Casa desolada (86 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

¡Mi pobre Richard! Desde luego que lo había estado pensando mucho. Se veía claramente en su cara, en su voz, en su actitud.

—De manera que le he dicho (quiero que sepas que le he escrito una carta sobre el tema) que estamos enfrentados, y que más vale enfrentarnos abiertamente que a escondidas. Le doy las gracias por su buena voluntad y su protección, y que él siga su camino, y yo seguiré el mío. El hecho es que nuestros caminos no son los mismos. Conforme a uno de los testamentos impugnados, me debe corresponder a mí mucho más que a él. No quiero decir que vaya a ser este testamento el que se ratifique, pero ahí está, y tiene posibilidades.

—No hace falta que me digas tú que has escrito esa carta, mi querido Richard. Ya había oído hablar de ella, y no escuché una palabra de amargura ni de cólera.

—¿Ah, sí? —replicó Richard, ablandándose—. Celebro haber dicho que era una persona honorable, aparte de todo este maldito asunto. Pero siempre lo he dicho y nunca lo he dudado. Ahora bien, mi querida Esther, ya sé que estas opiniones mías deben de parecerte muy duras, y lo mismo le parecerán a Ada cuando le cuentes lo que hemos hablado. Pero si te hubieras adentrado en el caso como lo he hecho yo, si hubieras estudiado los documentos como hice yo cuando estaba en el bufete de Kenge, si supieras qué acumulación entrañan de cargos y contracargos, de sospechas y contrasospechas, me creerías moderado en comparación.

—Quizá —respondí—. Pero, Richard, ¿crees que en todos esos documentos hay muchos que digan la verdad y lo que es justo?

—En alguna parte del caso tienen que hallarse la verdad y la justicia, Esther.

—O se hallaron alguna vez, hace mucho tiempo —comenté.

—Se hallan, se hallan, se deben hallar en alguna parte —continuó diciendo Richard impetuosamente—, y hay que descubrirlas. La forma de sacarlas a la luz no es convertir a Ada en una forma de sobornarme, de mantenerme en silencio. Tú dices que el pleito me está haciendo cambiar. John Jarndyce dice que cambia, que ha cambiado y que cambiará a todos los que intervienen en él. Entonces, tanta más razón tengo yo al decidir que he de hacer todo lo que pueda para ponerle fin.

—¡Todo lo que puedas, Richard! ¿Crees que en todos estos años no ha habido otros que han hecho todo lo que han podido? ¿Se han allanado las dificultades gracias a tantos fracasos?

—No puede durar eternamente —dijo Richard, en el cual volvía a renacer una terquedad que me recordó la misma triste imagen de unos momentos antes—. Yo soy joven y decidido, y son muchas las veces en que la energía y la decisión han hecho milagros. Otros no se han metido en el asunto más que a medias. Yo me consagro a él. Lo convierto en el objetivo de mi vida.

—¡Tanto peor, mi querido Richard, tanto peor!

—No, no, no; no tengas miedo por mí —me replicó afectuosamente—. Eres una muchacha cariñosa, buena, prudente, tranquila, magnífica; pero tienes tus prejuicios. Por eso vuelvo a John Jarndyce. Te digo, mi buena Esther, que cuando él y yo teníamos la relación que tan cómoda le resultaba a él, no era una relación natural.

—¿Te parece que lo natural son la discordia y la animosidad, Richard?

—No, no digo eso. Quiero decir que todo este asunto nos coloca en una relación antinatural, con la que es incompatible toda relación natural. ¡Mira, otro motivo para acelerarlo! Cuando termine, quizá comprenda que me he equivocado con John Jarndyce. Cuando me libere de él, es posible que se me aclaren las cosas, y entonces quizá esté de acuerdo con lo que tú dices. Muy bien. Entonces lo reconoceré y le presentaré mis excusas.

¡Todo aplazado hasta aquel momento imaginario! ¡Todo suspendido en la confusión y la indecisión hasta entonces!

