Casa desolada (40 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

—Si lo cree usted, Tutor, es que así es.

—Es lo que creo —me contestó con gran amabilidad, suavidad y claridad—. Querida mía, eso es lo que creo ahora. Si tu posición puede representar alguna desventaja a ojos de cualquier hombre o mujer dignos de consideración, es justo que tú, por lo menos, más que nadie en el mundo, no lo exageres porque tengas una impresión vaga de lo que se trata.

Me senté y, tras un pequeño esfuerzo para tranquilizarme todo lo posible, dije:

—Uno de mis primeros recuerdos, Tutor, es el de estas palabras: «Tu madre, Esther, es tu vergüenza, igual que tú fuiste la suya. Ya llegará el momento (y muy pronto) en que lo comprenderás mejor, y también en que lo comprenderás, como sólo puede comprenderlo una mujer».

Al repetir aquellas palabras me tapé la cara, pero ahora retiré las manos con un tipo mejor de vergüenza, espero, y le dije que era a él a quien debía la dicha de que desde mi infancia hasta aquel momento jamás, jamás, jamás me hubiera vuelto a sentir así. Él levantó la mano como para interrumpirme. Yo ya sabía que no le gustaba que le dieran las gracias por nada, y no dije nada más.

—Han pasado nueve años, querida mía —dijo, tras reflexionar un rato—, desde que recibí una carta de una dama que vivía sola, escrita con una pasión y un vigor tan grandes que la convertían en algo diferente de todas las cartas que había leído en mi vida. Me la había escrito a mí (según me decía en sus propias palabras) quizá porque formaba parte de la idiosincrasia de la autora el depositar en mí tanta confianza; quizá porque a mí me correspondía justificarla. Me hablaba de una niña, de una huérfana que tenía entonces doce años, con unas palabras tan crueles como las que persisten en tu recuerdo. Me decía que la autora la había criado en secreto desde que nació, que había borrado toda huella de su existencia, y que si la autora moría antes de que la niña llegara a ser mujer, quedaría sin un solo amigo, sin un nombre, totalmente desconocida de todos. Me pedía que pensara si en tal caso estaría yo dispuesto a terminar lo que había empezado la autora.

Escuché en silencio y lo contemplé atentamente.

—Tu primer recuerdo, querida mía, te retrotraerá al medio sombrío en el cual se contemplaba todo esto y en el que lo expresaba la autora, así como la deformación religiosa que le nublaba el cerebro con la impresión de que era necesario que una criatura expiara una contravención de la que era totalmente inocente. Me preocupó aquella criatura, su vida sombría, y repliqué a la carta.

Le tomé la mano, y se la besé.

—La carta me emplazaba a no tratar jamás de ver a su autora, que llevaba largo tiempo alejada de toda relación con el mundo, pero que estaba dispuesta a ver a un agente confidencial si yo designaba a alguien para que desempeñara esa función. Acredité al señor Kenge. La dama decía, por su propia voluntad, y no porque él se lo preguntara, que llevaba un nombre supuesto. Que, de suponer que hubiera vínculos de sangre en el caso, ella sería la tía de la criatura. Que no revelaría más que eso jamás (y persuadí al señor Kenge de la firmeza de su resolución) por nada del mundo. Ahora, querida mía, ya te he dicho todo lo que sé.

Le retuve la mano un rato en la mía.

—Vi a mi pupila más a menudo que ella a mí —añadió en tono animado, quitándole importancia—, y siempre me enteré de que era objeto de cariño, hacendosa y feliz. Me lo paga veinte mil veces, y veinte veces más en cada hora del día.

—¡Y más veces todavía —dije yo— bendice ella al Tutor que es un padre para ella!

Al decir yo la palabra padre, vi que volvía a agriársele el gesto. Lo dominó, igual que había hecho antes, y aquello desapareció en un instante, pero había aparecido, y de manera tan inmediata al oír mis palabras, que me dio la sensación de haberlo turbado. Volví a repetirme para mis adentros: «¡Que pudiera yo comprender fácilmente! ¡Nada que pudiera yo comprender fácilmente!». No, era verdad que no lo comprendía. Tardaría mucho en comprenderlo.

