Casa desolada (30 page)

Read Casa desolada Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

—¿Agua, señorita Summerson? ¡Permítame! Pero en esa copa no, se lo ruego. ¡James, tráeme la copa del Profesor!

Ada admiró mucho unas flores artificiales que había bajo un farol.

—¡Es asombroso lo bien que se conservan! —exclamó el señor Badger—. Se las regalaron a la señora Bayham Badger cuando estuvo en el Mediterráneo.

Invitó al señor Jarndyce a tomar un vaso de clarete.

—¡Ese clarete no! —dijo—. ¡Perdón! Esta es toda una ocasión, y para las ocasiones tengo un clarete muy especial (¡James, el vino del Capitán Swosser!). Señor Jarndyce, éste es un vino que importó el Capitán, no le voy a decir hace cuántos años. Lo encontrará usted muy interesante. Cariño mío, celebraré tomar un poco de este vino contigo (¡James, el clarete del Capitán Swosser para la Señora!). ¡A tu salud, amor mío!

Después de la cena, cuando nos retiramos las damas, nos llevamos con nosotras al primero y segundo maridos de la señora Badger. En el salón, la señora Badger nos hizo un esbozo biográfico de la vida y el servicio del Capitán Swosser antes de su boda, y un relato más minucioso de su vida desde que se enamoró de ella, en un baile dado a bordo del Crippler a los oficiales de aquel navío cuando éste se hallaba amarrado en el puerto de Plymouth.

—¡Qué barco aquel
Crippler
! —dijo la señora Badger meneando la cabeza—. Era una noble nave. Limpia, bien aparejada, de velas tensas, como decía el Capitán Swosser. Perdónenme si de vez en cuando introduzco una expresión náutica; tuve una época muy marinera. El Capitán Swosser amaba aquel barco por causa mía. Cuando lo desguazaron, decía muchas veces que si hubiera sido lo bastante rico para haberse comprado el casco, hubiera hecho poner una placa en las planchas del alcázar donde estuvimos bailando, para señalar el punto donde cayó de una andanada a lo largo de toda la amurada (decía el Capitán Swosser) disparada por mis culebrinas. Utilizaba ese término naval para hablar de mis ojos.

La señora Badger meneó la cabeza, suspiro y contempló su copa.

—El Profesor Dingo era muy distinto del Capitán Swosser —continuó, con una sonrisa triste—. Al principio lo noté mucho. ¡Qué revolución en mi forma de vivir! Pero la costumbre, combinada con la ciencia (sobre todo la ciencia) me habituaron a ella. Como era la única acompañante del Profesor en sus excursiones botánicas, casi olvidé mis navegaciones y me hice toda una erudita. ¡Qué singular es que el Profesor fuera las Antípodas del Capitán Swosser y que el señor Badger no se parezca a ninguno de los dos!

Pasamos después a una narración de las muertes del Capitán Swosser y del Profesor Dingo, ambos de los cuales parecían haber padecido crueles enfermedades. En aquella narración, la señora Badger nos reveló que no había amado locamente más que una vez, y que el objeto de aquella obsesión, cuyo entusiasmo jamás se podría igualar, había sido el Capitán Swosser. El Profesor estaba muriéndose cachito a cachito de la manera más horrible, y la señora Badger nos estaba imitando cómo decía con grandes dificultades: «¿Dónde está Laura? ¡Que me dé Laura la tostada y el agua!», cuando la entrada de los caballeros lo envió de golpe a la tumba.

Aquella tarde observé, como venía observando desde hacía unos días, que Ada y Richard cada vez se aficionaban más a la compañía el uno del otro, lo cual era natural, dado que iban a separarse tan pronto. Por eso no me sentí demasiado sorprendida cuando, al volver a casa y retirarnos Ada y yo al piso de arriba, vi que ella estaba más callada que de costumbre, aunque para lo que no estaba yo preparada era para que se lanzara a mis brazos y empezara a hablar, apartando la mirada.

—¡Querida Esther! —murmuró Ada—. ¡Tengo que contarte un gran secreto!

¡Secretísimo, pequeña mía, pensé yo!