—Y ahora, confidente mía —dijo Richard—, quiero que mi prima Ada comprenda que no soy insidioso, inconstante y terco con John Jarndyce, sino que estoy respaldado por este objetivo y estas razones; quiero exponérselo a ella por conducto tuyo, porque tiene en gran estima y respeto a su primo John, y sé que tú explicarás el rumbo que sigo, aunque lo desapruebes, y…, y en resumen —dijo Richard, que titubeaba al pronunciar aquellas palabras—, yo…, yo no quiero presentarme como una persona litigiosa, pugnaz y suspicaz a ojos de una chica tan confiada como Ada.

Le dije que con estas últimas palabras era más fiel a sí mismo que en todo lo que había dicho hasta entonces.

—Bueno, querida mía —reconoció Richard—, es posible que sea así. A mí también me lo parece. Pero ya volveré a mi ser. Entonces haré todo lo que haga falta, no temas.

Le pregunté si aquello era todo lo que deseaba que le dijera yo a Ada.

—No todo —dijo Richard—. No puedo dejar de decirle que John Jarndyce contestó a mi carta en su tono habitual, encabezándola con un «Querido Rick», y que trató de disuadirme de mis opiniones y me dijo que no afectaban a su actitud (todo lo cual está muy bien, claro, pero no cambia las cosas). También quiero que Ada sepa que si bien ahora la vengo a ver poco a menudo, velo tanto por sus intereses como por los míos, porque los dos estamos exactamente en la misma situación, y que espero que no crea, por algún rumor fugaz que le llegue, que soy frívolo ni imprudente; por el contrario, no ceso de desear que termine el pleito, y mis planes van siempre en ese sentido. Como ya soy mayor de edad, y he adoptado la medida que he adoptado, me considero libre de toda responsabilidad ante John Jarndyce; pero como Ada sigue estando bajo la tutela del Tribunal, no le pido que renueve nuestro compromiso. Cuando esté en libertad para actuar por su cuenta, yo habré vuelto a mi ser, y ambos estaremos en circunstancias materiales muy distintas, creo. Si le dices todo esto, con la ventaja de tus dulces modales, me harás un favor enorme y muy amable, mi querida Esther, y atacaré con mayor vigor el caso Jarndyce y Jarndyce. Naturalmente, no te pido que me guardes el secreto en Casa Desolada.

—Richard —le dije—, confías mucho en mí, pero me temo que no vas a aceptarme ningún consejo, ¿verdad?

—Acerca de este tema no puedo aceptarlo, hija mía. Acerca de cualquier otro, con mucho gusto.

¡Como si hubiera algún otro tema en su vida! ¡Como si toda su carrera y toda su personalidad no tuvieran un solo y único norte!

—Pero, ¿puedo hacerte una pregunta, Richard?

—Creo que sí —me dijo, riendo—. Si no me la puedes hacer tú, no sé quién va a poder.

—Tú mismo dices que no llevas una vida muy asentada.

—¿Cómo iba a llevarla, Esther, cuando nada está asentado?

—¿Has vuelto a contraer deudas?

—Naturalmente que sí —contestó Richard, asombrado de mi simpleza.

—¿Es lo natural?

—Pues claro, hija mía. No puedo meterme de forma tan absoluta en algo sin realizar algunos gastos. Olvidas, o quizá no sepas, que conforme a cualquiera de los testamentos, a Ada y a mí nos corresponde algo. Se trata únicamente de decidir si serán las sumas mayores o las menores. En todo caso, quedaré a cubierto. Bendita seas, hija mía —dijo Richard, muy divertido conmigo—, ¡a mí no me va a ir nada mal! ¡Me las arreglaré muy bien, mi querida Esther!

Me sentí tan aterrada ante el peligro que corría él, que intenté, en nombre de Ada, en el de mi Tutor, en el mío propio, por todos los medios fervientes que logré imaginar, advertirle de él, y mostrarle algunos de los errores que estaba cometiendo. Acogió todo lo que le dije con paciencia y amabilidad, pero todo rebotaba contra él sin surtir el menor efecto. No me extrañó, tras la forma en que su mente preocupada había recibido la carta de mi Tutor, pero decidí volver a probar con la influencia de Ada.