—Te deseo paternalmente las buenas noches, hija mía —me dijo con un beso en la frente—; debes irte a dormir. Es demasiado tarde para estar trabajando y pensando. ¡Ya te pasas el día trabajando y pensando por todos nosotros, mi pequeña ama de llaves!

Aquella noche no trabajé ni pensé más. Abrí mi corazón agradecido al Cielo para darle las gracias por su Providencia y sus cuidados para conmigo, y me dormí.

Al día siguiente tuvimos un visitante. Vino a vernos el señor Allan Woodcourt. Venía a despedirse, como había convenido anteriormente. Iba a viajar a la China y la India en calidad de cirujano en un barco. Estaría ausente mucho, muchísimo tiempo.

Creo (mejor dicho, sé) que no era rico. Su madre se había gastado todos sus posibles en darle una carrera. Ésta no resultaba lucrativa para un médico joven, con muy pocas influencias en Londres, y aunque se pasaba el día y la noche al servicio de innumerables pobres, y los trataba con gran amabilidad y destreza, eso le representaba muy poco en términos de dinero. Tenía siete años más que yo. No sé por qué lo menciono, porque no parece que tenga ninguna importancia.

Creo (quiero decir que nos dijo) que llevaba tres o cuatro años ejerciendo la profesión, y si hubiera podido tener esperanzas de aguantar tres o cuatro más, no haría el viaje para el que se había enrolado. Pero no tenía fortuna ni medios propios, de manera que se marchaba. Había venido a vernos varias veces. A nosotros nos parecía una pena que se tuviera que marchar. Porque se había distinguido en su ocupación entre los expertos en ella, y algunas de las principales lumbreras de la profesión lo tenían en gran estima.

Cuando vino a despedirse, trajo a su madre a vernos por primera vez. Era una anciana atractiva, de ojos negros muy brillantes, pero parecía orgullosa. Era de Gales, y hacía mucho tiempo había habido en su familia un antepasado ilustre, llamado Morgan ap-Kerrig, de un sitio llamado algo así como Gimlet, que era la persona más ilustre que jamás hubiera existido, y todos cuyos parientes formaban una especie de Familia Real. Parecía haberse pasado la vida en el monte, combatiendo contra alguien, y un Bardo con un nombre que sonaba algo así como Crumlinwallinwer había cantado sus loas, en una obra que se llamaba, en la medida en que pude entenderlo, Mewlinnwillinwodd
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La señora Woodcourt, tras explayarse acerca de la fama de su gran antepasado, dijo que, sin duda, cuando su hijo Allan se fuera, recordaría su linaje, y bajo ningún pretexto formaría una alianza por debajo de su condición. Le dijo que en la India había muchas damas inglesas de gran hermosura que iban allí en busca de partido, y que algunas de ellas verdaderamente tenían fortuna, pero que para el descendiente de un linaje tan ilustre no bastaba con la belleza ni la riqueza, si no eran de alta cuna, lo cual debía ser siempre la primera consideración. Habló tanto de la buena cuna, que por un momento supuse, aunque me dolía…, ¡pero qué suposición más tonta la de suponer que pudiera preocuparse de cuál era la mía; ni pensar en ello!

El señor Woodcourt parecía sentirse un tanto nervioso ante tanta garrulidad, pero era demasiado educado para dejarlo traslucir, y logró delicadamente desviar la conversación de modo que pudiera expresar agradecimiento a mi Tutor por su hospitalidad y por las horas tan felices —fue él quien dijo lo de las horas tan felices— que había pasado en nuestra compañía. Dijo que su recuerdo lo acompañaría a dondequiera que fuese, y siempre lo atesoraría. Así que, uno tras otro, le dimos la mano —por lo menos es lo que hicieron los demás—, y yo también, y él llevó los labios a la mano de Ada, así como a la mía, y se marchó a su largo, larguísimo viaje.

