Casa desolada (84 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Todo aquello era lo que verdaderamente sentía yo. Me dormí agotada, y cuando me desperté volví a echarme a llorar al pensar que había vuelto al mundo, con mi carga de problemas para los demás. Me sentí más asustada de mí misma que nunca, al volver a pensar en ella, contra la cual yo era una prueba viviente; en el propietario de Chesney Wold, en el significado nuevo y terrible de aquellas viejas palabras, que ahora rugían en mis oídos como el oleaje en la costa: «Tu madre Esther es tu vergüenza, igual que tú eres la suya. Ya llegará el momento (y muy pronto) en que lo comprenderás mejor, y también en que lo comprenderás como sólo puede comprenderlo una mujer». Y junto con aquellas palabras me volvieron a la memoria éstas: «Reza todos los días para que no caigan sobre tu cabeza los pecados de los otros». Yo no podía aclarar todo lo que me había caído encima, y pensaba que toda la culpa y toda la vergüenza eran mías, y que el castigo había caído sobre mí.

El día fue desvaneciéndose hasta convertirse en un crepúsculo sombrío, nublado y triste, y yo seguía sumida en los mismos problemas. Salí sola, y tras un breve paseo por el parque, durante el cual contemplé las sombras oscuras que caían sobre los árboles, y el vuelo desordenado de los murciélagos, que a veces casi me rozaban, me sentí atraída por primera vez hacia la mansión. Quizá no me hubiera acercado de haber estado mejor de ánimo. Pero el hecho es que tomé la senda que llevaba hacia ella.

No me atreví a quedarme ni a contemplarla, pero pasé ante el jardín con sus fragantes aromas y sus despejados caminos, con sus cuidados lechos de flores y su blanda hierba, y vi lo hermoso y lo grave que era, y cómo los antiguos parapetos y las viejas balaustradas de piedra y las anchas escalinatas estaban llenos de cicatrices dejadas por el tiempo y los accidentes meteorológicos, cómo crecían en torno a ellos un musgo y unas hierbas bien cuidados, igual que en torno al viejo pedestal de piedra del reloj de sol, y oí el agua de la fuente que caía. El camino seguía después bajo las filas de ventanas oscurecidas, flanqueadas de torretas y porches con formas excéntricas, en las que había leones de piedra y monstruos grotescos erizados junto a cuevas en sombras, que surgían al crepúsculo por encima de los escudos que tenían en sus garras. Después el camino pasaba bajo una puerta y por un patio donde estaba la entrada principal (yo pasé rápidamente de largo) y junto a los establos, donde no parecían oírse más que voces profundas, tratárase del viento que murmuraba por en medio de la gran masa de hierba aferrada a una gran pared roja o del lento quejido de la veleta, o del ladrido de los perros, o del lento tañer de un reloj. De manera que, cuando me tropecé con un dulce olor a limas, el roce de cuyas hojas me llegó a los oídos, giré donde daba la vuelta el camino hacia la fachada sur, y allí, por encima de mí, me encontré con las balaustradas del Paseo del Fantasma, y una ventana iluminada que podía ser la de mi madre.

Por aquí el camino estaba pavimentado, al igual que la terraza de por encima, y mis pasos dejaron de ser silenciosos para resonar sobre las losas. Sin detenerme a mirar nada, pero viéndolo todo en mi camino, avancé rápidamente, y en unos momentos debería haber pasado más allá de la ventana iluminada cuando el eco de mis pisadas me reveló repentinamente que existía una verdad terrible en la leyenda del Paseo del Fantasma; que era yo la que iba a atraer la calamidad sobre aquella mansión señorial, y que incluso en aquellos momentos mis pisadas advertían de ello. Poseída de un temor todavía mayor de mí misma que me dio un escalofrío, me eché a correr para alejarme de mí y de todo, deshice el camino por el que había venido y no me detuve hasta llegar al pabellón, y el parque quedó detrás de mí, hosco y tenebroso.

