Casa desolada (19 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

La señora Pardiggle, que abría camino con grandes muestras de determinación moral y que hablaba con gran verborrea de las costumbres desordenadas de la gente (aunque a mí me parecía muy dudoso que cualquiera de nosotros hubiera podido ser ordenado en un sitio así), nos llevó a una casita en el punto más remoto, cuyo piso bajo casi llenamos nosotras. Además de nosotras, en aquella habitacioncita maloliente y húmeda había una mujer con un ojo amoratado que estaba junto a la chimenea cuidando de un pobre bebé jadeante, un hombre todo manchado de arcilla y de barro, que parecía hallarse en mal estado, echado en el suelo y fumando una pipa, un muchacho robusto que le estaba poniendo un collar a un perro y una chica descarada que estaba lavando algo en agua muy sucia. Todos ellos levantaron la vista cuando entramos, y la mujer pareció volver la cara hacia la chimenea, como para disimular el ojo amoratado; nadie nos saludó.

—Bien, amigos míos —dijo la señora Pardiggle, aunque a mí no me pareció que lo dijera con tono nada amistoso; tenía la voz demasiado oficiosa y mandona—. ¿Cómo estáis todos? Ya estoy aquí. Recordad que os dije que a mí no me podíais cansar. A mí me gusta el trabajo intenso, y cumplo con mi palabra.

—Ya no van a venir más de ustedes, ¿verdad? —gruñó el hombre que estaba echado en el suelo, apoyándose la cabeza en la mano mientras nos contemplaba.

—No, amigo mío —dijo la señora Pardiggle, sentándose en un taburete y echando otro a rodar—. Ya estamos todos.

—A lo mejor se creen que no son bastantes —dijo aquel hombre, con la pipa en la boca, mientras nos miraba fijamente.

El muchacho y la chica se echaron a reír. Dos amigos del muchacho a quienes habíamos atraído a la puerta de entrada, y que se habían quedado allí con las manos en los bolsillos, hicieron eco sonoramente a sus risas.

—Amigos míos, no podéis cansarme —dijo la señora Pardiggle a estos últimos—. Me gusta el trabajo, y cuanto más trabajo me deis, más me gusta.

—¡Pues hay que darle en el gusto! —gruñó el hombre desde el suelo—. Por mí, que haga lo que quiera, pero cuanto antes. Estoy harto de que se tomen estas libertades con mi casa. Estoy harto de que me persigan como a un tejón. Ahora se va usted a hurgar por ahí y a hacer preguntas sobre cosas que no le importan nada, como siempre… Ya me la conozco a usted. ¡Vale! Pero no hace falta, le voy a ahorrar el esfuerzo. ¿Está mi hija lavando? Sí, está lavando. Miren el agua. ¡Huélanla! ¡Y eso es lo que bebemos! ¿Qué les parece y que les parecería si en lugar de esa agua tuviéramos ginebra? ¿Tengo sucia la casa? Pues claro. Está sucia por naturaleza, y es malsana por naturaleza, y hemos tenido cinco hijos sucios y malsanos, que por eso se nos han muerto de chicos, y mejor para ellos, y para nosotros también. ¿He leído el librito que me dejó usted? No, no he leído el librito que me dejó usted. Aquí ninguno de nosotros sabe leer, y si supiéramos, no es libro para mí. Es un libro para niños, y yo no soy ningún niño. Y si me dejara usted una muñeca, no me iba a poner a jugar con ella. ¿Cómo me he estado portando? Pues he estado borracho tres días, y estaría cuatro si tuviera con qué. ¿Es que no voy a ir nunca a la iglesia? No, no voy a ir nunca a la iglesia. Y si fuera no me recibirían en ella; el sacristán es demasiado fino para la gente como yo. ¿Y cómo es que mi mujer tiene un ojo amoratado? ¡Pues se lo puse yo, y si lo niega, es que miente!