Estuve todo el día ocupadísima, y escribí instrucciones a los sirvientes de nuestra casa, y notas para mi Tutor, y le saqué el polvo a sus libros y papeles, y di muchas vueltas a mi manojo de llaves, primero en un sentido y después en otro. Al atardecer todavía seguía ocupada, y me hallaba cantando y trabajando junto a la ventana cuando ¡quién iba a aparecer, sino Caddy, a quien no esperaba ver en absoluto!

—¡Pero Caddy, cariño —exclamé—, qué flores tan bonitas!

Llevaba en la mano un ramillete exquisito.

—La verdad es que a mí también me lo parecen, Esther —replicó Caddy—. Son las más bonitas que he visto en mi vida.

—¿Te las ha dado Prince, querida mía? —pregunté con un susurro.

—No —respondió Caddy moviendo la cabeza y dándomelas a oler—. No ha sido Prince.

—¡Bueno, Caddy! —dije—. ¡No me digas que tienes dos enamorados!

—¿Cómo? ¿Eso es lo que te parecen? —preguntó Caddy.

—¿Que si es eso lo que me parecen? —repetí, dándole un pellizco en la mejilla.

Caddy se limitó a responderme con una sonrisa y a decirme que había venido a pasar media hora, al final de la cual estaría Prince esperándola en la esquina, y se quedó charlando con Ada y conmigo junto a la ventana; de vez en cuando me volvía a pasar las flores, o me las probaba a ver qué tal me sentaban cuando me las ponía en el pelo. Por fin, cuando iba a marcharse, me llevó a mi habitación y me las puso en el vestido.

—¿Para mí? —dije, sorprendida.

—Para ti —dijo Caddy, dándome un beso—. Las ha dejado Alguien.

—¿Dejado?

—En casa de la pobre señorita Flite —dijo Caddy—. Alguien que se ha portado muy bien con ella, que se marchó hace media hora a tomar un barco, y que dejó estas flores. ¡No, no! No te las quites. ¡Déjalas ahí, son tan bonitas! —añadió Caddy, ajustándolas con mano cuidadosa—, porque yo estaba presente, ¡y no me extrañaría que Alguien las dejara adrede!

—¿Es lo que parecen? —preguntó Ada, que llegó risueña a mis espaldas y me tomó alegremente por la cintura—. ¡Ah, desde luego que sí, señora Durden! Eso es exactamente lo que parecen. ¡Desde luego que sí, cariño!

18. Lady Dedlock

No resultó tan fácil como había parecido en un principio lograrle una pasantía a Richard en el bufete del señor Kenge. El principal impedimento era el propio Richard. En cuanto recibió autorización para marcharse de casa del señor Badger cuando quisiera, empezó a dudar si verdaderamente quería marcharse en absoluto. Decía que, la verdad, no lo sabía. No era una mala profesión; no podía afirmar que le desagradara, quizá le gustara tanto como cualquier otra; ¡podría probar otra oportunidad! Tras decir eso, se encerró unas semanas con unos cuantos libros y unos cuantos huesos, y pareció adquirir a gran velocidad un fondo considerable de información. Aquel fervor, que le duró un mes, pronto se le pasó, y cuando ya se había enfriado totalmente, empezó a calentarse otra vez. Sus vacilaciones entre el Derecho y la Medicina duraron tanto tiempo que llegó San Juan antes de que se separase del señor Badger e iniciara sus estudios experimentales en el bufete de los señores Kenge y Carboy. Pese a sus vacilaciones, se envanecía de estar decidido a actuar en serio «esta vez». Y estaba siempre de tan buen humor, y tan animado, y tan cariñoso con Ada, que verdaderamente resultaba difícil no alegrarse por él.

—En cuanto al señor Jarndyce —que, dicho sea de paso, durante todo este período consideraba que el viento soplaba invariablemente de Levante—; en cuanto al señor Jarndyce —me decía Richard—, ¡es la persona mejor del mundo, Esther! Debo preocuparme especialmente, aunque sólo sea por él, de trabajar mucho y acabar de una vez con este asunto.