Hasta que me encontré a solas en mi cuarto para pasar la noche, y tras volverme a sentir abatida e infortunada, no empecé a comprender lo equivocada que estaba y lo ingrata que era por hallarme en aquel estado. Pero encontré una carta muy alegre de mi ángel, que iba a verme al día siguiente, tan llena de cariñosa anticipación, que tendría que haber sido yo de piedra para no sentirme conmovida; también encontré otra carta de mi tutor en la que me pedía que le dijera a la señora Durden, si veía por alguna parte a aquella mujercita, que todo el mundo la echaba terriblemente de menos, que los cuidados de la casa estaban en el peor de los desórdenes, que nadie sabía arreglárselas con las llaves y que toda la gente de la casa declaraba que ésta ya no era la misma, y que estaba a punto de rebelarse para exigir su regreso. El recibir dos cartas así al mismo tiempo me hizo pensar hasta qué punto era mucho más querida de lo que yo merecía, y lo feliz que debería sentirme. Y aquello me hizo pensar en mi vida anterior, lo cual, como hubiera debido ya ocurrir antes, me hizo sentirme mejor.

Pues comprendí muy bien que no podía ser que yo estuviera destinada a morir, ni a no haber vivido nunca, y no digamos a no haber podido tener nunca una vida tan feliz. Comprendí perfectamente cuántas cosas se habían sumado para que yo viviera tan bien, y que si a veces los pecados de los padres caían sobre los hijos, aquella frase no significaba lo que yo había temido aquella misma mañana que significara. Comprendí que yo tenía tanta responsabilidad por haber nacido como una reina por haber nacido ella, y que ante mi Padre Celestial no me vería castigada por haber nacido, como tampoco una reina se vería recompensada por haber nacido ella. Las impresiones de aquel mismo día me habían hecho comprender que, incluso al cabo de tan poco tiempo, podía encontrar una reconciliación reconfortante con el cambio que había caído sobre mí. Reiteré mis resoluciones y recé para que se robustecieran, y mi corazón se desbordó por mí misma y por mi infortunada madre, y sentí que se iban desvaneciendo las tinieblas de la mañana. No se cernieron sobre mis sueños, y cuando me despertó la luz del día siguiente, habían desaparecido.

Mi tesoro iba a llegar a las cinco de la tarde. No se me ocurrió mejor forma de pasar el tiempo que faltaba hasta entonces que darme un largo paseo por el mismo camino por el que llegaría ella; así que Charley y yo, con Stubbs (con Stubbs ensillado, porque nunca volvimos a engancharlo después de aquella célebre ocasión), hicimos un largo recorrido por allí, y volvimos a casa. A nuestro regreso efectuamos una inspección general de la casa y el jardín, vimos que todo estaba más bonito, y pusimos a mano al pájaro, pues era una parte importante de nuestro pequeño grupo.

Todavía quedaban más de dos horas antes de su llegada, y en aquel intervalo, que parecía largo, debo confesar que me sentí preocupada y nerviosa por mi nuevo aspecto. Quería tanto a mi niña, que me sentía más preocupada por el efecto que pudiera tener en ella que en ninguna otra persona. Si tenía este leve disgusto no era porque me quejara en absoluto (estoy segura de que no me quejaba nada, aquel día), sino porque me preguntaba si ella estaría totalmente preparada. Cuando me viera por primera vez, ¿no se sentiría impresionada y desilusionada? ¿No resultaría peor incluso de lo que se esperaba? ¿No esperaría ver a su antigua Esther, sin encontrarla? ¿No tendría que volver a acostumbrarse a mí y volverlo a empezar todo?

Conocía tan bien las expresiones del rostro de mi ángel, y era un rostro tan transparente en su belleza, que estaba segura de antemano de que no podría disimularme su primera impresión. Y me pregunté si en caso de que registrase alguno de esos significados, lo cual era muy probable, cuál sería mi reacción.

