Authors: Javier Chiabrando
Tags: #Chiabrando, #policial, #cacería, #célula, #nazis, #argentina, #interior, #crimen
Al llegar a su casa recibió una llamada de Cosme.
–Me dijeron que hay que esperar.
–¿Por qué?
–No hay recursos para sacarlo del país. Pero me parece que no les interesa.
–¿Cómo que no les interesa?
–Eso digo yo, ellos me dijeron que no hay recursos. ¿No oíste lo que te dije?
–Claro que oí.
–Ya te dije que no nos podemos ocupar de todos los que aparecen en las fotos con Hitler y Mussolini. Son miles.
–¿Por qué no?
–Porque son miles. Acabo de decírtelo.
–¿Y?
–No hay tantos aviones.
–Es decir que tus contactos sólo se mueven si es Eichmann.
–¿Y a vos qué te parece?
–¿Y si lo encuentro a Mengele, nos van a apoyar?
–¿Y a vos qué te parece?
Pierino insistió.
–Este no es sólo uno de los que salía en una foto sino de los que mandaban trenes a los campos. O sea: un asesino culpable hijo de puta.
Convencer a Cosme no serviría de nada, pero no se podía quedar callado así nomás. Aún sentía el calor de San Luis en el centro de la cabeza.
–¿Y vos qué harías? –le preguntó por fin.
–¿Yo?
–Sí, vos.
–Qué sé yo, venderle ropa –dijo Cosme y cortó.
Conseguir la bicicleta fue más difícil que conseguir uno de los aviones de Cosme. Cualquier bicicleta hubiera sido un juego de niños, pero Pierino estaba encaprichado en que fuera una Fausto Coppi para impresionar a Di Salvo. A los primeros que les preguntó fue a los muchachos del café, que lo miraron como si les hubiera hablado en piamontés. Para colmo se los preguntó un lunes, y en medio de una charla sobre fútbol, es decir en el momento más importante de sus ratos de ocio, o de sus vidas. Nadie tenía idea de que existieran las bicicletas de esa marca. ¿Y si no había ni una en el país? En ese caso tendría que buscar otra de marca igualmente buena, pero si seguía buscando una Fausto Coppi no llegaría a tiempo para la carrera de Merlo. Lo único que le faltaba era verse obligado a comprar una bicicleta importada, es decir cara. Y todo para impresionar a uno al que ya sabía idiota. La solución la aportó Saúl de casualidad. Uno de los que aparecían en El Gráfico con la Fausto Coppi era un sobrino suyo. Eso dijo cuando Pierino le preguntó:
–¿Conocés a alguien que entienda de bicicletas?
–Mi sobrino. El otro día salió en El Gráfico corriendo una carrera.
–¿Y cómo puedo hablar con él?
–Difícil. Está en España de viaje de bodas.
–Entonces dejó la bicicleta acá.
Saúl lo miró con la desconfianza redoblada de alguien que cuando recibía un cargamento de centenares de toallas las revisaba una a una, de ambos lados, y aún no conforme se llevaba una a su casa a la que sometía a una prueba de secado de su cuerpo. Recién allí las ponía a la venta, incluida la usada, luego de una lógica lavada, donde de paso verificaba si desteñía. Convencerlo de que debía llamar a su hermana y pedirle la Fausto Coppi fue una tarea dura, no tanto por el motivo, porque Saúl, como Pierino, opinaba lo mismo sobre Di Salvo, sino porque los favores con favores se pagan, y eso a veces sale caro, aún con amigos y familiares.
–Entonces que viva y muera libre –dijo Pierino después de un rato de regatear–. Después de todo es un perejil. ¿Qué hizo de malo? Apenas ser cómplice de la muerte de… de… ¿cuántas personas entran en un tren repleto?
Eso bastó para que Saúl levantara el teléfono, convenciera a la hermana con excusas, y se comprometiera, con su propio capital, en metálico o en mercadería, a pagar la bicicleta si se llegaba a perder o a dañar.
–¿Y qué le digo a mi hijo mientras tanto? –preguntó la mujer.
–Que su querido tío Saúl la necesitaba para correr a un deudor.
A la semana siguiente, Pierino se apareció ante Di Salvo con la bicicleta desarmada y embalada. Di Salvo, al ver la Fausto Coppi, silbó de admiración. Era de lo mejor, italiana, claro, de la estirpe del Fausto Coppi ciclista, aprobaron ambos emparentados en el orgullo peninsular ya que en otra cosa era imposible. Di Salvo apenas debió ocuparse de la bicicleta: armarla, una buena limpieza y una engrasada básica. La limpieza fue exhaustiva; Pierino le había tirado tierra mezclada con talco para simular abandono y le había enganchado en los rayos una tela de araña que encontró en su depósito.
