Categoría 7 (11 page)

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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

—Sí, lo habrías hecho. Tú consigues lo que te propones, Carter. Siempre lo has hecho.

Él aceptó el cumplido con una sonrisa. Era una buena mujer. Supo que se trataba de la mujer ideal la primera vez que la vio. Y no se había equivocado. Se habían trasladado de la zona rural de Iowa, el único hogar que ella había conocido, a Washington, D.C., con unas cuantas lágrimas y ninguna queja. Ella había soportado cada uno de sus fracasos con estoica lealtad e inagotable fuerza interna, y cada triunfo con una tranquila dignidad.

En el fondo, Iris era tímida y no le gustaba dejarse ver demasiado. Prefería mil veces quedarse en casa para cuidar de su familia. Pero a medida que las empresas aumentaban y él le pedía que apareciera junto a él o, a veces, sola, ella había manejado cada situación con genuina gracia y paciencia de santa. Era una mujer extremadamente buena y, desde el principio, había demostrado ser digna de su confianza y afecto.

—Has hecho un excelente trabajo, Iris. Gracias.

—Meg dijo que ya estabas levantado cuando ella salió a correr esta mañana.

Él asintió, volviendo la cabeza, mientras observaba con el rabillo del ojo el informe televisado de un campamento arrasado por las aguas en un cañón del desierto. «Noticias de última hora» parpadeaba en la parte inferior de la pantalla, debajo del logo de Fox News. Carter buscó el mando y subió el volumen.

—… la tragedia de esta mañana en el Valle de la Muerte. Un helicóptero del Servicio de Parques que estaba haciendo un informe sobre una tormenta insólita descubrió el campamento arrasado de un grupo de estudiantes universitarios. De acuerdo con el Servicio Nacional de Meteorología, las fuertes lluvias tuvieron lugar antes del amanecer y duraron menos de una hora, pero descargaron cinco centímetros de agua sobre el reseco suelo desértico. Los ocho estudiantes de diecinueve años que estaban haciendo una marcha por el Valle de la Muerte como parte de una campaña para reunir fondos para un amigo que había sido diagnosticado de cáncer, estaban, aparentemente, durmiendo cuando una inundación repentina causada por la tormenta atravesó el desfiladero en donde habían acampado. Conectamos ahora con Carmella Noyes, que se encuentra en el lugar, en el Valle de la Muerte. Carmella, ¿hasta qué punto es insólita esta tormenta…?

Carter apretó un botón para silenciar el aparato.

«Cinco centímetros en menos de una hora. En el desierto».

La temperatura del aire en la zona afectada a las dos y media de esa mañana había sido de 36° con una humedad relativa del 11 por ciento. Y él había creado en ese ambiente hostil no sólo nubes, sino nubes que habían producido cinco centímetros de lluvia en menos de una hora. Cruzó las manos sobre el escritorio para ocultar el temblor y respiró profundamente, para contener la emoción, antes de volverse a su mujer, que había emitido un suave sollozo.

«Ella sabe que no debe hacer eso». Sintió que fruncía el entrecejo.

—¡Qué tragedia! —Ella lo miró a los ojos, con los suyos llenos de lágrimas, y sacudió lentamente la cabeza—. Eran tan jóvenes…

Carter suspiró.

—Estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado, Iris. Es una coincidencia desafortunada y una condenada vergüenza. Enviaremos un donativo para su causa.

—Carter —comenzó Iris, su voz casi un susurro—, por favor, dime que no sabías que estaban allí. Que fue un…

—Tal y como sucedió, no sabía que estaban allí. Pero no hubiera detenido la prueba de haberlo sabido, Iris. Ya ha pasado antes. Y volverá a pasar. Lo evitamos cuando podemos, pero la ciencia siempre ha exigido sacrificios. Tú lo sabes.

—Pero…

«¿Está discutiendo conmigo?». Frunció todavía más el entrecejo y empezó a sentir un ligero enfado.

—No hay peros, Iris. La prueba ha sido un éxito. Un éxito clamoroso. Raoul ya está saliendo del país para mejorar los procedimientos, y luego podremos comenzar a hacer lo que siempre quisimos. Lo que hemos hablado durante estos treinta años. Se puso de pie y rodeó la mesa para tomarle la mano. Ella se levantó de su silla y dejó que sus brazos la rodearan mientras se acurrucaba contra él. Su calor, sus curvas reconfortantes se fundían contra su cuerpo al igual que lo habían hecho hacía cuarenta años.

—Carter, sabes que estoy orgullosa de ti. Has conseguido tanto… Y eres muy bueno en querer usarlo para hacer el bien —murmuró—. Pero, como madre, no puedo dejar de pensar en…

—No. —Agarrándola suavemente de la barbilla para obligarla a mirarlo, Carter se aseguró de sonreír con amabilidad aunque su voz fuera firme—. No, Iris, no puedes concentrarte en esos muchachos. Concéntrate en los resultados. Como madre, deberías estar pensando en todos los niños que se salvarán. En todos los niños cuyos padres nunca han visto llover, que nunca han conocido nada salvo el calor y el polvo. En las generaciones que sólo han vivido en un campamento para refugiados, que nunca han comido nada que no les fuera lanzado desde el remolque de un camión. Vamos a salvarlos, Iris. Vamos a salvar a muchos de ellos. —Le dio un beso en la frente y la abrazó con fuerza, abrazo que ella correspondió.

