Casa desolada (83 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Sería inútil preguntar ahora por qué no me acercaba nunca a la mansión, ni entré jamás en ella. La familia no estaba, según había sabido a mi llegada, ni se la esperaba en lo inmediato. No es que yo careciera de curiosidad ni de interés por el edificio; por el contrario, muchos veces me quedaba sentada allí, preguntándome cómo estarían ordenados los aposentos, y si era verdad que de vez en cuando resonaban ecos de pasos, como decían las consejas, en el solitario paseo del Fantasma. Es posible que la indefinible sensación que me había causado Lady Dedlock tuviera alguna influencia en cuanto a mantenerme distanciada de la casa incluso cuando no estaba ella. No estoy segura. Naturalmente, yo relacionaba su cara y su figura con la casa, pero no puedo decir que fuera aquello lo que me alejaba, aunque algo había que lo hacía. Por el motivo que fuese, o por ningún motivo, no me había acercado allí, hasta el día al que llega ahora mi relato.

Estaba yo descansando en mi lugar favorito, tras un largo paseo, y Charley estaba cogiendo violetas bastante lejos de mí. Yo había estado contemplando el Paseo del Fantasma, que yacía en las sombras de un grueso muro, a lo lejos, e imaginándome la forma femenina que, según decían, lo recorría, cuando advertí que se me acercaba una figura por el bosque. La perspectiva era tan distante, y estaba tan sumida en la penumbra por las hojas y por las sombras que las ramas lanzaban sobre el suelo, que dificultaban mucho más la visión, que al principio no pude discernir de qué figura se trataba. Poco a poco resultó ser la de una mujer, la de una dama, la de Lady Dedlock. Estaba sola, y se acercaba a donde estaba yo, advertí con sorpresa, con un paso mucho más rápido de lo habitual en ella.

Me extrañó verla tan cerca de improviso (casi estaba al alcance de la voz cuando descubrí que era ella), y me hubiera levantado para continuar mi paseo. Pero no pude. Me quedé paralizada. No tanto por el gesto apresurado de súplica que me hizo, no tanto por lo rápido de su paso y la forma en que me alargó las manos, no tanto por la gran modificación que había sufrido su comportamiento y por la desaparición de su parte altiva, sino por algo que se le veía en la cara y que yo había soñado y ansiado cuando era niña; algo que no había visto nunca en ningún rostro; algo que nunca antes había visto en el suyo.

Me invadió una sensación de temor y de debilidad, y llamé a Charley. Inmediatamente Lady Dedlock se detuvo y recuperó casi el ser que antes había conocido yo en ella.

—Señorita Summerson, temo haberla asustado —dijo, avanzando ya con más lentitud—. No, puede usted haberse recuperado del todo. Ya sé que ha estado usted muy enferma. Me sentí muy preocupada al saberlo.

Me resultaba tan imposible apartar la mirada de aquella cara pálida como moverme del banco en el que estaba sentada. Me dio la mano, y la frialdad mortal de aquella mano, tan diferente de la compostura forzada de sus facciones, ahondó la fascinación que me embargaba. No sé decir qué predominaba en mis pensamientos agitados.

—¿Ya se va usted recuperando? —me preguntó amablemente.

—Hace un momento estaba muy bien, Lady Dedlock.

—¿Ésta es la mocita que la cuida?

—Sí.

—¿Quiere usted decirle que vaya por delante, y volver andando a su casa conmigo?

—Charley —dije—, llévate las flores a casa; yo te sigo inmediatamente.

Charley, con su reverencia más exquisita se ató ruborizada las cintas del sombrero y se fue. Cuando desapareció, Lady Dedlock se sentó a mi lado en el banco.

No puedo expresar con palabras cuál era mi estado de ánimo cuando vi que me pasaba el pañuelo, el mismo con el que había tapado yo al bebé muerto.