Para decir todo aquello se había quitado la pipa de la boca, y después se recostó del otro lado y se volvió a poner a fumar. La señora Pardiggle, que lo había estado contemplando por entre los impertinentes con una compostura forzada y calculada, según no pude por menos de pensar, para aumentar el antagonismo del hombre, se sacó una biblia como si fuera la porra de un policía y detuvo a toda la familia. Quiero decir, claro, que la detuvo religiosamente, pero de verdad que lo hizo como si fuera un policía moral inexorable que se los llevara a todos a una comisaría.

Ada y yo nos sentíamos muy incómodas. Las dos nos sentíamos como unas intrusas y fuera de lugar, y ambas opinábamos que la señora Pardiggle se llevaría infinitamente mejor con aquella gente si no hubiera tenido aquella forma mecánica de tomar posesión de las personas. Los niños lo contemplaban todo malhumorados; la familia no nos hacía el menor caso, salvo cuando el muchacho hizo ladrar al perro, que es lo que hacía cada vez que la señora Pardiggle se ponía más enfática. Las dos advertíamos dolorosamente que entre nosotras y aquella gente existía una barrera férrea, que nuestra nueva amiga no podía levantar. No sabíamos quién ni cómo podría levantarla, pero sí sabíamos que ella no. Nos parecía que incluso lo que leía y decía estaba mal escogido para aquel público, aunque se hubiera impartido con la mayor modestia y el mayor tacto del mundo. En cuanto al librito que había mencionado el hombre recostado, después nos enteramos de lo que era, y el señor Jarndyce comentó que dudaba que ni siquiera Robinson Crusoe hubiera sido capaz de leerlo, aunque no hubiera tenido ningún otro en su isla desierta.

En aquellas circunstancias, nos sentimos muy aliviadas cuando la señora Pardiggle dejó de leer. El hombre del suelo volvió la cabeza otra vez y dijo desganado:

—¡Bueno! Eso es que ya ha terminado, ¿no?

—Por hoy, amigo mío. Pero yo no me canso nunca. Ya volveré a verlos en su momento —respondió la señora Pardiggle en tono muy animado.

—¡Con tal que ahora se
vaiga
—dijo él, cruzándose de brazos y cerrando los ojos mientras pronunciaba un juramento—, haga usted lo que quiera!

En consecuencia, la señora Pardiggle se levantó y organizó un torbellino en aquella habitacioncita, al que apenas si escapó ni la pipa. Después, tomando a uno de sus hijos de cada mano, y diciendo a los otros que la siguieran de cerca, y con la expresión de su esperanza de que el ladrillero y toda su familia estuvieran en mejores circunstancias cuando volviera ella a visitarlos, pasó a otra casita. Espero que no parezca demasiado duro por mi parte si digo que en todo aquello, como en todo lo que ella hacía, no mostró ningún ánimo conciliatorio, sino el de hacer la caridad al por mayor y de convertirla en un negocio de grandes dimensiones.

Ella suponía que la seguíamos, pero en cuanto vimos que se alejaba, nos acercamos a la mujer que estaba ante la chimenea y le preguntamos si el bebé estaba enfermo.

Se limitó a mirarlo mientras él yacía en su regazo. Ya habíamos visto antes que cuando lo miraba se tapaba el ojo amoratado con la mano, como si deseara alejar al pobre niñito de toda idea del ruido, la violencia y los malos tratos.

Ada, cuyo buen corazón se había conmovido al ver cómo estaba el niño, se inclinó a acariciarle la carita. Entonces vi yo lo que había ocurrido y le hice echarse atrás. El niño había muerto.

—¡Ay, Esther! —exclamó Ada cayendo de rodillas ante él—. ¡Míralo! ¡Ay, Esther, querida mía, pobrecito! ¡Pobrecito, debe de haber sufrido tanto! ¡Lo siento tanto por él! ¡Lo siento tanto por su pobre madre! ¡Nunca en mi vida había visto nada más triste! ¡Ay, niño, niño!

Tanta compasión, tanta dulzura, al inclinarse ella llorando, y cogerle la mano a la madre, hubiera ablandado el alma de cualquier madre del mundo. La mujer primero la miró asombrada y después rompió en sollozos.