—¿De qué se trata, Ada?

—¡Ay, Esther, no te lo puedes imaginar!

—¿Quieres que lo intente? —pregunté.

—¡Ay, no! ¡No! ¡Te ruego que no! —exclamó Ada, alarmadísima ante la idea de que yo lo adivinara.

—Y ¿qué podrá ser, me preguntó? —dije yo, haciendo como que lo estaba pensando.

—Se trata —dijo Ada, en un susurro— … se trata… ¡de mi primo Richard!

—¡Bueno, guapa mía! —exclamé, dándole un beso en la rubia cabellera, que era lo único que le podía ver—. ¿Qué pasa con él?

—¡Ay, Esther, no te lo puedes ni imaginar!

Era algo tan dulce el tenerla así aferrada a mí, con la cara oculta, y el saber que no lloraba de pena, sino con una explosión de alegría, de orgullo y de esperanza, que no quise ayudarla todavía.

—Dice (ya sé que es una locura, que somos los dos muy jóvenes), pero dice —rompiendo en lágrimas— que me ama, Esther.

—¿Eso dice? ¡Nunca he oído cosa igual! ¡Pero, querida mía, eso ya lo sabía yo desde hace semanas enteras!

¡Qué agradable era ver cómo levantaba Ada, sorprendida, el rostro ruborizado, me asía del cuello y se reía, se sonrojaba y se reía!

—¡Pero, preciosa mía, debes de tomarme por tonta! —le dije—. ¡Es evidente que tu primo Richard te quiere desde hace no sé cuanto tiempo, cariño!

—¡Y sin embargo, nunca has dicho ni una sola palabra! —exclamó Ada, dándome un beso.

—No, amor mío —le contesté—. Esperé a que me lo dijerais.

—Pero ahora que te lo he dicho, no te parece mal, ¿verdad? —replicó Ada.

Aunque hubiera sido la «carabina» con el corazón más duro del mundo, habría conseguido que le dijera que no. Como todavía no lo era, le dije que no sin el menor rebozo.

—Y ahora —le dije—, ya estoy al tanto de la peor noticia.

—¡Ay, no, Esther mía, no es eso lo peor! —gritó Ada, abrazándome más fuerte y volviendo a ponerme la cabeza en el seno.

—¿No? —pregunté—. ¿Ni siquiera eso?

—¡No, ni siquiera eso! —exclamó Ada, negando con la cabeza.

—Pero, ¿es que me vas a decir que…? —empecé a decir en tono de broma.

Pero Ada levantó la cabeza y, sonriendo entre sus lágrimas, exclamó:

—¡Sí, yo también! ¡Tú sabes que yo también! —y después gimió—: ¡Con toda mi alma! ¡Con toda mi alma, Esther!

Le dije, riéndome, que también sabía eso, igual que sabía lo otro. Y nos quedamos sentadas ante la chimenea y durante un rato (aunque no mucho) seguí hablando sólo yo, y Ada se tranquilizó en seguida, feliz.

—¿Crees que mi primo John está enterado, mi querida señora Durden? —me preguntó.

—Salvo que mi primo John esté ciego, encanto mío —le dije—, creo que mi primo John está tan enterado como nosotras.

—Queremos hablar con él antes de que se vaya Richard —dijo Ada tímidamente—, y querríamos que nos aconsejaras y que se lo dijeras. ¿No te importaría que entrase Richard, señora Durden?

—¡Ah! ¿De manera que Richard está ahí fuera? —pregunté.

—No estoy segura del todo —respondió Ada con una sencillez ruborizada que me hubiera conquistado el corazón de no haberlo conquistado ya mucho antes—, pero creo que está esperando a la puerta.

