Casa desolada (42 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Como seguía tañendo la campana y todavía no habían llegado las personas de respeto, tuve tiempo de contemplar la iglesia, que olía a tierra como una tumba, y de reflexionar qué iglesita tan sombría, antigua y solemne era ésta. Las ventanas, bajo la sombra de los árboles, dejaban pasar una luz tamizada que bañaba de palidez las caras que me rodeaban, dejaba en la sombra las viejas placas de bronce del suelo y los monumentos gastados por el tiempo y la humedad, y hacía que la luz del sol en el pórtico, donde un campanero seguía tañendo con monotonía, pareciese en verdad deslumbrante. Pero un movimiento en aquella dirección, una expresión de respeto reverencial en las caras de los rústicos y la adopción entre despreocupada y feroz por parte del señor Boythorn de estar decidido a no darse cuenta de la presencia de alguien me advirtieron de que iban a llegar las personas de respeto, y de que iba a comenzar el servicio.

«No juzgues a tu siervo, oh, Señor, pues a tus ojos…»
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.

¿Lograré olvidar jamás cómo se me puso a palpitar el corazón, ante la mirada con la que tropecé cuando me puse en pie? ¿Olvidaré jamás la forma en que aquellos ojos hermosos y orgullosos parecieron salir de su languidez y apoderarse de los míos? No duró más que un momento, hasta que volví a bajar la vista, liberada una vez más, si puedo decirlo, a mi libro de oraciones, pero en aquel brevísimo espacio de tiempo llegué a conocer perfectamente aquel bello rostro.

Y lo que es más extraño, en mi interior se agitó algo, relacionado con los días de soledad en casa de mi madrina; sí, incluso con los días en que me ponía de puntillas para vestirme ante mi espejito, después de vestir a mi Muñeca. Y esto ocurrió aunque jamás en mi vida había visto antes la cara de aquella dama; de eso estaba segura, absolutamente segura.

Resultaba fácil deducir que el caballero ceremonioso, gotoso, de pelo cano, único que ocupaba con ella su gran reclinatorio, era Sir Leicester Dedlock, y que la dama era Lady Dedlock. Pero lo que no podía yo concebir era por qué la cara de ella me resultaba, de forma confusa, como un espejo roto en el que veía trozos de viejos recuerdos, ni por qué me sentía yo tan agitada y turbada (porque así me seguía sintiendo) por haber tropezado casualmente con su mirada.

Comprendí que era una debilidad absurda por mi parte, y traté de superarla escuchando lo que decía el himno. Después, curiosamente, me pareció que lo oía decir en la voz de mi madrina, y no en la del predicador. Aquello me hizo preguntarme si la cara de Lady Dedlock se parecía por casualidad a la de mi madrina. Quizá se pareciera, aunque fuera muy poco, pero la expresión era tan diferente, y la firme decisión que estaba tan severamente grabada en el rostro de mi madrina, igual que las rocas están grabadas por los elementos, estaba tan ausente del que tenía ante mí, que no podía ser aquel parecido lo que me había llamado la atención. Además, yo no había visto una faz tan altiva y desdeñosa como la de Lady Dedlock en nadie. Y, sin embargo, yo…, yo, la pequeña Esther Summerson, la niña que tenía una vida diferente de las demás, cuyo cumpleaños no festejaba nadie, parecía surgir ante mis propios ojos, vuelta a traer del pasado por un poder que parecía estar en posesión de aquella señora tan distinguida, que no sólo no podía imaginarme haber visto jamás, sino que sabía perfectamente no haber visto hasta aquel momento.

