orden. Yo pongo mi óbolo en primer lugar; después viene mi joven familia, que ponen sus contribuciones, conforme a sus edades y sus escasos medios, y después el señor Pardiggle cierra la retaguardia. El señor Pardiggle celebra poder hacer su limitada contribución, bajo mi orientación, y así no sólo se hacen las cosas agradables para nosotros, sino que, según confiamos, sirven para mejorar la condición de los demás.

¿Y si el señor Pardiggle comiera con el señor Jellyby, y si el señor Jellyby se sincerase con el señor Pardiggle después de comer, haría el señor Pardiggle, a cambio, alguna confidencia al señor Jellyby? Me sentí muy confusa al pensar aquello, pero la verdad es que me lo pregunté.

—¡Están ustedes muy bien situadas aquí! —dijo la señora Pardiggle.

Celebramos cambiar de tema y fuimos a la ventana a enseñarle las bellezas de la perspectiva, en las que los impertinentes parecieron posarse con curiosa indiferencia.

—¿Conocen al señor Gusher?
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—preguntó nuestra visitante.

Nos vimos obligadas a decir que no teníamos el placer de haber visto al señor Gusher.

—Pues lo siento por ustedes, se lo aseguro —dijo la señora Pardiggle con su tono de ordeno y mando—. Es un orador ferviente y apasionado: ¡lleno de ardor! Si se pusiera a hablar desde una carreta en ese jardín, que según veo por la configuración del terreno, es un lugar ideal para una reunión pública, daría relieve durante horas y horas a cualquier ceremonia que quisieran ustedes mencionar. Pero seguro, señoritas —dijo la señora Pardiggle, volviendo a su silla y tirando al suelo, como si fuera mediante una agencia invisible, una mesita redonda que estaba a considerable distancia, con mi costurero encima—, que ya han advertido ustedes lo que soy yo.

Verdaderamente, era una pregunta tan asombrosa que Ada se me quedó mirando sin saber en absoluto qué decir. En cuanto al carácter culpable de mi propia conciencia, tras lo que había estado pensando yo, debe de haberse expresado en el rubor de mis mejillas.

—Han advertido, quiero decir —continuó la señora Pardiggle— el aspecto más notable de mi carácter. Tengo conciencia de que es tan notable que se descubre inmediatamente. Sé que se me descubre en seguida. ¡Bueno! Lo reconozco francamente: soy una mujer de negocios. Me gusta trabajar mucho; me agrada el trabajo intenso. La emoción me sienta bien. Estoy tan acostumbrada al trabajo intenso, y soy tan inmune a él, que no sé lo que es el cansancio.

Murmuramos que aquello era asombroso y muy de celebrar, o algo por el estilo. Creo que tampoco sabíamos lo que decíamos, pero eso era lo que expresaban nuestras palabras de cortesía.

—No sé lo que es estar cansada; ¡no me puedo cansar aunque lo intente! —dijo la señora Pardiggle—. La cantidad de esfuerzo (que para mí no es esfuerzo), la cantidad de negocios (que a mí me parecen como si nada) que hago es algo que a veces me sorprende a mí misma. ¡He visto a mi joven familia y al señor Pardiggle quedarse agotados sólo de mirarme, mientras que yo puedo decir sinceramente que seguía fresca como una rosa!

Si aquel muchacho, el mayor de todos, el de la cara cetrina, pudiera tener una expresión más maliciosa de la que ya exhibía entonces, entonces fue cuando la puso. Observé que doblaba el puño derecho y le daba a escondidas un golpe a la copa de la gorra, que llevaba bajo el brazo izquierdo.

—Eso me da una gran ventaja cuando salgo a hacer mis recorridos —continuó la señora Pardiggle—. Si me encuentro con alguien que no está dispuesto a escuchar mis palabras, le digo directamente: «Amigo mío, soy incapaz de cansarme, nunca estoy fatigada, y me propongo seguir hasta haber terminado». ¡Da unos resultados admirables! Señorita Summerson, ¿espero que dispondré inmediatamente de su asistencia en mis recorridos de visitas, y la de la señorita Clare, dentro de muy poco?