Su idea de lo que era trabajar mucho, expresada con aquellas risas y aquel tono despreocupado, y con la suposición de que podía dedicarse a cualquier cosa sin detenerse en ninguna, era digna de risa por lo anómala. Sin embargo, en otros momentos nos decía que estaba trabajando tanto que temía le fueran a salir canas. Su forma de acabar de una vez con el asunto consistió (como ya he dicho) en irse al bufete del señor Kenge hacia San Juan, a ver si le gustaba.

Durante todo aquel tiempo, su comportamiento en las cuestiones relacionadas con el dinero era tal como ya lo he descrito en otra ocasión: generoso, profuso, totalmente despreocupado, pero estaba plenamente persuadido de que actuaba de forma calculadora y prudente. Una vez dije a Ada en su presencia, medio en broma medio en serio, cuando él estaba a punto de irse con el señor Kenge, que hubiera necesitado la bolsa de Fortunato
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, dada la forma en que trataba el dinero, a lo cual respondió él:

—¡Primita querida, escucha a esta vieja! ¿Por qué lo dice? Porque hace unos días pagué ocho libras y pico (o lo que fuera) por un chaleco y unos botones nuevos. Pero si hubiera seguido con Badger, me hubiera visto obligado a gastar doce libras de golpe en pagar las matrículas de las clases. ¡De manera que así me gano cuatro libras, y de golpe, en una sola transacción!

Algo de lo que hablaban mucho él y mi Tutor era de las disposiciones que se habían de adoptar para que Richard viviera en Londres mientras experimentaba con el Derecho, pues hacía ya mucho tiempo que habíamos vuelto a la Casa Desolada, y ésta estaba demasiado lejos para que Richard pudiera venir más de una vez por semana. Mi Tutor me dijo que si Richard se quedaba con el señor Kenge, podía tomar una casita o un apartamento, donde también nosotros podríamos pasar unos días de vez en cuando. «Pero, mujercita», añadía, frotándose la cabeza de manera muy significativa, «¡todavía no se ha asentado allí!». Las conversaciones terminaron cuando le alquilamos por meses un pequeño y agradable alojamiento amueblado en una casa vieja y tranquila cerca de Queen Square. Inmediatamente se empezó a gastar todo el dinero que tenía en comprar los adornos y los lujos más extravagantes para ese alojamiento, y cada vez que Ada y yo lo disuadíamos de comprar algo que tenía en perspectiva y que era especialmente innecesario y caro, se anotaba a su crédito lo que le hubiera costado, y argumentaba que el gastar menos en cualquier otra cosa significaba que se había ahorrado la diferencia.

Mientras se iban tomando esas disposiciones, se aplazó nuestra visita al señor Boythorn. Por fin, cuando Richard tomó posesión de su alojamiento, no quedaba nada que impidiera nuestra marcha. Dada la época del año, hubiera podido venir él también con nosotros, pero estaba gozando plenamente de la novedad de su nueva situación, y haciendo los esfuerzos más enérgicos por desentrañar los misterios del pleito fatal. Por consiguiente, nos fuimos sin él, y mi tesoro estaba encantada de poder elogiarlo por hallarse tan ocupado.

Hicimos un viaje agradable en coche hasta Lincolnshire, y gozamos de la agradable compañía del señor Skimpole. Según parecía, se le había llevado todos los muebles un personaje que se los había embargado el día del cumpleaños de su hija, la de los ojos azules, pero él parecía sentirse aliviado con la desaparición de todo aquello. Decía que las sillas y las mesas eran objetos aburridos, ideas monótonas, que no tenían variedad en su expresión, que lo miraban a uno con hosquedad y a las que uno miraba con hosquedad. ¡Cuánto más agradable, pues, era no estar vinculado por unas sillas y unas mesas concretas, y, por el contrario, volar como una mariposa entre todos los muebles de alquiler, pasar del palo de rosa a la caoba, y de la caoba al nogal, y de tal forma a cual otra, según de qué humor estuviera uno!

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