Miércoles, jueves y viernes, Pierino y Di Salvo salieron a pedalear a manera de entrenamiento. Cada vez, antes y después, Pierino habló de su rodilla enferma y de una operación que nunca le habían practicado, de la que dio detalles finos. De esa manera gambeteó las dudas del otro al verlo tan torpe en el uso de ese noble aparato. Daban seis vueltas al pueblo, a la tardecita, una vez que ambos se liberaban de las obligaciones, Di Salvo de las bicicletas de cada día y Pierino de las ventas, estropeadas por sus nervios de ciclista debutante. Para Pierino, la primera de las vueltas era un paseo, la segunda una prueba a sus obligaciones de soldado, la tercera un culto al compromiso de luchar por la libertad y la verdad, la cuarta se convencía de que estaba a punto de cazar a Mengele, la quinta sentía que la muerte era bienvenida. La sexta era la comprobación de que el infierno existía y estaba allí, en San Luis.
El domingo a las once tomaron el tren a Merlo. La carrera comenzaba a las cinco de la tarde. El plan era almorzar un asadito liviano en un boliche, frente a la estación de trenes, ir a la plaza y tirarse en el pasto a hacer la digestión, quizá dormitar unos minutos, y una hora antes de la carrera hacer precalentamiento, incluida una buena elongación, consejo de Di Salvo que Pierino nunca olvidaría. El plan de los dos hombres se fue cumpliendo sin sobresaltos. Pierino, que había estudiado el terreno días antes, sugirió reemplazar la plaza por un campito a la salida del pueblo donde había un hilo de agua y un sauce que garantizaba sombra de la buena. El lugar era con creces lo que Pierino había prometido. Di Salvo se durmió apenas puso la cabeza en el pasto.
El aire fresco debajo del sauce merecía figurar en los folletos turísticos. Poco lo pudo disfrutar Pierino. Dejó pasar unos minutos hasta estar seguro de que Di Salvo dormía y le apoyó un pañuelo impregnado de cloroformo en la nariz. El cloroformo lo había conseguido Elio a través de un hermano farmacéutico, que lo tenía desde hacía años en una vitrina como recuerdo de su época de profesor de secundaria. Hasta el momento su único uso había sido aturdir ranas que iban a ser disecadas. No estaban seguros de que aún conservara sus cualidades; y tampoco era cuestión de andar probándolo. Pero funcionó. Di Salvo pasó de un sueño a otro, del voluntario al inducido, como si nada.
A doscientos metros de allí, asándose a pleno sol, disfrutando por un día de no ser un simple vendedor de toallas, estaba Saúl, que había llegado a Merlo esa misma mañana en su espectacular Rambler, siguiendo un plan sincronizado por ambos que podía haber fallado por cien motivos, pero que no falló. Para que su gesto no fuera considerado lo que en realidad era, verdadero heroísmo, dijo que lo hacía para cuidar en vivo y en directo la bicicleta del sobrino. La verdad es que Saúl se sentía en la antesala de la muerte y quería irse al más allá con la sensación de haberse opuesto al siniestro libre albedrío de otros, y como no había encontrado valentía durante la guerra, lo hizo entonces, y cuando se murió se murió con la certeza de haber hecho algo para que la vida no fuera una verdadera mierda.
La operación de secuestrar a Di Salvo a la hora de la siesta fue un paseo bajo el sol. En Merlo se podían desafiar las leyes, las autoridades, a Dios, y tutti quanti, pero no al mandato de dormir la siesta. Por las calles no andaba ni el loro, sanluiseño o cotorra. A Di Salvo le ataron las manos a la espalda y lo metieron al baúl del Rambler en el que se podía organizar un picnic. Di Salvo despertó un instante que ellos aprovecharon para decirle que sabían quién era. Di Salvo no negó ni asintió ni demostró alivio, culpa, bronca o decepción. Fue su póstuma demostración de entereza: negar todo no manifestando nada. Más difícil que cazar a un ex cabo italiano fue desarmar la bicicleta y hacerla entrar en el asiento trasero ocupado con bidones de nafta y las valijas de Pierino, sin rayarla ni rayar el coche.