Al principio traté de excusarme de momento, so pretexto general de las muchas ocupaciones que tenía, y que no debía descuidar. Pero fue una protesta inútil, en vista de lo cual dije de modo más concreto que no estaba segura de ser competente para ello. Que no tenía experiencia en el arte de adaptar mi mente a otras de situación muy distinta, y dirigirme a ellas con los puntos de vista adecuados. Que no tenía ese conocimiento delicado del corazón que debe ser indispensable para las obras de ese tipo. Que yo misma tenía mucho que aprender antes de enseñar a otros, y que no podía confiar sólo en mis buenas intenciones. Por todos aquellos motivos, me parecía mejor ser de utilidad donde podía, y prestar los servicios que pudiera a quienes estaban en mi entorno inmediato, tratar de dejar que ese círculo fuera ampliándose natural y gradualmente. Dije todo ello sin ninguna confianza, porque la señora Pardiggle era mucho mayor que yo, y tenía mucha experiencia, además de ostentar unos modales muy militares.

—Se equivoca usted, señorita Summerson —dijo—; pero quizá no esté usted acostumbrada al trabajo intenso ni a las emociones que comporta, lo cual es muy importante. Si desea usted ver cómo hago yo mis obras, ahora mismo estoy a punto de visitar —con mi joven familia a un ladrillero de las cercanías (de muy mal carácter), y celebraré mucho que me acompañe. La señorita Clare también, si quiere hacerme ese favor.

Ada y yo intercambiamos una mirada, y como en todo caso íbamos a salir, aceptamos el ofrecimiento. Cuando volvimos corriendo de ponernos los sombreros, encontramos a la joven familia aburrida en un rincón y a la señora Pardiggle dándose vueltas por la habitación, tirando al suelo casi todos los objetos de poco peso que había en ella. La señora Pardiggle tomó posesión de Ada y yo las seguí con la familia.

Ada me contó después que la señora Pardiggle le habló en el mismo tono altisonante (tanto que hasta yo podía oírla) durante todo el camino hasta la casa del ladrillero acerca de una emocionante competición en la que estaba empeñada desde hacía dos o tres años contra una pariente anciana en torno a cuál de sus candidatos respectivos podía obtener una pensión no sé dónde. Cada una de ellas se había dedicado a imprimir, a prometer, a obtener votos por correo y a hacer visitas casa por casa, y parecía que aquello había impartido gran animación a todos los participantes, salvo a los candidatos a recibir la pensión, que seguían sin recibirla.

A mí me agrada mucho que los niños confíen en mí, y por lo general es un placer contar con esa confianza, pero en aquella ocasión me produjo gran desasosiego. En cuanto salimos de la casa, Egbert, con los modales de un pequeño salteador, me exigió un chelín, porque según dijo, le habían «mangao» su dinero del bolsillo. Cuando le señalé lo incorrecto que era utilizar esa palabra, especialmente en relación con su madre (porque había añadido en tono hostil que había «sido ésa»), me dio un pellizco y dijo: «¡Eh! ¡Vamos! ¿Qué cuentas? ¿A que a ti no te gustaría eso? ¿Para qué hace esa comedia de hacer como que me da dinero y luego me lo quita? ¿Por qué dice que es mi paga y luego nunca me deja gastarla?». Aquellas preguntas exasperantes le encendieron tanto el ánimo, y los de Oswald y Francis, que todos se pusieron a pellizcarme al mismo tiempo, y de manera terriblemente experta: cogiéndome por unos pedacitos tan pequeños de carne de los brazos que apenas si pude evitar el dar un grito. Al mismo tiempo, Felix me pisaba los dedos de los pies, Y el de la Liga de la Alegría, que como tenía descontada su paga para siempre, se había comprometido de hecho a abstenerse tanto de comer dulces como de fumar, estaba tan lleno de pena y de rabia cuando pasamos al lado de una pastelería que me dejó aterrada al ver que se ponía de color azul. Nunca he sufrido tanto, física como espiritualmente, durante un paseo con gente joven como con aquellos niños antinaturalmente encorsetados cuando me hicieron el honor de comportarse con naturalidad conmigo.

Me alegré cuando llegamos a casa del ladrillero, aunque no era sino parte de un grupo de casuchas miserables en una ladrillería, con pocilgas al lado de las ventanas rotas y unos huertecillos miserables delante de las puertas, en los que no crecía nada más que unos cuantos charcos fangosos. Acá y acullá había un barreño viejo puesto fuera para atrapar el agua de lluvia que goteaba de los tejados, o había una pequeña presa hecha para contener otro charquito, como un montoncito sucio de tierra. En las puertas y las ventanas había algunos hombres y mujeres acodados o paseándose, y casi ni se fijaron en nosotros, salvo para reír entre sí o decir algo a nuestro paso en relación con que la gente fina debía ocuparse de sus cosas y no meterse en líos y mancharse los zapatos por venir a meterse en los asuntos de otra gente.

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