La miré, pero no pude verla, no podía ni respirar. El corazón me latía de forma tan violenta y desordenada que me pareció que se me escapaba la vida. Pero cuando me apretó contra su pecho, me besó, lloró conmigo, se compadeció de mí y me hizo recuperar mis sentidos, cuando cayó de rodillas ante mí y me exclamó: «¡Ay, hija mía, soy tu madre perversa y desgraciada! ¡Ay, trata de perdonarme!», cuando la vi a mis pies en la tierra desnuda, tan afligida, sentí, en medio del tumulto de mis emociones, un estallido de gratitud a la Providencia de Dios por haberme cambiado tanto que nunca podría crearle un problema con nuestro parecido, porque ahora nadie podía mirarme a mí y mirarla a ella y pensar ni remotamente que pudiera existir un parentesco estrecho entre nosotras.

Hice que se levantara mi madre y le rogué que no siguiera hincada ante mí, tan afligida y humillada. Lo hice con frases cortadas e incoherentes, pues, además de la agitación que sentía, me daba miedo verla a mis pies; le dije (o traté de decirle) que de suponer que me incumbiera a mí, su hija, arrogarme el derecho de perdonarla en cualesquiera circunstancias, la perdonaba y lo había hecho desde hacía muchísimos años. Le dije que mi corazón estaba lleno de amor hacia ella, que se trataba de un amor natural y que nada de lo que hubiera pasado lo había cambiado ni podía cambiar. Que no me incumbía a mí, la primera vez que me apoyaba en el seno de mi madre, pedirle cuentas por haberme dado la vida, sino que tenía la obligación de bendecirla y recibirla, aunque todo el mundo le diera la espalda, y que lo único que le pedía era el permiso para hacerlo. Abracé a mi madre y ella me abrazó a mí, y en aquel bosque silencioso, en el silencio de aquel día de verano, pareció como si todo estuviera en calma, salvo nuestras dos almas agitadas.

—Es demasiado tarde —gimió mi madre— para bendecirme y recibirme. Debo recorrer a solas mi áspero camino, y que me lleve adónde me lleve. Hay días; hay incluso horas, en que no veo el camino que se abre ante mis pies culpables. Este es el castigo terrenal que me he merecido. Lo soporto y lo oculto.

Incluso cuando pensaba en lo que había de soportar se envolvía como en un manto en su aire habitual de orgullosa indiferencia, aunque pronto volvía a deshacerse de él.

—He de mantener este secreto por todos los medios posibles, y no sólo por mí misma. Tengo un marido, ¡yo, este ser maldito y deshonroso!

Profirió aquellas palabras con un grito sofocado de desesperación, cuyo sonido era más terrible que cualquier chillido. Se tapó la cara con las manos y se apartó de mis brazos, como si no quisiera que la tocara, y no pude, pese a utilizar toda mi capacidad de persuasión ni a rogárselo, lograr que se levantara. Dijo que no, que no, que no, que no podía hablarme más que en aquella postura; en todas partes tenía que mostrarse orgullosa y desdeñosa, aquí tenía que ser humilde y mostrarse avergonzada, pues eran los únicos momentos naturales de su vida.

Mi pobre madre me dijo que durante mi enfermedad casi se había puesto frenética. Se acababa de enterar de que su hija vivía. Antes no sospechaba que esa hija era yo. Me había seguido hasta aquí para hablarme por única vez en la vida. Nunca podríamos estar juntas, nunca podríamos comunicarnos, probablemente a partir de entonces nunca podríamos intercambiar una sola palabra en este mundo. Me puso en las manos una carta que había escrito para que no la leyera más que yo, y me dijo que cuando la hubiera leído y destruido (no tanto por ella, porque ella no perdía nada, sino por su marido y por mí), la considerase muerta para siempre. Si yo podía creer que me amaba, en esta agonía en la que veía, con amor de madre, me pedía que lo hiciera, porque entonces yo podría pensar en ella con más compasión, al imaginar lo que había sufrido. Ella se había colocado más allá de toda esperanza; más allá de toda ayuda. Tanto si mantenía el secreto hasta su muerte como si se descubría y ello acarreaba la deshonra y el vilipendio para el nombre de su marido, sería siempre ella quien tendría que combatir a solas, y no se le podía ofrecer ningún cariño, ni había criatura humana que pudiera prestarle ayuda.