Para volver a Buenos Aires viajaron el resto del día y la noche, siempre por caminos alternativos, guiados por el mapa de Pierino y alternándose al volante. Cada dos horas se detenían en medio del campo, abrían el baúl y le daban agua en la boca a Di Salvo. Llegaron a la madrugada. Di Salvo se había orinado encima. Se habían olvidado de ese pequeño detalle. Lo encerraron en el sótano del depósito de Cosme, del que Pierino tenía llave porque era el dueño del inmueble y a nadie por entonces se le ocurría cambiar una cerradura cuando alquilaba un local o departamento. ¿Por qué hacerlo?
El local de Cosme no era exactamente un depósito como el de Pierino; lo había sido y había dejado de serlo desde que Cosme estaba en grandes negocios que no exigían depósito. En las dos ocasiones en que habían necesitado un lugar donde esconder a una liebre, mientras los contactos nacionales e internacionales se ponían en marcha para conseguir los famosos aviones fantasmales, lo habían usado de celda. A Di Salvo lo bajaron al sótano y lo ataron según un complejo sistema que encontraron allí, y del que desconocían su existencia. Un viejo y cómodo sillón de un cuerpo donde el prisionero se sentaba. A cada lado había una argolla de cuero grueso, cintos viejos reciclados, que le sujetaban las muñecas. Cada argolla terminaba en una cadena abulonada a la pared. El prisionero podía dormir, comer, rascarse, pero difícilmente liberarse ya que las manos no llegaban a ayudarse entre sí. Simple, ingenioso, barato; aceptablemente humanitario.
Al lado del sillón, al alcance de las manos, había un orinal y dos novelas viejas. Pierino y Saúl agregaron agua, pan y dos bananas. Lo ataron luego de sacarle la ropa orinada; no apagaron la luz. Sobre la tapa del sótano, cerrada con una tranca imposible de forzar, pusieron seis cajas de ropa vieja e invendible. Y luego, como ya dijimos, Pierino fue a su departamento, se bañó, se afeitó y caminó hasta el Montecarlo desde donde llamó a Cosme para decirle:
–El cargamento de toallas está en el puerto para retirar.
Y que se arreglen ellos.
2
¿Por qué estos hijos de puta no se esconderán en Buenos Aires, como Eichmann? Pero no, tienen que ir a meterse en agujeros miserables, como ese Villa No Sé Qué de San Luis o Los Algarrobos, que no figura en ningún mapa, en ninguna anécdota. Nadie nació en Los Algarrobos, ningún jugador de fútbol, ningún político. Ninguna tragedia lo tiene como escenario. ¿Dónde queda Los Algarrobos? Pierino lo buscaba en el mapa rutero que consideraba uno de sus tesoros como un chico a sus figuritas de futbolistas. Pero ni allí aparecía. Debía ser chico, insignificante, porque en ese mapa sí estaba esa Villa Algo donde se había escondido Di Salvo; de Los Algarrobos ni noticias.
De bronca nomás salió a caminar. Aún le dolían las piernas del entrenamiento al que lo había sometido Di Salvo, y eso que elongaba cada mañana con fervor religioso. Llegó a Retiro en una hora de caminata a buen ritmo más el último tramo en taxi. Eligió una boletería al azar y preguntó por Los Algarrobos. No lo mandaron a la mierda, como pensaba, sino dos ventanillas más allá. Esta vez el empleado ni contestó. Él tampoco sabía. Antes de hablar consultó un libro enorme como una guía telefónica y después anotó en un papel: tren a Rosario, tren a San Francisco de Córdoba, bajar en un pueblo llamado San Jorge. ¿Y de allí?, preguntó Pierino: dedo o caminata, dijo el empleado, sin necesidad de agregar que tren no había y encogiéndose de hombros. Para volver a su casa Pierino tomó el subte. Suficiente caminata por hoy.
Una boda era una boda: padrinos, madrinas y novios que vestir, sin olvidar sábanas, toallas, repasadores y cortinas. En ocasiones llevó alfombras y colchones. A las cinco de la tarde Pierino se encerró en su depósito a organizar lo que llevaría a Los Algarrobos. El depósito no era otra cosa que un departamento interno de pasillo, vecino al de Cosme, que estaba a la vuelta de su casa, en una calle prácticamente intransitada excepto por vecinos sin apuro, casi todos con el mismo corte de pelo de Julio el gallego. Para entrar al depósito había que abrir tres puertas, la de calle, la del pasillo que daba a un patio interno, y la del patio que daba directamente al depósito. El de Pierino era el tercero, el del fondo, y para llegar a él debía pasar lógicamente frente al primero y al segundo, que era el de Cosme. Pierino ni tuvo que apoyar la oreja en la puerta para saber que Di Salvo ya tenía compañía. Ruidos de más de un par de pies arrastrándose, y la inconfundible tos de Cosme de tanto en tanto. Las cosas seguían adelante, a pesar de todo, y adelante estaba el futuro donde lo esperaba una boda en Los Algarrobos.
