Categoría 7 (7 page)

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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Ella se puso de pie, lentamente, captando que él había dado por concluida su charla con ella, pero no estaba todavía lista para irse.

—¿Alguna otra cosa?

—Bueno, sé que esto probablemente no tiene nada que ver con la biografía, pero siento curiosidad. ¿Por qué crees que alguien como Carter se ha interesado tanto en este tipo de, no sé, tema, área de investigación o lo que sea, que lo lleve a profundizar en él en su doctorado e incluso a entrar a trabajar para el Servicio Nacional de Meteorología, estudiando las fluctuaciones en las corrientes en chorro? Quiero decir, ¿no piensas que es algo ajeno a su perfil? Parece… no sé, aburrido.

«Maldita sea si ésa no es la pregunta del millón».

—La vida real, supongo. Para entonces tenía una esposa y dos criaturas, Elle. Y en los sesenta, diría que había más dinero público para dedicarse a la historia del clima o a las teorías conspirativas. —Inclinó su cabeza hacia la puerta, forzando una sonrisa—. Será mejor que te vayas ahora, antes de que se me ocurran otras tareas que encargarte.

Treinta minutos después, Davis Lee se incorporó, adoptando mínimamente su normal apariencia. Sus pies seguían todavía húmedos por haber estado recorriendo el césped embarrado, su trasero estaba entumecido de estar sentado en el sofá durante demasiado tiempo y parte de su cerebro se encontraba absorto en las extrañas noticias que Elle le había traído. Pero el resto de su cerebro estaba plenamente concentrado en la conversación que se estaba desarrollando a escasos metros de distancia.

Si los dos hombres más poderosos de esa sala hubieran sido perros, habrían estado gruñendo e intentando morder el cuello de su oponente, y para separarlos habría hecho falta un gran cubo de agua helada lanzada desde un metro de altura. Los mezquinos canes en cuestión eran su jefe, Carter Thompson y Winslow Benson III, el presidente de los Estados Unidos, y sonreían en vez de morderse, pero el tono de fondo era salvaje. Si lanzara un cubo de agua en dirección a ellos, Davis Lee terminaría de cara al suelo sobre la alfombra, con un par de rodillas apretándole la espalda y una o dos armas apuntando a su cabeza.

El presidente Benson, elegante, rígido, de cabellos canos, se dirigía a Carter con esa mirada sincera de ojos bien abiertos del tipo «siento tu dolor» que le salía tan bien. Era la mirada que funcionaba con las madres de niños en edad escolar cuando les tenía que explicar por qué los recortes en el presupuesto educativo eran necesarios y a los jubilados cuando tenía que socavar aún más lo que quedaba de la Seguridad Social. Le había llevado a ganar las elecciones hacía dos años y medio.

«Maldita sea, la ha elevado a la categoría de arte».

Davis Lee se tragó su sonrisa de admiración antes de que ésta se hiciera visible. Sabía que el cuarto hombre de la sala, el hijo del presidente, Win IV, lo estaba observando mientras pretendía, muy convincentemente, no estar haciéndolo. Win Lite, como a Davis Lee le gustaba llamarlo, era una serpiente oculta en la hierba, mucho más peligrosa todavía que su padre, pero resultaba más evidente que éste y, por eso mismo, nunca llegaría tan lejos.

El presidente Benson se inclinaba hacia delante, asintiendo en los momentos adecuados, con el ceño fruncido por la preocupación, tal como se requería. No es que estuviera engañando a nadie. Davis Lee sabía que el presidente no estaba escuchando porque el tema le interesaba; estaba buscando argumentos para utilizar contra Carter cuando éste se presentara a un cargo público. Era un secreto a voces que Carter estaba considerando presentarse como candidato. Ni el presidente ni nadie en su equipo de consejeros cancerberos estaba seguro para qué puesto, pero Davis Lee podía garantizar que todos esperaban que no fuera al Despacho Oval.

—Ya ha oído antes estos argumentos, señor presidente. —Carter Thompson, sureño, normal y perversamente multimillonario, se encogió de hombros y habló con una voz tan tranquila que sonó, en cierto modo, macabra—. No se trata únicamente de un problema teórico, ni tampoco de un simple recurso de discurso político. Hay hechos que deben ser tomados en cuenta. Ha habido cientos de incidentes serios en la seguridad desde la llegada de la energía atómica. —Esbozó su típica sonrisa amistosa—. Aquí tiene varias plantas vulnerables y anticuadas. Están en zonas críticas para los mercados y centros de población y están listas para tener problemas, ya sean accidentales, naturales o deliberados. No necesitamos otra Three Mile Island, no necesitamos otro 11 de septiembre ni otra Nueva Orleans. Es hora de cerrar esas centrales y reemplazarlas con otros medios diversificados de generación de energía. Medios más seguros y renovables. Lo que quiero de usted es una promesa de que hará que sus consejeros examinen los datos. Así de sencillo.