Al cabo de un rato le tomé del regazo su leve carga, hice lo que pude para que el descanso del niño pareciese más armonioso y más blando, lo puse en un cajón y lo cubrí con mi pañuelo. Tratamos de consolar a la madre y le susurramos lo que decía de los niños Nuestro Salvador. Ella no nos respondió nada, sino que siguió allí sentada llorando, llorando mucho.

Cuando me di la vuelta vi que el muchacho había sacado al perro y estaba mirándonos desde la puerta, con los ojos secos, pero en silencio. También la chica estaba en silencio, sentada en un rincón y mirando al suelo. El hombre se había levantado. Seguía fumando su pipa con aire desafiante, pero estaba callado.

Mientras yo los miraba entró corriendo una mujer muy fea y mal vestida, que fue directamente a la madre, diciendo: «¡Jenny! ¡Jenny!» Cuando la madre oyó su nombre se levantó y se lanzó al cuello de la mujer.

También ésta tenía en la cara y en los brazos huellas de malos tratos. No tenía ningún rasgo agradable, salvo su gesto de conmiseración, pero cuando se condolió con la mujer, y empezó a llorar también ella, no le hacía falta ser bella. Digo que se condolió, pero no decía más que: «¡Jenny! ¡Jenny!». Todo estaba en el tono con que lo decía.

Me pareció muy emocionante ver tan unidas a aquellas dos mujeres, tan ordinarias, desaseadas y maltratadas; ver lo que podían ser la una para la otra; ver lo que sentían la una por la otra; cómo se ablandaba el corazón de ambas ante las duras pruebas de sus vidas. Creo que nunca vemos el lado bueno de esa gente. Es poco lo que se sabe de lo que son los pobres para los pobres, salvo lo que saben ellos mismos y Dios.

Consideramos mejor retirarnos y dejarlas a solas. Nos fuimos en silencio y sin que nadie se fijara en nosotras, salvo el hombre. Éste estaba apoyado en la pared junto a la puerta, y al ver que apenas si teníamos sitio para pasar, salió antes que nosotras. Parecía como si quisiera disimular que lo hacía por nosotras, pero nos dimos cuenta de que era así y le dimos las gracias. No nos respondió.

Al volver a casa, Ada estaba tan triste, y Richard, a quien encontramos allí, se preocupó tanto al verla llorar (¡aunque cuando ella salió me comentó que también verla así era muy hermoso!), que decidimos volver por la noche a llevarles algo y repetir nuestra visita a casa del ladrillero. Al señor Jarndyce le dijimos lo menos posible, pero en seguida cambió la dirección del viento.

—Pues es una gente excelente —dijo, empezando a pasearse—, la señora Pardiggle y todos los demás. ¡Gente excelente! Hacen mucho bien y quieren hacer mucho más. Pero quieren que de todos los Telares salga el mismo modelo, lo quieren todo; se
empeñan
en matar moscas a cañonazos, en armar jaleo por todo, ¡y son tan condenadamente infatigables…! ¡Ay, Dios mío, es verdad, siento el viento por todas partes!

Aquella noche, Richard nos acompañó a la escena de nuestra expedición matutina. Por el camino tuvimos que pasar junto a una taberna ruidosa, junto a cuya puerta había varios hombres. Entre ellos, y metido en una discusión, estaba el padre del bebé. Poco después pasamos al muchacho, acompañado por el perro. La hermana estaba riéndose y charlando con otras jóvenes en la esquina de la fila de casitas, pero pareció sentir vergüenza al vernos y nos dio la espalda.

Dejamos a nuestra escolta a escasa distancia de la vivienda del ladrillero, y seguimos solas adelante. Cuando llegamos a la puerta, nos tropezamos con la mujer que tanto había consolado a la madre, que estaba de pie allí y miraba afuera, preocupada.

—¿Son ustedes, señoritas? —preguntó en un susurro—. Estoy mirando por si llega mi hombre. Tengo el corazón en la boca. Si me pesca fuera de casa, seguro que me mata.

