Authors: Javier Chiabrando
Tags: #Chiabrando, #policial, #cacería, #célula, #nazis, #argentina, #interior, #crimen
–Supongo que vas a pagar un café de agradecimiento por haberte traído, ¿no? –dijo Cosme y fue en busca del bar.
Cómo decir que no. Pierino entró al baño y demoró en salir, ¿cuánto?, cinco minutos, tres, diez, exagerando como para justificar que ciertas cosas puedan cambiar tanto en un tiempo que no logramos imaginar así de demiurgo. Cuando entró había un hombre parado frente al espejo acomodándose una mata de pelos negros y brillosos sobre la frente, carnet de criollo. Pierino descartó los mingitorios y eligió baño con puerta. El pudor pudo más que la vejiga. El hombre del jopo ocupó uno de los mingitorios en el momento en que Pierino cerraba la puerta del retrete. A pesar de estar protegido en su intimidad por una puerta de madera, pintarrajeada de mensajes al punto que no se sabía cual era el color original, Pierino no pudo hacer lo suyo hasta no estar solo. Para colmo, entró un tercer hombre que Pierino no vio y no vería sino tiempo más tarde. ¿Lo habría reconocido de haberlo visto en ese momento? Seguramente no. La imagen que conocía de él era la de un joven y emprendedor asesino de chicos, mujeres y viejos. Mientras el tercer hombre orinaba sin dejar de canturrear canciones sin letras, sin una lógica que pudiera sugerir que detrás de esas onomatopeyas existía un idioma, el hombre del jopo salió del baño. Al fin el canturreo también se alejó y Pierino orinó en paz. Llegó al bar tres, cinco, diez minutos después. Cosme había desaparecido, se había volatilizado, se lo había tragado la tierra, se había esfumado. El Valiant IV seguía en el mismo lugar. Batimóvil sin Batman.
Pierino rodeó la estación de servicios una y otra vez. Se imaginaba a Cosme caminando delante de él, o detrás, a la misma velocidad, a la misma distancia, sin verse, sin oírse, como si la vida pudiera ser un gag de Tati. Fue el mozo del bar el que le dio una pista sin saber que lo hacía, cuando Pierino le preguntó si no había visto a un hombre entrar al bar un rato antes.
–He visto varios, incluido usted. ¿Cómo era?
–¿Quién?
–El hombre que busca.
Pierino describió a Cosme.
–¿Cómo iba vestido?
Pierino describió la ropa de Cosme.
–Se diría que se está describiendo a usted mismo –dijo el mozo y se fue a secar copas.
Ambos iban vestidos de marrón, de la misma altura, mentón con barba, se cortaban el pelo en el mismo peluquero, y tenían esa sospechosa nariz de judío, que en el caso de Cosme era de judío de apellido judío. Estaba la carraspera de Cosme de diferencia, pero eso era sólo importante si le habían dado tiempo de toser. Existía una posibilidad, o dos, ambas desalentadoras. Pierino las evaluó sentado en el Valiant durante alrededor de una hora. Cuando se convenció de que no corría el riesgo de abandonar a Cosme en ese lugar por una confusión tonta, manejó hasta el centro de Las Parejas, ubicó un bar que tenía un teléfono público que se veía desde la vereda, dejó el Valiant a la vuelta de la esquina, entró, pidió un té y la guía telefónica y compró cospeles. Luego de telefonear a las dos casas de sepelios del pueblo, de recorrer la guía de punta a punta, y de preguntarle al dueño del bar y a un parroquiano, se convenció de que no existía ni había existido ningún Fernando Larivei en Las Parejas, ni primo suyo ni nada que no fuera un socio del diablo.
Los últimos cospeles los usó para hablar a Los Algarrobos. A esa altura en el bar todos lo miraban con desconfianza. Lógico: era un extranjero que venía a alterar esa paz de cementerio ganada con mucho esfuerzo. Allí no había habido guerra ni nazis, ¿con qué derecho Pierino elegía ese pueblo como campo de batalla de su guerra personal? ¿Sólo porque representaba a la justicia?
¿Y?
Sara atendió al segundo timbrazo. ¿Le pareció de ganas que tenía o ella se alegró de la llamada? Para evitar involucrarla, antes de pedirle lo que tenía que pedirle, le preguntó por la hija y ella le contó que el casamiento iba viento en popa.