—Sencillo —repitió el presidente con un predecible y grave movimiento afirmativo de cabeza—. Ya sabes, Carter, que hay algunas personas que podrían pensar que quieres que el gobierno federal rescate a los pequeños granjeros otra vez, pagándoles para que arranquen su maíz y soja y replanten sus campos con molinos de viento y paneles solares. —Su sonrisa era cualquier cosa menos benévola—. ¿Es eso lo que estás solicitando? ¿Otra subvención federal? La mayoría de los votantes creen que los granjeros ya están recibiendo mucho dinero a fondo perdido.

Al lado del presidente, que emanaba por cada uno de sus poros el brillo de la élite de la Costa Este, Carter parecía un granjero regordete salido de una película de serie B, con los hombros caídos y una enmarañada melena gris. Lo único que faltaba era una brizna de hierba entre sus dientes.

Se apoyó sobre sus talones.

—No una subvención, señor presidente. Apoyo del Congreso, bajo la forma de investigación y dinero para invertir en pequeñas empresas cuyos dueños estén dispuestos a dar la espalda a generaciones de orgullosas tradiciones y granjas familiares para ayudar a desligar a esta nación de su peligrosa dependencia del petróleo extranjero y suministrar una alternativa más segura que la energía nuclear —respondió Carter con una voz más adecuada para un confesonario que para una mesa de negociaciones.

El presidente miró a Carter durante un minuto.

—Es conmovedor, Carter. Casi profundo. Asegúrate de utilizarlo cuando estés en campaña. —Su desprecio por Carter y la conversación se habían filtrado, finalmente, en su tono de voz.

Davis Lee quería aplaudir. Todos sabían que el presidente había compartido la cama con las industrias de energía nuclear desde su primera elección a la legislatura del estado de Nueva York. El motivo por el cual Carter lo seguía molestando con ese tema seguía siendo un misterio para la mayoría de la gente, excepto para Davis Lee. Se puso de pie, metió las manos en los bolsillos de sus recién planchados Dockers y apoyó un codo contra una ventana desde la que se veían los verdes maizales, empapados de lluvia. Aquel movimiento llamó la atención de Win Lite y Davis Lee le sonrió. Win le devolvió la sonrisa. Ambos sabían que, en unos años, se estarían enfrentando en solitario, sin Carter ni Benson a su lado.

Davis Lee había realizado algunas investigaciones por su cuenta; sabía que el primer encuentro documentado entre Winslow Walters Benson III, un joven y prometedor senador de Nueva York y Carter Thompson, un moralista pagado de sí mismo, doctor en meteorología por la Universidad de Chicago, tuvo lugar durante los candentes debates presupuestarios para la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica, para la cual Carter había trabajado un breve tiempo tras un largo y poco reseñable periodo en el Servicio de Meteorología.

Incluso antes de la llegada de Elle, Davis Lee no había sido capaz de descubrir nada que indicara que los hombres se hubieran conocido antes de esos debates, pero el tono y el contenido de sus discusiones durante las sesiones no era correcto, haciendo sospechar a Davis Lee que aquélla no era la primera vez que se enfrentaban. Nadie le hablaba a un senador del modo en que lo hacía Carter, y mucho menos en público, a menos que ya lo hubiera hecho antes.

Para cuando ambos hombres habían ascendido lo suficiente para que se considerara su aparición ante el subcomité, Carter había pasado diez años produciendo una lenta pero constante corriente de trabajos sobre temas de escasa importancia social o científica, y hasta donde Davis Lee había sido capaz de discernir, de marginal utilidad. Hasta la fecha, Davis Lee no había encontrado nada que le diera el menor indicio de por qué Carter había sido considerado digno de atención por parte de Benson. O por qué había sido merecedor de las burlas del ahora presidente. Sin embargo, las transcripciones de la primera serie de debates estaban repletas de intercambios agudos que daban credibilidad a los rumores de una larga y profunda animadversión entre los dos hombres.

En los diez años que Davis Lee había pasado junto a Carter, todas las discusiones con el senador, y posteriormente presidente Benson, habían sido iguales que la que se desarrollaba ante él en aquel momento: controladas y retorcidas, pero plagadas de mordaces corrientes subyacentes que se suponía que Davis Lee no percibía y una oscura historia que no entendía.

Las revelaciones del día sobre los primeros intereses de Carter podían ser importantes o no. Su interés en aquellas locuras de mierda había menguado aparentemente cuando comenzó su primer trabajo serio, y, por lo que Davis Lee sabía, nunca había vuelto sobre ello. Si Carter había estado metido en profundidad en aquel asunto, abandonarlo no habría sido muy acorde a su comportamiento, pero conociendo cómo trabajaba aquel hombre, Davis Lee consideró que era posible que, sencillamente, le hubiera faltado tiempo para seguir lidiando con semejante tema.