Claro que estaba allí. Tomaron cada uno una silla y me colocaron entre los dos, y parecía que en realidad se hubieran enamorado de mí, en lugar del uno del otro, por la confianza, el cariño y las confidencias que fueron depositando en mí. Continuaron un rato a su propio aire exuberante; yo no les puse freno; aquello me hacía disfrutar demasiado, y después pasamos a considerar gradualmente lo jóvenes que eran, y que habían de pasar varios años antes de que aquel amor juvenil pudiera materializarse, y que no podía desembocar en la felicidad más que si era real y duradero, y los imbuía de una firme resolución de cumplir con sus deberes recíprocos, con constancia, decisión y perseverancia, con una abnegación mutua para siempre. ¡Bien! Richard dijo que estaba dispuesto a matarse a trabajar por Ada, y Ada dijo que estaba dispuesta a matarse a trabajar por Richard, y a mí me dijeron todo género de cosas cariñosas y encantadoras, y allí nos quedamos consultando y charlando hasta tardísimo. Por fin nos separamos. Les prometí que al día siguiente hablaría con su primo John.

Así que cuando llegó el día siguiente, después de desayunar fui a ver a mi tutor, en la habitación que era la sucesora londinense del Gruñidero, y le dije que me habían encargado que le dijera una cosa.

—Bueno, mujercita —dijo, cerrando el libro que estaba leyendo—, si has aceptado el encargo, no puede ser nada malo.

—Espero que no, Tutor —contesté—. Y puedo garantizar que no es ningún secreto. Porque no ocurrió hasta ayer.

—¿Sí? ¿Y que es, Esther?

—Tutor —repliqué—, ¿recuerda usted aquella noche tan feliz en que llegamos a la Casa Desolada? ¿Cuándo Ada cantó en la habitación a oscuras?

Deseaba yo que recordase cómo los había mirado él entonces. Si no me equivoco, vi que lo había conseguido.

—Porque… —continué con un pequeño titubeo.

—¡Sí, hija mía! —dijo—. No te apresures.

—Porque… —seguí diciendo— Ada y Richard se han enamorado. Y se lo han dicho el uno al otro.

—¡Tan pronto! —exclamó mi tutor, muy asombrado.

—¡Sí! —dije—. Y a decir verdad, Tutor, ya me lo esperaba yo.

—¡No me digas!

Se quedó pensándolo unos instantes, sonriendo de aquella manera tan suya, tan hermosa y tan amable al mismo tiempo, mientras iba cambiando de gesto, y después me pidió que les comunicara que quería verlos. Cuando vinieron pasó un brazo paternalmente por los hombros de Ada y se dirigió a Richard con animada seriedad:

—Rick —dijo el señor Jarndyce—: celebro haber merecido tu confianza. Espero conservarla. Cuando contemplé estas relaciones entre nosotros cuatro, que tanto han iluminado mi vida y que la han llenado de tantos intereses y placeres nuevos, la verdad es que también contemplé, para un futuro distante, la posibilidad de que tú y tu bella prima (¡no seas tan tímida, Ada, no seas tan tímida hija mía!) tuvierais la idea de recorrer juntos el camino de la vida. Percibí entonces, como sigo percibiendo ahora, muchos motivos por lo que eso era de desear. ¡Pero era para dentro de mucho tiempo, Rick, mucho tiempo!

—Nosotros pensamos en dentro de mucho tiempo, señor —respondió Richard.

—¡Bien! —dijo el señor Jarndyce—. Eso es racional. ¡Y ahora escuchadme, hijos míos! Podría deciros que todavía no sabéis lo que queréis, que pueden pasar mil cosas que os separen, que hay muchas posibilidades de que esta cadena de flores que habéis hecho se llegue a romper, o a convertir en una cadena de plomo. Pero no voy a decíroslo. Estoy seguro de que eso es algo que comprenderéis pronto, si es que alguna vez lo comprendéis. Quiero suponer que dentro de unos años seguiréis sintiendo en vuestros corazones lo mismo que sentís hoy. Lo único que os pediré antes de hablaros a partir de ese supuesto es que
si efectivamente
cambiáis,
si efectivamente
llegáis a la conclusión de que al convertiros en hombre adulto y mujer adulta os queréis más como primos vulgares y corrientes que ahora, que sois unos muchachos (¡y perdóname Rick, pues sé que ya eres un hombre!), sigáis confiando en mí sin avergonzaros, pues no tendría nada de raro ni de monstruoso. Yo no soy más que un amigo y un pariente lejano. No tengo ningún poder sobre vosotros. Pero deseo y espero que sigáis confiando en mí, si es que no hago nada para dejar de merecerlo.