–¿Tiene aún la renoleta?
–¿Tengo que ir a buscarlo a San Jorge?
Otra vez le pareció que la voz de ella era de alegría. ¿Lo era realmente?
–No, necesito un favor. A las cinco de la tarde un amigo se citó con otros amigos en la entrada del pueblo y necesito enviarles un mensaje.
–¿Gente que viene a este pueblo, y a qué?
–Son viajantes. Se juntan allí camino a San Francisco.
–¿Y usted dónde está?
–En Buenos Aires –prefirió mentir–. Sara, necesito un favor. A cambio le llevaré un regalo cuando vaya.
–No tiene que hacerme ningún regalo por un favor.
La voz de ella se había endurecido. Pierino sabía mucho de nazis, pero de mujeres no clientas nada. ¿Era Sara una mujer que buscaba que la contengan? Cualquiera fuera la respuesta, Pierino no hubiera sabido qué hacer.
–Es importante, Sara, algún día se lo voy a explicar mejor. ¿Confía en mí?
–Lo escucho.
–Necesito que vaya a la entrada del pueblo y que les diga a estos hombres que Cosme desapareció.
–¿Cómo desapareció? Nadie desaparece así nomás.
–Lo sé, Sara, es una forma de decir. Ellos lo van a entender.
–¿Qué más?
–Que el mensaje es de Pierino.
–¿Eso es todo?
–Eso es todo.
–¿Y cómo los reconozco?
–Se supone que uno, dos, o todos, deberían ser narigones.
La risa de Sara barrió con la sombría actitud anterior.
La sociedad con Saúl ni comenzó. Cuando Pierino llegó a Buenos Aires Saúl estaba en coma y ya no despertaría. Moriría una semana después, con sus dos hijos en el país y a cargo del negocio. Nunca habían estudiado en los Estados Unidos sino que estaban esperando encontrar la valentía de decirle al padre que odiaban a los norteamericanos, aún a los judíos, que deseaban volver y ponerse a trabajar a su lado, codo a codo, sábana a sábana. Volvieron, como deseaban, y sin tener que confesar nada debido al coma del padre. Se pusieron al frente del negocio al día siguiente de pisar suelo argentino. Se adaptaron al instante, como si hubieran nacido para vender toallas y ropa de cama. El día del entierro cerraron durante la mañana, por la tarde dejaron la cortina semiabierta por si algún cliente los necesitaba de urgencia. Como nadie había oído de la futura sociedad entre Saúl y Pierino, Pierino nada dijo, nada reclamó y nada tuvo, ni la mitad del negocio de Saúl, ni una sucursal en Rosario.
Pierino había llegado a Buenos Aires de un tirón, al mando del Valiant al que muchas veces le imprimió la velocidad de cien kilómetros, pensando que si Cosme aparecía lo primero que importaría sería mentirle sobre eso. Aún se permitía ser optimista. Estacionó el coche frente a los depósitos y dejó las llaves puestas. Desde su casa llamó a la de Cosme. Pensaba tener que dar la noticia pero no fue necesario. Una de las hijas se la transmitió a él.
–Estamos preocupadas, Pierino, no sabemos dónde está papá.
Él intentó tranquilizarla diciéndole que estaría haciendo negocios en el interior, donde no había teléfono. Sus palabras sonaron automáticas, casi de compromiso. Era una tragedia y lo sabía. Un coletazo de la gran tragedia, pero no menos grave.
–Nos avisó el primo de papá. Habían quedado en encontrarse en Rosario para comprar mercadería. Ni siquiera sabemos si se fue en auto o en tren.
–El auto está frente al depósito.
–Por lo menos sabemos eso. Le voy a avisar al primo que no se fue en auto.
Otra vez el primo. Ahí estaba el contacto. No sería difícil averiguar el resto.
–¿Qué primo?
–Miguel.
Por el momento era apenas un nombre. Había más, mucho más que un nombre, pero aún no era el momento de comprenderlo en su totalidad. Aún faltaba aceptar que Cosme estaba muerto, volverse un mejor detective y dar de casualidad con un campo de Balcarce donde conocería una verdad tremenda, agregando otra rama a ese árbol genealógico del horror que era la guerra.