Desvió su atención del rostro poco llamativo de Carter, que había envejecido y se había vuelto mofletudo en los dos últimos años, al bien conservado y lustroso rostro patricio del presidente. En apariencia, eran dos hombres diametralmente opuestos. Winslow Benson era elegante y refinado, como un perro perdiguero excesivamente caro, al contrario de la rústica sensibilidad de sabueso de Carter. Pero bajo esas apariencias, ambos poseían cerebros, morales y ambiciones que hacían de Maquiavelo un aficionado afeminado y delicado.

—Pero volviendo al tema, que es el dinero, me alegra que entiendas el vocabulario, Carter. —El presidente sonrió—. En realidad, no importa cómo lo describas, porque la palabra «subvención» es la única que nuestros hombres en el Congreso usarán para describir este plan que propones, y eso es lo que le diremos a la prensa. Créeme, «molinos de ondas ambarinas» no funciona como frase televisiva. —El presidente se encogió de hombros despreocupadamente, como si la conversación no fuera de nada más importante que la posibilidad de lluvias al día siguiente. Su holgada camisa de tela vaquera, hecha a mano, pero diseñada para parecer gastada y de confección, se movió al unísono con él—. Aparecerás como un loco. Francamente, Carter, no puedo creer que me hagas perder el tiempo con esto. Después del último apagón en la Costa Este, todo el asunto de los cortes de energía se cayeron de la mesa y nadie lo ha vuelto a mencionar, excepto tú. Nadie quiere hablar de clausurar nada. Sólo quieren asegurarse de que puedan seguir trabajando en un tren con aire acondicionado o un deportivo con un iPod Nano cargado en una mano y un capuchino recién servido en la otra. Ni siquiera los huracanes del Golfo lograron que la gente quisiera cambiar las cosas. Sólo provocó que abrazaran sus televisores de plasma un poco más cuando se iban a cama por las noches. —Sacudió la cabeza, y sonrió fríamente—. Los estadounidenses son unos enormes consumidores de energía, Carter, y no vamos a disculparnos por ello. Yo, personalmente, ansío ver el día en el que una tormenta aplaste una de tus malditas granjas eólicas, y cuando eso suceda, créeme, el mundo estará mirando para averiguar cuánto tardas en volver a conectarte. —Hizo una pausa—. Pero por si todavía no te enteras, Carter, puedo hacer que alguien de mi personal te lo explique.

Nada había cambiado en ambos hombres, ni sus expresiones, ni sus posturas, ni el ritmo de la respiración, pero la tensión en la sala aumentó.

Había un lugar en el que nadie se atrevía a atacar a Carter, y ése era su ego.

A menos, aparentemente, que fueras el presidente de los Estados Unidos.

Davis Lee sintió que le corría un sudor frío por la nuca. Lanzó una mirada a Win, que parecía estar conteniendo una sonrisa.

«Una prueba más de que es un idiota».

—Señor presidente —comenzó lentamente Carter mientras volvía a balancearse sobre sus talones—. Yo he hablado con su personal y con el de la administración anterior. En varias ocasiones. Y créame, esas conversaciones siempre dieron como resultado acciones de algún tipo. Como verá, cuando no impiden activamente nuestro trabajo, los miembros de su personal se dirigen inevitablemente a la Comisión de Energía Nuclear o a otro gabinete conservador para que emprenda un estudio a largo plazo sobre los efectos de alguna cuestión menor u otro asunto irrelevante. Los resultados de esos costosos estudios, tras unos cuantos años de análisis de datos, son siempre ambiguos, y la guerra pública de palabras subsiguiente oscurece la inutilidad del estudio. —Imitando el encogimiento de hombros del presidente, Carter metió sus manos en los bolsillos de sus pantalones, gastados y arrugados, para juguetear con las monedas que deliberadamente había colocado en ellos.

Recuperando su pulso a niveles normales, David Lee se encontró resistiendo la tentación de sonreír mientras observaba un tic muscular en la mejilla del presidente. Ese hombre odiaba los tics. Los odiaba.

—El tema necesita ser llevado al siguiente estadio, señor presidente —continuó lentamente Carter—, y ese estadio es usted. Es así de crítico. Usted necesita prestarle seria atención. Creo que será un asunto importante en la próxima campaña electoral. —Tomó aire, apretando los labios, y luego dejó escapar un suspiro—. De hecho, casi puedo garantizárselo.

Los ojos del presidente se encendieron con peligrosa alegría.

—Eso suena como una amenaza, Carter.

—Vamos, Winslow. Me conoce mejor que eso. No hago amenazas. Tampoco promesas vacías. —Carter hizo una pausa, pero su sonrisa permaneció inalterable—. Como científico, como hombre de negocios y como ciudadano preocupado, le prometí a los grupos dedicados al medio ambiente y a los antinucleares que traería este asunto para que lo considerara personalmente. Lo he hecho porque soy hombre de palabra. Ahora, como votante, como afiliado al partido y como contribuyente importante a las arcas del partido, espero que se me escuche y se me tome en serio. No creo que eso sea irracional. De hecho, creo que es lo menos que puede hacer.

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