Pierino comenzó por elegir los vestidos de mujer y por anotar lo que le faltaba. Revisó las prendas una por una, descartando un vestido por un dobladillo torcido y una sábana por un hilo suelto. Ya encontraría clientes para los descartes. Ahora le preocupaba llegar a Los Algarrobos bien organizado y que en la boda se hablara tanto de su ropa como de los novios. Había terminado con una de las valijas cuando oyó la puerta del depósito de Cosme. Estuvo tentado a asomarse para conocer la cara de los contactos pero demoró en decidirse y cuando oyó la puerta de calle ya era tarde. Después de todo no era de su incumbencia. Y su curiosidad podía ocasionar una crisis internacional; ya bastante había tenido el mundo con la de los misiles en Cuba.
Segundos después golpearon a su puerta. Era Cosme. Igual edad, altura, corte de pelo -Julio el gallego-, actitud semejante; los diferenciaba la disonante carraspera de Cosme, fumador sin pausa durante cuarenta años. Ambos iban vestidos de marrón, excepto los mocasines de Pierino que eran negros y una camiseta blanca de Cosme que se asomaba debajo de la camisa. La variante era el gris, siempre con ropa que ellos vendían. La máxima flexibilidad que se habían permitido fue intercambiar camisas de ambos inventarios: una marrón de Cosme por una gris acero de Pierino. Nunca se les hubiera ocurrido comprarle a la competencia, ni siquiera a Saúl.
–Te vendría bien una vuelta en bicicleta alrededor de la cuadra –dijo Pierino–. No una, mejor seis.
–Lo que más bronca me da es que no hayas tenido que correr esa carrera en… ¿dónde era?
–Merlo.
–¿Por qué estos tipos se esconden en esos lugares? Estarían mejor acá, en la multitud.
–Preguntale a Di Salvo. Por ahí te cuenta.
–Se lo pregunté.
–¿Y qué te dijo?
–Nada. No quiere hablar. Ni siquiera niega que es Di Salvo.
–Hablale de Mussolini, por ahí se emociona. ¿Ya se lo llevaron?
–Esta noche. Así que tratá de no estar acá. No sea cosa que te lleven a vos en la confusión. Te lo merecerías por haberme metido en este lío.
–Es un perro, Cosme.
–¿Y te pensás que no lo sé? La guerra no la pasaste vos solo.
–¿Y te pensás que no lo sé?
Ante la mención de la guerra los comentarios casuales se volvían agrios, por no decir algo peor. Por eso casi siempre aparecía un silencio de tregua.
–¿Cuándo lo sacan del país? –preguntó Pierino.
–No tengo idea. De allá dijeron que lo aguantemos hasta que encuentren la solución. Te dedicaron unas oraciones, por lo que me contaron.
–¿Y dónde lo van a guardar?
–¿Y te pensás que lo sé? –otro silencio molesto–. ¿No es mejor así, vos no sabés quiénes son ellos, ellos no me dicen dónde los llevan? –una nueva pausa–. ¿Cuál era el premio de la carrera de bicicletas?
–Nunca pregunté.
–¿Vale la pena semejante esfuerzo?
–Seis vueltas en bicicleta alrededor del pueblo a cambio de cazar a un tonto como Di Salvo apenas se justifica.
–Deberíamos haberlo dejado pasar. ¿Qué importancia tiene Di Salvo?
–¿Te acordás de Giuglio Aprile?
–Claro, hombre. Lo estuve viendo cada semana durante seis años.
Giuglio Aprile había sido uno de los pocos amigos verdaderos de Pierino. Italiano como él, de nariz sospechosa como él, había luchado en la guerra primero y había recorrido la Argentina después en busca de justicia. Nunca logró cazar ni siquiera a un Di Salvo y esa amargura terminó por matarlo.
–¿Qué tiene que ver Giuglio?
–Un hermano de él fue sacado de Italia en un tren desde Milán. Nunca volvió.
–¿Un tren ordenado por Di Salvo?