—¿Hacia dónde va Raoul?

—Al Caribe.

Su cuerpo se puso rígido contra el suyo, y él supo que ella estaba conteniendo el aliento. La furia volvió a invadirlo nuevamente, y nuevamente él la controló.

—Pero la última vez… Las pruebas que hicieron salieron tan terriblemente mal… Esas tormentas fueron tan terribles, y entonces… —Sintió que su pecho se alzaba contra el suyo, cuando tomaba aliento. Eso no impidió que se le quebrara la voz—. No va a ser como la última vez, ¿verdad, Carter? No va a ser como el
Mitch
, ¿verdad? —le susurró contra el pecho—. ¿O el
Iván
? Esas tormentas fueron devastadoras. Murió mucha gente.

Carter apretó los dientes. ¿Cuántas veces le había dicho que los errores era mejor olvidarlos una vez que uno aprendía las lecciones que ofrecían? Y él había aprendido mucho de los errores cometidos nueve años antes. Sus primeros experimentos de campo en manipular un huracán habían tenido resultados desastrosos. Había estado demasiado ansioso, demasiado lleno de orgullo, para atemperar su entusiasmo. En vez de proceder con moderación y cuidado, había intentado obtener grandes resultados. La naturaleza, bajo la forma del huracán
Mitch
, le había respondido con un fuerte golpe.

Al ser una de las tormentas más fuertes y destructivas del siglo XX,
Mitch
dejó a los meteorólogos confundidos mientras observaban cómo su intensidad crecía y decrecía y volvía a aumentar. Su mortífero y accidentado recorrido no tenía precedentes y era virtualmente impredecible, su fuerza destructiva casi incalculable. Once mil personas habían muerto; varios miles más habían desaparecido o habían sido desplazadas cuando la tormenta llegó a su fin.
Mitch
casi había destruido a un país; nueve años después, Honduras todavía estaba recuperándose.

Lo único que Carter había podido hacer para reparar los daños había sido el envío de personal de Ingeniería Coriolis a la zona afectada cuando la zona fue mínimamente segura.

Y él había aprendido la lección de la naturaleza. Había esperado, rehaciendo sus cálculos y sus equipos, y tres años más tarde lo había intentado nuevamente. Su intervención en el huracán
Iván
había sido mejor. La tormenta había sido torpe y errática, pero también poderosa, y eso en sí mismo, ya era un triunfo. El recuerdo de los errores del principio era completamente innecesario. E Iris lo sabía.

—Pensé que tenías fe en mí, querida —le dijo con calma, aunque había un tono desafiante en su voz.

Ella se aferró a él con más fuerza.

—Ah, Carter, claro que la tengo. Tú sabes que es así, pero…

Tranquilizado, la abrazó todavía con más fuerza, para luego separarse un poco, sosteniéndola mientras la miraba directamente a los ojos, a aquellos amorosos pero atemorizados ojos azules.

—Sin peros, Iris —le repitió, suavemente—. La gente es la variable inconstante. Siempre lo será. Pero ahora yo puedo controlar otras cosas. Sabes que puedo, ¿verdad? —La sacudió levemente—. ¿Verdad?

Todavía con los ojos muy abiertos, silenciosa, asintió.

Satisfecho, aflojó sus manos sobre los hombros.

—No será como el
Mitch
. Te lo prometo, querida. No será ni remotamente parecido al
Mitch.

Incluso cuando las palabras tranquilizadoras brotaban de su boca, Carter supo que su dulce y gentil esposa había vuelto a inspirarlo.

Era cierto que no había mejor modo de concentrar la atención de la gente en la fragilidad de la vida, en el poder de la naturaleza y la vulnerabilidad de las estructuras construidas por el hombre que los sencillos métodos que brindaba la misma naturaleza.

El mundo, y el presidente, necesitaban aprender una lección.

Y lo que Carter necesitaba enseñarles es que la lección era una tormenta.

Jueves, 12 de julio, 11:00 h, quinientas millas al este-noreste de Barbados.

Raoul escuchó la áspera voz de Carter a través de sus auriculares y casi la ignoró por completo, aunque parte de su atención se alteró.

No se estaba haciendo viejo para estas cosas; se estaba aburriendo demasiado.

Los primeros años, cuando todavía se concentraban en las verdaderas investigaciones, habían sido interesantes. Hacer todas aquellas pruebas mientras probaban la fuerza del láser y los ciclos de vida de los sensores había sido un desafío, y trazar los cursos para encontrar las zonas de mal tiempo e inmiscuirse en ellas había sido un cambio con respecto a lo que los pilotos solían hacer, es decir, buscar recorridos para evitarlas. Pero eso había sido hacía más de una década. Durante los últimos cinco años, cada prueba había sido más o menos idéntica a la anterior. Cambiaba el escenario y, ocasionalmente, el grupo de trabajo, pero los procedimientos y los resultados eran esencialmente los mismos, con pequeñas variaciones.