—Pero, ¿está a salvo el secreto ahora mismo? —pregunté— ¿Está a salvo ahora mismo, madre mía querida?

—No —replicó mi madre—. Casi se ha descubierto. Se salvó por accidente. Se puede descubrir por otro accidente…, mañana, cualquier día.

—¿Tienes miedo de alguien en concreto?

—¡Chist! No tiembles ni llores tanto por mí. No merezco esas lágrimas —dijo mi madre besándome las manos—. Hay alguien a quien temo mucho.

—¿Un enemigo?

—No es un amigo. Es una persona demasiado desapasionada para ser ninguna de las dos cosas. Es el abogado de Leicester Dedlock, que es de una fidelidad mecánica y muy cuidadoso del lucro, los privilegios y la reputación que comporta el poseer los misterios de las grandes casas.

—¿Sospecha algo?

—Mucho.

—¿De ti? —dije alarmada.

—¡Sí! Siempre está muy alerta, y siempre está cerca de mí. Puedo ponerle freno, pero nunca logro deshacerme de él.

—¿No tiene piedad ni compasión?

—Ninguna de las cosas, y tampoco siente ira. Es indiferente a todo lo que no sea su profesión. Su profesión consiste en adquirir secretos y en mantenerse en posesión del poder que le confieren, sin que nadie los puede compartir ni oponerse a él.

—¿Podrías confiar en él?

—Jamás lo intentaré. El tenebroso camino que llevo recorriendo desde hace tantos años acabará donde acabe. Lo recorreré sola hasta el final, dondequiera se halle éste. Quizá esté cerca y quizá esté lejos; mientras dure el camino nada me hará volverme atrás.

—¿Tan decidida estás, madre querida?

—Estoy decidida. Llevo mucho tiempo oponiendo a la tontería más tontería, al orgullo más orgullo, al desdén más desdén, a la insolencia más insolencia, y he superado muchas vanidades a base de tener yo muchas más. Voy a sobrevivir a este peligro, que desaparecerá antes que yo, si puedo. Ahora me cerca, de una manera casi tan aterradora como si estos bosques de Chesney Wold estuvieran cercando la casa, pero en todo caso mi camino está trazado. No tengo más que uno; no puedo tener más que uno.

—El señor Jarndyce… —empecé a decir, cuando mi madre me preguntó inquieta:

—¿Sospecha algo él?

—No —dije—. ¡Te aseguro que no! ¡Puedes estar segura! —y le conté lo que me había dicho él que sabía de mi historia— Pero es tan bueno y tan sensible, que quizá si lo supiera…

Mi madre, que hasta aquel momento no había cambiado de postura, me llevó una de sus manos a los labios y me hizo callar.

—Confía cabalmente en él —dijo al cabo de un momento—. Tienes mi permiso… ¡Un pequeño regalo de tal madre a su hija ofendida!… Pero no me lo cuentes. Todavía me queda algo de orgullo.

Expliqué lo mejor que pude entonces o que puedo recordar ahora (pues mi agitación y mi preocupación por todo eran tan grandes que apenas si podía comprenderme yo misma; pese a que todas las palabras que decía la voz de mi madre, tan poco conocida, con la que nunca me había dormido cantando una nana, que nunca me había bendecido, que nunca me había inspirado una esperanza creaban en mí una impresión muy duradera), digo que expliqué, o lo intenté, que mi única esperanza era que el señor Jarndyce, que había sido el mejor de los padres para mí, pudiera aportarle algún consejo y apoyo. Pero mi madre dijo que no, que era imposible, que nadie podía ayudarla. Tenía que recorrer ella sola el desierto que se abría ante ella.