–Seguramente no. O sí, quién sabe. Para el caso es lo mismo.
Para Pierino, hablar de Giuglio era una forma de no hablar de él. Sus historias se parecían tanto como era posible en una tragedia colectiva. Y no importarían los detalles de lo sucedido a Pierino en la guerra de no ser por su patetismo. Vivía con su familia en Torino cuando un día, harto de ver pasar al enemigo cantando bajo su ventana, se lanzó al campo con dos amigos de la infancia para unirse a la resistencia. Ni siquiera sabían dónde estaba la resistencia, si es que eso existía y no era otra cosa que un grupo de campesinos armados con escopetas viejas y escudados en el odio a los fascistas. Simplemente se lanzaron al campo como si buscaran aire puro e ideas más nobles que las que se respiraban en la ciudad. Fueron detenidos cerca de Tavernette, con Torino aún a la vista. Paradójicamente, a Pierino lo salvó la nariz. Los fascistas no necesitaron documentos; los documentos se podían falsificar; esa nariz no. A los otros dos los fusilaron allí mismo, frente a sus ojos. Pierino fue enviado a Mauthausen, pero no desde Milán, sino desde Torino, en otro tren organizado por otro Di Salvo. Habría más: una huida, años de soldado, el regreso a Italia, y la suerte de su familia, que no importa ahora porque es otro lugar común de los que dan vergüenza ajena.
–Teníamos que cazarlo.
–Sí, sí –dijo Cosme sin entusiasmo–, claro que sí. Te pensás que no lo sé. Teníamos que cazarlo, que es lo que hicimos.
–¿Hicimos? Hice, querrás decir.
–Si te querés llevar todos los méritos también hacete cargo de los problemas. Estos me tienen la cabeza así…
Cosme simuló que su cabeza era del doble del tamaño natural. Otra vez los contactos; de eso no se hablaba. Y así había sido desde un principio, en un acuerdo verbal -no por dicho sino por no dicho-, que había comenzado cuando Pierino vivía en Estados Unidos y recibió una carta de Cosme, al que conocía de nombre a través de Giuglio que ya vivía en Argentina. Cosme lo invitó a dejar los Estados Unidos y a transformarse en un vendedor suyo puerta a puerta, en lo que luego llamó “peinar el país”. La carta incluía una invitación a viajar con un pasaje pago por Cosme. Pierino dudó, cómo no. Varias cartas después, aceptó. Recién al llegar supo que el plan de peinar el país no pretendía sólo vender en cada rincón sino escarbar en ellos, buscar nazis o colaboradores, leones o liebres.
Para alguien que buscaba justicia como Pierino era imposible decir que no; Argentina era el nido de los nazis en desbandada. Trabajó para Cosme dos años, luego se independizó y progresó hasta el punto de ser el dueño del inmueble donde estaban los depósitos. Los primeros dos años de cazador fueron decepcionantes. En los tres siguientes cazó cinco hombres con pedido de captura internacional. A todos los había encontrado Pierino en sus viajes, siguiendo comentarios casuales, leyendo diarios viejos. Le bastaba un velorio de un muerto de apellido alemán para que se apareciera metiendo la nariz en un pueblo olvidado por Dios. El resto era dejarse llevar por el instinto con la omnipresente ayuda del odio. Ver caminar a un hombre clavando los tacos en la tierra a la entrada de una iglesia era suficiente para salir a la búsqueda de datos. La mayoría habían sido decepcionantes, menos los cinco que había cazado.
Di Salvo era el sexto, y el primero que Pierino cazó en persona, con sus manos, la ayuda de Saúl y el cloroformo del hermano de Elio. Hasta entonces se había limitado a señalar a la liebre para que se hiciera cargo otro cazador, un cazador verdadero, con armas verdaderas, contactos internacionales y aviones. Si los contactos de Cosme no se hubieran negado a cazar a Di Salvo, Pierino habría hecho exactamente lo mismo, y en Merlo hubieran sido otros hombres, hombres entrenados, peligrosos como las presas, los que hubieran cargado a Di Salvo en un coche. La situación no habría sido demasiado diferente. No hubieran dejado que Di Salvo se orinara encima. Pero estaría encerrado en el mismo lugar y lo vendrían a buscar las mismas personas para llevarlo a Israel y juzgarlo.
–Hay noticias –dijo Pierino–. Una clienta de Saúl mencionó a un tal Víctor en medio de la provincia de Santa Fe, en un pueblo que no está en los mapas: Los Algarrobos. Murió hace poco. La mujer dijo que tenía un acento igual al de Saúl.