El último y auténtico periodo de entusiasmo había tenido lugar en los noventa, cuando Carter había comenzado a jugar con los huracanes. «Maldito loco». Al principio había alterado deliberadamente las cosas en el este de África, para dar comienzo a algunas tormentas. Hasta donde Raoul había captado, ése había sido el primer error de Carter. Las inundaciones habían crecido fuera de control demasiado rápido.

No se juega así como así con el Nilo.

A menos que uno sea Carter Thompson, que creía que estaba en su derecho, puesto que su empresa sería llamada a reparar la infraestructura arrasada.

Cuando finalmente consiguieron actuar sobre una tormenta que se comportó como ellos quisieron, y que se desató sobre el Atlántico, Carter había decidido usarla para probar su nuevo equipo, un láser que podía sobrecalentar áreas de la superficie del océano. Había sido hacia finales de la temporada de huracanes en 1998. Carter había intentado, sencillamente, incrementar las lluvias aumentando la cantidad de vapor de agua en el aire. Lo que había obtenido fue el huracán
Mitch
, que destruyó el Caribe y América Central. Carter, nervioso como nunca lo había visto Raoul, canceló el resto de los trabajos de campo —«eso fue un maldito milagro»— y no intentó una versión más actualizada hasta 2004. Aquella debacle dio lugar al
Iván
, que asoló la mayor parte del sureste estadounidense.

Después de eso, Carter se había vuelto más precavido y más paranoico y había comenzado a espaciar las pruebas en lugares más lejanos. Como resultado, Raoul había tenido menos trabajo y más tiempo para pensar en lo que estaba haciendo.

Y lo que estaba haciendo era despreciable.

Podía haberlo dejado de lado como una crisis de conciencia de la madurez, pero lo cierto es que ya no podía engañarse en creer que las actividades de la fundación eran tan altruistas como alguna vez habían sido. Raoul se había hecho millonario en algún momento en los últimos años, lo cual iba más allá de que había imaginado, pero el ansia por algo realmente apasionante que lo había impulsado alguna vez había desaparecido. No quedaba en él ni rastro de entusiasmo. Carter lo sabía y Raoul estaba seguro de que, en parte, ése era el motivo por el que estaba a dos mil metros sobre el Atlántico central en ese momento. Carter había dejado claro que no permitiría que Raoul se retirara sin enfrentarse a él, y a Raoul le parecía que ambos eran conscientes de que el momento de esa contienda se estaba acercando.

Ajustó el volumen de sus auriculares y respondió a la segunda llamada.

—Nos estamos acercando —dijo, concentrándose por completo en el banco de nubes que veía al frente y por debajo de él—. Dejaremos caer el sensor al contar ocho e iniciaremos el láser en uno. Cambio.

—Proceda, Tierra-Cuatro.

Su copiloto comenzó la cuenta atrás y el director de vuelo lanzó el sensor e inició el láser de acuerdo con el plan. Las nubes, por debajo, burbujearon, y el avión se balanceó ante la repentina turbulencia. Raoul inclinó el aparato y aumentó la altura, mirando el caldero bajo sus pies con ojos desapasionados.

Era otra tormenta de mierda, otro dólar de mierda. Tal vez el último.

Capítulo 10

Después de flotar resecos y ligeros durante tanto tiempo sobre tierras ardientes, los vientos cargados de polvo habían alcanzado el mar y se habían expandido sobre el cielo infinito. Impregnados con sal y pesados por el vapor de agua, vagabundearon sin rumbo sobre las olas, formando espirales perezosamente mientras se elevaban y caían sobre los torbellinos tropicales. Las corrientes más frías les impedían alcanzar los cielos. El calor del agua bajo el sol los mantenía a flote, mientras se dirigían, sin prisa, hacia el oeste.

A más de tres mil metros por debajo de esos torbellinos, a lo largo de la extensa y zigzagueante costura en donde las masas continentales del norte se separan y el mar se ensancha inexorablemente, formas de vida bullían en torno a una serpenteante cadena de escarpadas chimeneas hidrotermales.

Las chimeneas funcionaban de acuerdo a los imperativos de la naturaleza tal como lo habían hecho durante miles de años. Sin agenda, sin conciencia de las consecuencias o propósitos, habían sentado las bases para las civilizaciones y el comercio, para el arte, la codicia y la guerra, mientras sus efluvios tapizaban los ancestrales lechos oceánicos con cobre, oro y otros metales que el hombre finalmente descubriría y querría apoderarse de ellos. Las chimeneas, de pie por si solas, muchas elevándose seiscientos metros sobre el lecho marino, y agrupadas de forma intermitente en una línea que se extendía más o menos paralela al centro, eran el camino para las nubes tóxicas de minerales sobrecalentados que la tierra liberaba desde sus entrañas.

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