Bueno, pensé que podría sorportarla. Después de lo de anoche, pensé que sí. Pero el estar esperando y esperando, imaginando e imaginando cosas, era tan mala forma de prepararme, que decidí adelantarme a encontrarla por la carretera.

Así que le dije a Charley:

—Charley, voy a adelantarme yo sola por la carretera hasta que llegue Ada. —Y como Charley aprobaba complacida todo lo que pudiera agradarme, me fui y la dejé en la casa.

Pero antes de llegar a la segunda piedra miliar ya había sentido tantas palpitaciones cada vez que veía polvo a lo lejos (aunque sabía que no era la diligencia ni podía serlo todavía) que decidí desandar camino y volver a casa. Y cuando me di la vuelta, me dio tanto miedo que la diligencia me llegara por detrás (aunque seguía sabiendo que ni llegaría ni podía llegar) que hice la mayor parte del camino corriendo, para que no me pudiera alcanzar.

Entonces, cuando por fin me encontré a salvo, pensé: «¡Qué tontería has hecho!». Porque me había acalorado y había empeorado las cosas, en lugar de mejorarlas.

Por fin, cuando yo creía que todavía faltaba más de un cuarto de hora, Charley me gritó de repente, mientras me hallaba temblando en el jardín:

—¡Ya llega, señorita! ¡Ya llega!

No quería hacerlo, pero subí corriendo a mi habitación y me escondí detrás de la puerta. Me quedé allí temblando, incluso oí que mi niña me llamaba al subir:

—Esther, querida mía, cariño mío, ¿dónde estás? ¡Mujercita, mi querida señora Durden!

Entró corriendo y se iba a marchar corriendo otra vez cuando me vio. ¡Ay, ángel mío! Me miró como siempre, todo cariño, todo afecto, todo amor. No vi nada más en sus ojos… ¡no, nada, nada!

Qué feliz me sentí, allí, tirada en el suelo, con mi bello ángel también en el suelo, sosteniendo mi cara picada junto a su encantadora mejilla, bañándola con lágrimas y besos, acunándome como a un niño, diciéndome los nombres más tiernos que se le ocurrían, y estrechándome contra su fiel corazón.

37. Jarndyce y Jarndyce

Si el secreto que se me había confiado hubiera sido mío se lo habría comunicado a Ada al cabo de poco rato. Pero no lo era, y creí que no tenía derecho a revelarlo, ni siquiera a mi Tutor, salvo en caso de gran emergencia. Era una carga que tenía que soportar sola, pero de momento mi deber aparecía bien claro y, feliz con el cariño de mi ángel, no me faltaban impulsos ni alientos para cumplir con él. Aunque muchas veces, cuando ella ya se había dormido y todo estaba en silencio, el recuerdo de mi madre me mantenía despierta y llenaba de pena mis noches, no volví a dejarme abatir por segunda vez, y Ada me encontró igual que antes, salvo, naturalmente, en ese particular del que ya he dicho bastante, y que no tengo el propósito de volver a mencionar más, si puedo evitarlo.

¡Qué difícil me resultó expresarme con calma aquella primera noche, cuando Ada me preguntó, mientras cosíamos, si la familia estaba en la casa y me vi obligada a decir que sí, que eso creía, pues anteayer me había hablado Lady Dedlock en el bosque! Y todavía fue mayor mi dificultad cuando Ada me preguntó qué me había dicho y repliqué que había estado amable y atenta, y cuando Ada, tras reconocer lo bella y elegante que era, comentó lo orgullosos que eran sus modales, e imperioso y cortante, que era su aspecto. Pero Charley me ayudó inconscientemente en todo cuando nos dijo que Lady Dedlock sólo había pasado dos noches en la mansión, pues estaba de paso, en camino desde Londres, pues iba a hacer una visita a otra mansión del condado de al lado, y que se había marchado a primera hora de la mañana siguiente de habernos visto en nuestro banco, como lo llamábamos. Charley verificó el adagio de que los niños se enteran de todo, pues oía más cosas y frases en un día que yo en todo un mes.