—¿Se refiere usted a su marido? —pregunté.

—Sí, señorita, mi hombre. Jenny está dormida, está agotada. La pobrecita apenas si se había quitado a la criatura del regazo, siete días y siete noches, menos cuando he venido yo para que descansara un rato.

Se hizo a un lado, y nosotras entramos en silencio y depositamos lo que habíamos traído al lado de la yacija miserable en que estaba durmiendo la madre. Nadie había hecho nada por arreglar el cuarto, que parecía, por su propia naturaleza, imposible de limpiar, pero la criaturita cerúlea, que parecía irradiar tanta solemnidad, estaba vuelta a arreglar y a lavar, y sobre mi pañuelo, que seguía cubriendo al pobre bebé, las mismas manos ásperas y llenas de cicatrices habían depositado tiernamente un ramillete de flores silvestres.

—¡Que el cielo se lo pague! —exclamé—. Es usted muy buena.

—¿Yo, señoritas? —contestó, sorprendida—. ¡Callen! ¡Jenny! ¡Jenny!

La madre había gemido en sueños y se había movido. Pareció que el sonido de aquella voz conocida volvía a calmarla. Quedó en silencio una vez más.

¡Qué poco me imaginaba yo, al levantar mi pañuelo para ver al pequeñito que dormía bajo él y sentir como que veía un halo brillar en torno al niño entre el pelo caído de Ada cuando ésta inclinó la cabeza conmiserativa, qué poco me imaginaba yo en qué seno inquieto llegaría a reposar aquel pañuelo, tras cubrir este otro pecho inmóvil y en paz! No pensé más que quizá el Ángel de aquel niño no dejaría de tener conciencia de la mujer que lo volvía a colocar con mano tan solícita, que quizá no la olvidara del todo poco después, cuando nos despidiéramos de ella y la dejáramos a la puerta, mirando unas veces y escuchando otras, aterrada por su propia suerte, mientras seguía diciendo con su aire tranquilizador de siempre: «¡Jenny! ¡Jenny!».

9. Signos y símbolos

No sé cómo, pero parece que siempre estuviera escribiendo sobre mí misma. Todo el tiempo me propongo escribir acerca de otra gente, y trato de pensar en mí misma lo menos posible, y la verdad es que cuando me encuentro con que vuelvo a estar yo en la narración, me enfado mucho y me digo: «¡Vamos, vamos, no seas tan pelma, te lo digo de verdad!», pero no vale de nada. Espero que si alguien lee lo que escribo, comprenderá que si estas páginas contienen tantas cosas relativas a mí, sólo cabe suponer que debe de ser porque yo tengo algo que ver con ellas y no puedo omitirlas.

Mi niña y yo leíamos, cosíamos y hacíamos música juntas, y hallábamos tantas cosas que hacer con nuestro tiempo, que los días del invierno volaban como aves de brillantes colores. Casi todas las tardes y todas las veladas nos hacía compañía Richard. Aunque era una de las personas más inquietas del mundo, desde luego le agradaba mucho estar con nosotras.

Le tenía mucho, mucho, mucho cariño a Ada. Lo digo de verdad, y prefiero decirlo desde el principio. Nunca había visto antes cómo se enamoraban dos jóvenes, pero pronto lo vi. Naturalmente, yo no podía comentarlo, ni mostrar que me había enterado. Por el contrario, me porté con tal discreción, y tanto hice como que no me daba cuenta, que a veces, cuando estaba sentada a mi trabajo, me preguntaba si no me estaba convirtiendo en una hipócrita.

Pero no había forma de evitarlo. Bastaba con quedarme callada, y yo me mantenía más callada que una ostra. También ellos se mantenían muy callados, en cuanto a palabras respectaba, pero la forma inocente en la que cada vez recurrían más a mí, a medida que se iban aficionando cada vez más el uno al otro, era tan encantadora, que me resultaba muy difícil no revelar cuánto me interesaba.

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