—Estoy seguro, señor —replicó Richard—, de que hablo también en nombre de Ada si digo que tiene usted el mayor poder posible sobre nosotros: un poder basado en un respeto, una gratitud y un afecto, que van en aumento de día en día.

—Querido primo John —dijo Ada, apoyándose en su hombro—, el lugar que dejó mi padre ya no está vacío. Todo el honor y la obediencia que le debía a él le corresponden ahora a usted.

—¡Vamos, vamos! —dijo el señor Jarndyce—. Volvamos a nuestra hipótesis. ¡Levantemos la vista y contemplemos esperanzados el futuro! Rick, tiene todo el mundo por delante, y lo más probable es que la forma en que lo abordes determinará la forma en que te reciba. No confíes en nada más que en la Providencia y en tus propios esfuerzos. Ya sabes, a Dios rogando y con el mazo dando. La constancia en el amor está muy bien, pero no significa nada, no es nada, si no existe la constancia en todos tus esfuerzos. Aunque tuvieras toda la sabiduría de todos los grandes hombres del pasado y del presente, jamás podrías hacer nada a derechas si no lo pretendes sinceramente y no te decides a hacerlo. Si te imaginas que jamás se puede, se ha podido o se podrá arrancar a la Fortuna algún verdadero éxito, sea en lo grande o en lo pequeño, a base de improvisaciones, abandona esa idea, o abandona aquí a tu prima Ada.

—Abandonaría la
idea
, señor —replicó Richard con una sonrisa—, si es que hubiera llegado aquí con ella (aunque espero que no haya sido así), y trabajaré hasta merecer a mi prima Ada en un lejano futuro lleno de esperanza.

—¡Perfecto! —dijo el señor Jarndyce—. Si no vas a hacerla feliz, ¿para qué cortejarla?

—Nunca querría hacerla infeliz…, ni siquiera por su amor —contestó Richard en tono orgulloso.

—¡Bien dicho! —exclamó el señor Jarndyce—. ¡Muy bien dicho! Ada se queda aquí, que es su casa, conmigo. Síguela queriendo, Rick, en tu vida activa, igual que en su casa cuando vuelvas a visitarla, y todo irá bien. De lo contrario, todo irá mal. Y aquí termina mi sermón. Creo que lo mejor es que tú y Ada vayáis a daros un paseo.

Ada le dio un abrazo cariñoso y Richard un efusivo apretón de manos, y después los dos primos salieron de la habitación, aunque en seguida reaparecieron para decir que me esperarían.

La puerta seguía abierta, y ambos los seguimos con la mirada, mientras ellos cruzaban la habitación de al lado, en la que daba el sol, y salían por el otro extremo. Richard, que llevaba la cabeza baja y la había tomado del brazo, hablaba con gestos expresivos, y ella le miraba a la cara, lo escuchaba y no parecía ver nada más. Jóvenes, hermosos, llenos de esperanzas y de promesas, cruzaron levemente el espacio soleado, igual que sus ideas de felicidad estarían cruzando entonces los años venideros, todos ellos convertidos en años de felicidad. Y así fueron pasando hacia la sombra y desaparecieron. No era más que un momento de luz lo que les había dado un aspecto tan radiante. Al irse ellos se oscureció la habitación y las nubes taparon el sol.

—¿Tengo razón, Esther? —preguntó mi Tutor cuando se fueron.

¡Él, que era tan bueno y tan sabio, me preguntaba a

si había actuado bien!

—Es posible que todo esto le aporte a Rick esa cualidad que le falta. Que le falta pese a tener tantas buenas cualidades —dijo el señor Jarndyce, sacudiendo la cabeza—. Ada, a Esther no le he dicho nada. Siempre tiene a su lado a una amiga y una consejera —y me puso cariñosamente una mano en la cabeza.

Other books

Bastian by Elizabeth Amber
The Last Layover by Steven Bird
Given by Susan Musgrave
Boswell by Stanley Elkin
Pacific Fire by Greg Van Eekhout