–¿Es decir que podría haber sido berlinés?
–Ella dice que era holandés. En cuanto al acento, podría haberse equivocado, pero lo dudo. Me contó que habla italiano por su abuela, algo de triestino por el abuelo y reconoce el lombardo por la madre. No le falta oreja.
–¿Todo eso te contó? ¿Se hicieron amigos? Por ahí la seducen los ciclistas. Antes eran los boxeadores, pero viste como son las mujeres.
–Qué sabrás vos de mujeres.
–Tengo una esposa, dos hijas, una suegra, una cuñada, dos nietas y vecinas de cada lado del departamento, ¿te parece poco?
–¿Alguna te dijo que necesitaba un hombre que la contenga?
–No que yo recuerde.
–Entonces no sabés nada.
Pierino apartó una caja repleta de corpiños grandes como bombachas y bombachas grandes como pantalones, levantó una alfombra, abrió una puerta trampa y bajó al sótano. Cosme lo esperó fumando en el patio. Fumar era menos pernicioso para su salud que el aire enrarecido del sótano de Pierino. A metros de allí Di Salvo respiraba un aire semejante. Ya se sabe: el tufo añejo a naftalina nunca mató a nadie.
Pierino reapareció con una caja con expedientes. En el sótano había más, cerca de un centenar, ordenadas según el origen de los nazis probablemente refugiados en el país. No era exactamente un archivo oficial sino información que ellos cinco, en base a notas periodísticas, comentarios aislados, aportes de los contactos de Cosme, y los recuerdos de cada uno y de sus familiares, que eran un archivo en sí mismo, habían reunido. Allí adentro faltaba mucho, pero lo que había era una demostración de la magnitud de la tragedia. Que lo que faltaba fuera más que lo que había era la segunda demostración, la que ratificaba con su ausencia que era una tragedia por lo menos infinita.
La caja tenía ocho expedientes. Al rato se habían quedado con dos.
–Podría ser alguno de estos dos –dijo Pierino.
–Siempre puede tratarse de alguno que no tenemos en los archivos, como sucedió con Di Salvo. ¿Teníamos algo de Di Salvo?
–No.
–Qué pena que no me di cuenta antes. Te hubiera dicho que ese Mastrángelo era realmente un bicicletero y nos hubiéramos ahorrado un problemón.
–¿Y la foto con Mussolini?
–Qué sé yo, un truco de feria, la foto de una película, andá a saber. ¿Y si el de Los Algarrobos no es ninguno de estos dos?
–Si no lo tenemos en los archivos seguro que es otro perejil…
–¿Qué, está Hitler ahí?
–No, claro.
–¿Y ese es también un perejil?
–Pero Hitler está muerto.
–Sí, andá vos a saber con estos tipos. El otro día vi una película de un tipo que se cambiaba la cara y andaba por la calle lo más pancho.
–Estás viendo muchas películas, vos, últimamente.
Pierino tiró los dos expedientes sobre una caja.
–Hans Murger, alias Franz Murger o Adolf Berger.
–No creo que Berger ande aún por el país. Debe estar en los Estados Unidos protegido por la CIA.
–¿Y para qué quiere la CIA a un tipo así, que no es científico ni nada?
–Qué pregunta. Para que les enseñe a torturar.
Hojearon los expedientes marcando algún detalle de importancia: lugares, destinos, los campos de exterminio donde habían actuado.
–Sea como sea, si es alguno de estos dos, mejor que esté muerto, así no hay que gastar en esconderlo y sacarlo del país –dijo Cosme.
–Si fuera uno de éstos, me gustaría saberlo.
–En ese caso buscá la tumba y meala. ¿Cuándo viajás?
–La semana que viene.
–Llevá la bicicleta y aprovechá para hacer ejercicio. Y de paso invitala a esa Sara a dar una vuelta en el manubrio.
La habitación estaba vacía con excepción de la cama y una mesa de luz sin cajones. Había buena luz, del estilo de la que te despierta sin atenuantes a las seis de la mañana. Pierino dejó las dos valijas en un rincón. Detrás llegó un chico que había encontrado milagrosamente al entrar al pueblo y que había contratado de changarín a cambio de dos pares de medias de futbolista. Cargaba otras dos valijas de madera, infladas al punto que para cerrarlas Pierino había tenido que sentarse encima. Traía ropa como para hacer felices a dos casamientos completos, con los hijos por venir y todo.