De manera que cuando nuestro paseo nos hizo volver al pueblo y me fui a desayunar, preparé a Ada para lo que le iba a contar, y le dije exactamente qué motivos teníamos para temer que Richard fuera a perderse y a destrozar totalmente su vida. Naturalmente, ella se sintió muy desgraciada, aunque tenía mucha más fe en la capacidad de él para corregir sus errores de la que hubiera podido tener yo (¡lo cual era tan natural y tan encantador en mi ángel!), y poco después le escribió la siguiente cartita:

Mi querido primo:

Esther me ha contado todo lo que le has dicho esta mañana. Te escribo para repetirte con absoluta sinceridad todo lo que te ha dicho ella y para informarte de lo segura que estoy de que tarde o temprano verás que nuestro primo John es un modelo de veracidad, de sinceridad y de bondad, y lamentarás profundamente haberle hecho tanto daño (aunque haya sido sin querer).

No sé exactamente cómo escribir lo que quiero decirte ahora, pero confío en que comprenderás el sentido en el que quiero decírtelo. Siento un cierto temor, mi querido primo, de que quizá sea en parte por mí por lo que te estás creando tanta infelicidad, y si tú eres infeliz, también yo lo soy. Si es así, o si piensas mucho en mí al hacer lo que estás haciendo, te ruego y te suplico encarecidamente que desistas. No puedes hacer nada por mí que me pueda hacer ni la mitad de feliz como el volver la espalda a la sombra bajo la que ambos nacimos. No te enfades conmigo por decirte esto. Te ruego, querido Richard, te ruego que por mí y por ti mismo, y con una repugnancia natural por esa fuente de problemas que tuvo parte de culpa en que nos quedáramos huérfanos cuando ambos éramos pequeños, te ruego que la abandones para siempre. Ya tenemos motivos para saber que todo este asunto no contiene nada de bueno ni ninguna esperanza, que de él no nos pueden venir sino desgracias.

Mi querido primo, huelga que te diga que eres totalmente libre y que es muy probable que encuentres a alguien a quien amar mejor que a tu primer amor. Estoy segura, si me permites decirlo, que el objeto de tu elección preferiría con mucho seguir tu destino por el mundo entero, en la riqueza o en la pobreza, y verte feliz, cumpliendo con tu deber y siguiendo la vocación que has escogido, que tener la esperanza de ser, o incluso el hecho de ser, muy rica contigo (de suponer que ello fuera posible) a costa de años angustiosos de aplazamientos y ansiedad, y de tu indiferencia a otros objetivos. Quizá te extrañe que te lo diga con tanta seguridad cuando tan escasos son mis conocimientos y mi experiencia, pero lo sé con toda certidumbre en el fondo de mi corazón.

Siempre, mi querido primo, seré tu cariñosa,

ADA

Aquella nota hizo que Richard viniera a vernos en seguida, pero lo hizo cambiar poco o nada. Ya veríamos, nos dijo, quién tenía razón y quién no, ya nos iba a enseñar… ¡ya lo veríamos! Estaba animado y ardoroso, como si la ternura de Ada lo hubiera complacido, pero yo no pude por menos de esperar, con un suspiro, que la carta tuviera más efecto sobre él cuando la volviera a leer que el apreciable hasta ese momento.

Como iban a quedarse con nosotras hasta el día siguiente, y habían tomado billetes para volver en la diligencia de la mañana, busqué una oportunidad de hablar con el señor Skimpole. Como nos pasábamos el tiempo al aire libre, me resultó muy fácil encontrar una, y le dije delicadamente que el dar alas a Richard comportaba una cierta responsabilidad.

—¿Responsabilidad, mi querida señorita Summerson? —repitió él, repitiendo aquella palabra con la más agradable de las sonrisas—. Yo sería el último de los mortales a quien aplicar ese concepto. No he sido responsable en mi vida, y no puedo serlo.