Tanto temblé al verme sumida en aquella agitación inexplicable, que me sentí consciente incluso de sentirme apurada ante la observación de que me hacía objeto la doncella francesa, aunque sabía que ésta había estado mirando constantemente por acá, por allá y por todas partes, desde el momento en que entró en la iglesia. Poco a poco, aunque muy gradualmente, acabé por superar aquella extraña emoción. Al cabo de un largo rato volví a mirar en dirección de Lady Dedlock. Era mientras estaban preparándose para cantar, antes del sermón. Ella no me miraba en absoluto, y a mí me dejó de palpitar el corazón. Tampoco volvió a palpitarme al cabo de un momento, cuando se volvió una o dos veces a mirarnos por los impertinentes a Ada y a mí.

Una vez concluido el servicio, Sir Leicester ofreció el brazo con mucha elegancia y galantería a Lady Dedlock (aunque él mismo tenía que ayudarse con un bastón para andar), y la acompañó fuera de la iglesia hasta llegar al coche, tirado por ponies, en el que habían llegado. Entonces se dispersaron los criados, y lo mismo hizo la congregación, a quien Sir Leicester había estado contemplando todo el tiempo (comentó el señor Skimpole con infinito regocijo del señor Boythorn) como si fuera un gran terrateniente del cielo.

—¡Eso es lo que se cree! —exclamó el señor Boythorn—. Está convencido de ello. ¡Y lo mismo se creían su padre, y su abuelo, y su bisabuelo!

—¿Sabe usted una cosa? —continuó diciendo el señor Skimpole, inesperadamente, al señor Boythorn—. A mí me resulta agradable ver a gente así.

—¡Agradable! —exclamó el señor Boythorn.

—Digamos que quiere ponerse paternalista conmigo —continuó el señor Skimpole—. ¡Magnífico! A mí no me importaría.

—A

sí —objetó el señor Boythorn con gran vigor.

—¿De verdad? —replicó el señor Skimpole en su tono bienhumorado—. Pero eso es molestarse por nada. ¿Y por qué molestarse? Yo me contento con recibir las cosas que se me dan, igual que un niño, según me llegan. ¡Y nunca me molesto por nada! Por ejemplo, llego aquí y me encuentro con un gran potentado que me exige rendirle homenaje. ¡Muy bien! Le digo: «Gran potentado, éste es mi homenaje! Es más fácil rendirlo que negarlo. Aquí lo tiene. Si tiene usted algo de género agradable que mostrarme, celebraré mucho contemplarlo; si tiene usted algo de género agradable que darme, celebraré mucho recibirlo». El gran potentado replica, de hecho: «Éste es un tipo sensato. Considero que me permite hacer bien la digestión y no me altera el sistema biliar. No me impone la obligación de ponerme como un erizo y estar siempre con las espinas de punta. Me expansiono, me abro, muestro al exterior mi lado de plata, como la nube de Milton
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lo cual resultaba más agradable para ambos». Así es cómo veo yo estas cosas, hablando como un niño.

—Pero supongamos que mañana va usted a otra parte —dijo el señor Boythorn— donde se encuentra con un tipo que sea todo lo contrario de éste… O de aquél… ¿Qué hace usted entonces?

—¿Que qué hago? —preguntó el señor Skimpole, con aire de la mayor candidez y sinceridad—. ¡Exactamente lo mismo! Diría: «Mi estimado Boythorn», por personificar en usted a nuestro imaginario amigo; «Mi estimado Boythorn, ¿objeta usted al gran potentado? Muy bien. Yo también. Yo entiendo que el papel que me corresponde en el sistema social es el de ser agradable; entiendo que el papel que corresponde a todos en el sistema social es el de ser agradables. En resumen, se trata de un sistema de armonía. Por lo tanto, si usted objeta, yo objeto. ¡Y ahora, mi excelente Boythorn, pasemos a cenar!»

—Pero el excelente Boythorn podría decir —respondió nuestro anfitrión, que estaba inflamándose y enrojeciendo— que me…

—Entiendo —dijo el señor Skimpole—. Eso es lo más probable.

—… ¡sí, vamos a cenar! —exclamó el señor Boythorn, con un estallido violento, y deteniéndose a dar un golpe con el bastón en el suelo—. Y probablemente añadiría: «¿Es que ya no existen principios, señor Harold Skimpole?»