Íbamos a quedarnos un mes en casa del señor Boythorn. Apenas llevaba allí una semana mi ángel, tal como lo recuerdo ahora, cuando una tarde, después de ayudar a regar al jardinero, y justo cuando se estaban encendiendo las velas, apareció Charley con aire de gran importancia detrás de la silla de Ada y me pidió misteriosamente que saliera de la habitación.

—Con su permiso, señorita —dijo Charley en un susurro, con los ojos más redondos que nunca—. Preguntan por usted en Las Armas de Dedlock.

—¡Pero Charley —dije—, quién va a preguntar por mí en la taberna!

—No lo sé, señorita —respondió Charley, adelantando la cabeza y apretándose las manos sobre la cinta del delantalito, como hacía siempre que disfrutaba con algo misterioso o confidencial—, pero se trata de un señor, señorita, que envía sus saludos y pregunta si podría usted ir sin decirle nada a nadie.

—¿Quién es el que me envía sus saludos, Charley?

—El mismo, señorita —contestó Charley, cuyo aprendizaje de la gramática iba progresando, pero no a gran velocidad.

—¿Y cómo es que eres tú la mensajera, Charley?

—Con su permiso, señorita, pero no soy la mensajera —replicó mi doncellita—. Fue W. Grubble, señorita.

—¿Y quién es W. Grubble, Charley?

—El señor Grubble, señorita —me dijo Charley—. ¿No le conoce, señorita? Las Armas de Dedlock, W. Grubble —recitó Charley, como si estuviera leyendo el letrero con alguna dificultad.

—¿Sí? ¿El propietario, Charley?

—Sí, señorita. Con su permiso, señorita, su mujer es muy guapa, pero se le rompió el tobillo y no le sanó bien. Y su hermano es el leñador al que mandaron a chirona, y se temen que vaya a morirse de tanta cerveza que bebe —dijo Charley.

Como no sabía de qué podía tratarse, y ahora me sentía aprensiva por todo, creí que lo mejor sería ir yo sola a la taberna. Le dije a Charley que me trajera inmediatamente el sombrero, el velo y el chal, y tras ponérmelo todo, bajé la callecita empinada, donde me sentía tan en casa como en el jardín del señor Boythorn.

El señor Grubble estaba en mangas de camisa a la puerta de su tabernita, que era muy pulcra, esperándome. Se quitó el sombrero con las dos manos cuando me vio llegar, y llevándolo así, como si fuera un recipiente de hierro (así de pesado parecía), me precedió por el pasillo cubierto de serrín hasta su mejor aposento: una salita alfombrada con más plantas de las que cabían, una litografía en colores de la Reina Carolina, varias conchas, muchas bandejas para el té, dos pescados disecados en vitrinas de cristal y un extraño huevo, o quizá una extraña calabaza (no estoy segura de lo que era, y no creo que mucha gente lo supiera) que colgaba del techo. Yo conocía muy bien de vista al señor Grubble, porque se pasaba mucho tiempo a la puerta. Era un hombre de aspecto agradable, robusto, de mediana edad, que nunca parecía considerarse vestido cómodamente para estar en su propia casa si no llevaba el sombrero y las botas altas, pero que nunca se ponía la levita más que para ir a la iglesia.

Apagó la vela y, tras dar un paso atrás para ver qué aspecto tenía todo, salió de la salita, de modo inesperado para mí, pues iba a preguntarle quién me había hecho llamar. Entonces se abrió la puerta de la salita de enfrente y oí algunas voces, que me parecieron conocidas, que después se interrumpieron. Se acercaron unos pasos rápidos a la sala en que estaba yo, y, para gran sorpresa mía, apareció Richard.

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