—Me temo que todo el mundo tiene la obligación de serlo —dije con bastante timidez, pues él era mucho mayor e inteligente que yo.

—¿No me diga usted? —replicó el señor Skimpole, recibiendo aquella información con una sorpresa jocosa de lo más agradable—. Pero no todo el mundo tiene la obligación de ser solvente, ¿verdad? Yo no lo soy. Nunca lo he sido. Mire, mi querida señorita Summerson —dijo, sacándose un puñado de monedas del bolsillo—, esto es dinero. No tengo ni idea de cuánto. Digamos que son cuatro chelines y nueve peniques…, digamos que son cuatro libras y nueve chelines. Según me dicen, debo mucho más que eso. Seguro que sí. Seguro que tengo tantas deudas como me acepta la gente de buen carácter. Si ellos no me frenan, ¿por qué me voy a frenar yo? Y, en resumen, ése es Harold Skimpole. Si eso es tener responsabilidad, entonces tengo responsabilidad.

La perfecta tranquilidad con la que se volvió a meter el dinero en el bolsillo y se me quedó mirando con una sonrisa en su rostro refinado, como si hubiera estado mencionando algo curioso relativo a otra persona, casi me dio la sensación de que verdaderamente él no tenía nada que ver con todo aquello.

—Pero cuando me habla usted de responsabilidades —continuó diciendo—, estoy dispuesto a afirmar que nunca he tenido la dicha de conocer a nadie a quien pudiera considerar tan agradablemente responsable como a usted. Me parece que es usted modelo de la responsabilidad personificada. Cuando la veo a usted, mi querida señorita Summerson, tan consagrada al perfecto funcionamiento de todo el sistemita ordenado del cual es usted el centro, me siento inclinado a decirme, y de hecho muchas veces me digo: ¡eso es responsabilidad!

Después de aquello me resultó difícil explicar lo que quería decir yo, pero persistí hasta el punto de decir que todos esperábamos que refrenara a Richard en las opiniones superoptimistas que mantenía en aquellos momentos, en lugar de confirmarlo en ellas.

—Con sumo gusto —replicó—, si pudiera. Pero, mi querida señorita Summerson, yo no soy artificioso, no sé disimular. Si me toma de la mano y me conduce alegremente por Westminster Hall en busca de la Fortuna, he de ir con él. Si me dice: «¡Skimpole, entra en el baile!», he de entrar en él. Ya sé que no es lo que dicta el sentido común, pero es que yo no tengo sentido común.

—Es una verdadera lástima por Richard —dije.

—¿Lo cree usted? —me preguntó Skimpole—. No diga eso, no diga eso. Supongamos que estuviera en compañía del Sentido Común, hombre excelente, muy arrugado, horriblemente práctico, con cambio de un billete de diez libras en cada bolsillo, con un bloc cuadriculado de cuentas en cada mano, o sea, en todos los respectos igual que un recaudador de contribuciones. Nuestro querido Richard, optimista, ardiente, corredor de obstáculos, repleto de poesía como un capullo de rosa, dice a este respetabilísimo compañero: «Veo ante mí una perspectiva dorada, es luminosa, es preciosa, es alegre, ¡ahí voy, a saltos por la naturaleza en persecución de ella!». Inmediatamente, el respetable compañero le da un golpe con el libro de cuentas, le dice, con su estilo literal y prosaico, que él no ve tal cosa, le demuestra que no se trata más que de una serie de honorarios, fraudes, pelucas de crin de caballo y togas negras. Bueno, usted comprenderá que se trata de un cambio para peor, muy sensato, sin duda, pero desagradable. Yo no puedo hacer eso. No tengo el bloc cuadriculado para las cuentas, no tengo en mi personalidad ninguno de los elementos del recaudador de contribuciones, no soy en absoluto respetable ni quiero serlo. ¡Quizá sea raro, pero así es!

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