—A lo cual, como sabe usted, Harold Skimpole respondería —contestó éste, de lo más risueño y con la más alegre de las sonrisas—: «¡Por vida mía que no tengo la menor idea! No sé a qué se refiere usted con esos términos, ni dónde se hallan, ni quién los posee. Si es usted quien posee esas cosas, y le parece agradable, me alegro mucho y lo felicito de todo corazón. Pero yo no sé nada de eso, se lo aseguro, pues no soy más que un niño, y no quiero poseerlos, ni aspiro a ellos!». De manera que ya ve usted, mi excelente Boythorn, que después de todo estoy listo para ir a cenar.

Aquél no fue sino uno de tantos pequeños diálogos entre ellos, que yo siempre esperaba que terminasen, y oso decir que en otras circunstancias hubieran terminado en una explosión violenta por parte de nuestro anfitrión. Pero éste tenía un sentido tan elevado de su posición y su responsabilidad como anfitrión nuestro, y mi Tutor se reía tan sinceramente con y de nuestro señor Skimpole, como si fuera un niño que se pasara el día haciendo pompas de jabón y reventándolas, que las cosas nunca pasaron a mayores. El señor Skimpole, que siempre parecía perfectamente inconsciente de que pisaba terreno delicado, se ponía entonces a empezar un dibujo del parque, que nunca terminaba, o a tocar fragmentos de arias en el piano, o a cantar fragmentos de canciones, o se tumbaba boca arriba debajo de un árbol y miraba al cielo…, lo que, según decía, no podía por menos de pensar que era para lo que había nacido, tan bien le sentaba.

—A mí me encantan la empresa y el esfuerzo —nos decía (recostado de espaldas)—. Creo que soy un auténtico cosmopolita. Me parecen cosas magníficas. Me recuesto en un sitio sombreado, como éste, y pienso en los espíritus aventureros que van al Polo Norte, o que penetran en el corazón de la Zona Tórrida, y los admiro. Las gentes mercenarias se preguntan: «¿De qué sirve que vaya alguien al Polo Norte? ¿Qué utilidad tiene?». Yo no lo sé, pero en la medida en que
pueda yo
saberlo quizá vaya allí (aunque no lo sepa) con objeto de darme qué pensar mientras yo estoy aquí recostado. Tomemos un caso extremo. Tomemos el caso de los esclavos de las plantaciones de los Estados Unidos. Estoy seguro de que los hacen trabajar mucho. Estoy seguro de que en general no les gusta. Estoy seguro de que básicamente su existencia es desagradable, pero a mí me pueblan el paisaje, le infunden poesía, y quizá sea ése uno de los aspectos más agradables de su existencia. Tengo plena conciencia de ello y no me extrañaría nada que así fuera.

Yo siempre me preguntaba en aquellas ocasiones si alguna vez pensaba en la señora Skimpole y sus hijas, y cómo las enfocaba desde su punto de vista cosmopolita. Que yo pudiera ver, apenas si figuraban en su vida.

Pasó la semana hasta el domingo siguiente al de aquellas palpitaciones de mi corazón en la iglesia, y todos los días habían sido tan claros, y el cielo había estado tan azul, que había resultado de lo más delicioso el vagabundear por los bosques y ver cómo se filtraba la luz entre las hojas transparentes y brillaba en las hermosas sombras entrelazadas de los árboles, mientras las aves trinaban sus canciones y el aire sesteaba con el zumbido de los insectos. Teníamos un punto predilecto, lleno de musgo y de hojas del año pasado, donde había algunos árboles caídos que ya habían perdido toda la corteza. Sentados en medio de ellos contemplábamos un panorama verde lleno de miles de columnas naturales, los troncos blanqueados de los árboles, en una perspectiva distante que resultaba radiante por su contraste con la sombra en la que nos hallábamos nosotros, y preciosa por el lugar abovedado desde el que la veíamos, como un atisbo de la tierra prometida. Un sábado estábamos allí sentados el señor Jarndyce, Ada y yo, hasta que oímos el murmullo del trueno a lo lejos, y sentimos que caían grandes gotas de lluvia entre las hojas.