—¡Hija mía, hija mía! —me dijo—. ¡Por última vez! ¡Unos últimos besos! ¡Abrázame por última vez! No nos veremos más. Si quiero hacer lo que trato de hacer debo ser lo que llevo tanto tiempo siendo. Ésa es mi recompensa y ése es mi castigo. ¡Si oyes hablar de la brillante, próspera y admirada Lady Dedlock, piensa en tu madre, agobiada por su conciencia bajo esa máscara! ¡Piensa que la realidad son sus sufrimientos, sus remordimientos inútiles, la forma en que aniquila en su seno el único amor y la única verdad de lo que es capaz! ¡Y después perdónala si puedes, y pide al Cielo que la perdone, cosa que nunca podrá!

Todavía seguimos abrazadas un rato, pero ella era tan firme que me apartó las manos y me las volvió a poner en el pecho, y con un último beso mientras me las retenía allí, las soltó y volvió a adentrarse por el bosque. Me quedé sola, y debajo de mí, apacible y silenciosa entre el sol y la sombra estaba la vieja mansión, con sus terrazas y sus torretas, sumida en lo que me había parecido un reposo tan total la primera vez que la vi, pero ahora me parecía un centinela obstinado e implacable de los sufrimientos de mi madre.

Estupefacta como estaba yo, tan débil e indefensa como cuando caí enferma, la necesidad de protegernos contra el peligro del descubrimiento, o incluso de la más remota sospecha, me fue útil. Tomé todas las precauciones posibles para ocultar a Charley que había estado llorando, y me forcé a pensar en todas las sagradas obligaciones que ahora me incumbían de permanecer tranquila e imperturbable. Me costó algún tiempo lograrlo, e incluso contener mis estallidos de dolor, pero al cabo de aproximadamente una hora me sentí mejor y consideré que podía volver. Fui a casa muy despacio, y dije a Charley, a quien encontré en el portón mirando a ver si llegaba, que me había sentido tentada de alargar el paseo cuando se marchó Lady Dedlock, y que estaba muy cansada y quería acostarme. Una vez a salvo en mi habitación leí la carta. De ella deduje claramente (lo que era mucho en aquel momento) que mi madre no me había abandonado. Su hermana mayor y única, la madrina de mi infancia, había descubierto indicios de que yo seguía viva cuando ya me habían dado por muerta y, con su severo sentido del deber, aunque no deseaba mi vida para nada, me había criado en el mayor de los secretos, y desde pocas horas de nacer yo nunca había vuelto a verse con mi madre. Tan extrañas eran las condiciones de mi existencia que hasta hacía muy poco tiempo yo nunca había existido, que mi madre supiera, no había respirado, estaba enterrada, jamás había gozado de la vida, no tenia ni siquiera un nombre. La primera vez que me había visto en la iglesia se había asustado, y había pensado cómo sería una niña que se me hubiera parecido tanto de haber vivido yo y seguido viva, pero de momento nada más.

Huelga repetir aquí las demás cosas que me decía la carta. Ya ocuparán su tiempo y su lugar en mi relato.

De lo primero que me ocupé fue de quemar lo que me había escrito mi madre, y de consumir hasta sus cenizas. Espero que no parezca antinatural ni perverso por mi parte el que después empezara a pensar tristemente que era una pena el que me hubieran salvado. Que me pareciese que hubiera sido mejor y más agradable para muchos el que de verdad yo no hubiera llegado nunca a respirar. Que me sintiera aterrada de mí misma, como un peligro y una posible deshonra para mi propia madre y para un encumbrado apellido. Que me sintiera tan confusa y tan conmovida como para estar poseída del convencimiento de que lo lógico, y lo predestinado habría sido que yo hubiera muerto al nacer, y que lo malo, y lo no predestinado, era que siguiera viva.

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