Toda la semana había hecho un tiempo muy bochornoso, pero la tormenta llegó de forma tan inesperada (al menos para nosotros, en aquel refugio natural) que antes de que pudiéramos llegar al límite del bosque eran constantes los truenos y los relámpagos, y la lluvia caía torrencial entre las hojas, igual que si cada gota fuera un gran perdigón de plomo. Como no era momento de quedarse entre los árboles, salimos corriendo del bosque y subimos y bajamos por los escalones cubiertos de musgo que cruzaban la valla de la plantación como dos escaleras de anchos pasos, la una de espaldas a la otra, y nos dirigimos al pabellón de uno de los guardabosques, que estaba allí cerca. Habíamos observado muchas veces la belleza sombría de aquel pabellón que se erguía en medio de una profunda arboleda sombría, y cómo lo rodeaba la hiedra, y que allí cerca había una profunda hondonada, donde una vez habíamos visto cómo el perro del guardabosques se hundía entre los helechos como si éstos fueran agua.

El interior del pabellón estaba tan oscuro, ahora que se había nublado el cielo, que no vimos claramente más que al hombre que vino a la puerta cuando nos refugiamos allí y nos sacó dos sillas, una para Ada y otra para mí. Las ventanas de rejilla estaban abiertas de par en par, y nos quedamos sentados justo al lado de la puerta, contemplando la tormenta. Era magnífico ver cómo se levantaba el viento, que doblaba los árboles e impulsaba a la lluvia ante sí, como una nube de humo, y escuchar el trueno solemne, y ver los relámpagos, y mientras pensábamos reverentes en las enormes fuerzas que dominaban nuestras vidas, en lo benéficas que son, y cómo en la más pequeña de las flores y de las hojas existía ya una frescura derivada de aquella cólera aparente, que parecía como una nueva Creación.

—¿No resulta peligroso sentarse en un sitio tan descubierto?

—¡Oh, no, Esthercita! —dijo Ada pausadamente.

Ada se dirigía a mí, pero yo no había dicho nada.

Volví a sentir palpitaciones. Nunca había oído aquella voz, igual que nunca había visto aquella cara, pero me afectó del mismo modo extraño. Una vez más, en un momento, surgieron en mi mente innumerables imágenes de mí misma.

Lady Dedlock había ido a refugiarse en el pabellón, antes de que llegáramos nosotros, y acababa de surgir de la oscuridad de su interior. Estaba detrás de mi silla, con la mano apoyada en el respaldo. Vi que tenía la mano puesta cerca de mi hombro cuando volví la cabeza.

—¿Te he asustado? —preguntó.

No. No era un susto. ¡Por qué iba yo a asustarme!

—Creo —dijo Lady Dedlock a mi Tutor —que tengo el gusto de hablar con el señor Jarndyce.

—El que usted me recuerde me honra más de lo que hubiera podido yo suponer, Lady Dedlock —replicó él.

—Lo reconocí a usted en la iglesia el domingo. Lamento que estos pleitos locales de Sir Leicester (aunque creo que no son culpa suya) hayan hecho que resultara absurdamente difícil saludarlo a usted allí.

—Conozco las circunstancias —contestó mi Tutor con una sonrisa—, y me considero perfectamente saludado.

Ella le había dado la mano con aquel aire indiferente que parecía habitual en ella, y le había hablado con un tono igual de indiferente, aunque con voz muy agradable. Tenía tanta prestancia como belleza, y estaba perfectamente controlada; me pareció que tenía aspecto de poder atraer e interesar a cualquiera, si ella quería. El guardabosques le trajo una silla y se sentó en medio del porche y entre nosotras dos.

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