Se despidió con más palabras de compromiso, sin convicción, con esperanzas modestas, y luego llamó a Elio y a Gerard.
–Nada de reuniones, nada de hablar del tema, nada de revisar expedientes.
Los otros dos no necesitaron ninguna explicación. No se los volvió a ver por un buen tiempo. Al único que le contó toda, pero toda, la verdad, fue a Saúl, sentado al lado de su cama, como si supiera que no despertaría.
Durante unos días intentó hacer vida normal. Trabajo, mayormente acomodar ropa, inventario, el siguiente viaje, si lo había, las reuniones en el Montecarlo donde cada vez era recibido con menos entusiasmo debido a su pobre anec-
dotario. Lo único que se agigantaba en su vida era aquello de lo que no podía hablar. Llamaba a la casa de Cosme cada mañana y cada tarde para recibir la noticia que imaginaba: no se sabía nada. Las hijas esgrimían la más desesperada de las opciones, como si realmente Alicia hubiera podido caer en un pozo del jardín: amnesia. El pobre Cosme estaría caminando en medio de la nada, olvidado de su pasado y de su presente, protagonista obligado de una película inverosímil. Pierino prefirió hacer lo que la guerra le había enseñado: darlo por muerto. No se sentía capaz de estar -otra vez- esperando indefinidamente para enterarse, un día cualquiera, que siempre sería el día menos indicado, que Cosme no volvería.
Las únicas alteraciones a su rutina por esos días eran dar una vuelta a la cuadra en sentido contrario al habitual para saber si lo vigilaban. Nunca vio nada extraño. Los cazadores del otro bando se regodeaban en lo que consideraban un triunfo; festejaban, bebían y dormían la siesta. Al mediodía almorzaba en su casa: un bife bien cocido, una ensalada, una fruta. Luego una siesta, lo más larga posible, nunca superior a una hora. La mayoría de las veces se despertaba con un grito en la garganta. Por las tardes volver al trabajo, donde deshacía lo que había hecho esa misma mañana.
Y se hartó. Es decir, estaba harto y se hartó más. Cambió el café de la mañana por una visita a la casa de Cosme. Estaba por tocar el portero cuando vio el Valiant IV doblar la esquina. Apenas tuvo tiempo de entrar a la peluquería de Julio y sentarse como si esperara su turno. En el Valiant había tres hombres. El que conducía debía ser Miguel. Tenía un ligero parecido con Cosme, pero sin la nariz delatora. Ventajas de la hibridación, cambios de hábitos, clima, cultura. Era un muchacho guapo, alto, atlético; daba la impresión de ser peligroso en el cuerpo a cuerpo, pero en esta guerra jamás se libraban ese tipo de batallas, eso hubiera sido desperdiciar lo que los hombres habían aprendido en la última gran guerra.
Los tres entraron al edificio de Cosme y salieron cuando Pierino estaba haciéndose afeitar para ganar tiempo. El Valiant desapareció junto a los restos de la espuma. Al salir de la peluquería había perdido las ganas de subir al departamento de Cosme. Era más sencillo escuchar las malas noticias por teléfono. Ese mediodía no almorzó. Ni siquiera se dio cuenta del tiempo que pasó encerrado en su depósito estudiando el mapa rutero de Cosme que había quedado en su cartera de cuero por descuido. A diferencia del suyo, el mapa de Cosme estaba todo escrito, mejor sería decir rayado, como si Cosme nunca hubiera confiado en su memoria; mejor aún: como si Cosme se hubiera visto obligado a mostrarle a alguien caminos secretos, destinos, rutas de caza. Siete itinerarios marcados en diferentes páginas, todos con visible lapicera roja sobre los colores azules y verdes del mapa. Pierino recorrió con un dedo el primero de los itinerarios. Hacía tiempo ya que había estado en esa zona, más de seis años. Había olvidado cómo se llegaba. Era lo bueno de tomar trenes: no tenía que preocuparse por rutas, camineras y vías de escape.
Había llegado a las Varillas, Córdoba, luego de tomar un tren de Buenos Aires a Rosario y otro de Rosario a… Ya había olvidado cómo había logrado llegar a Las Varillas. Allí estaba Franz Castorp, escondido bajo el nombre de Francisco Karloch, reponiéndose en el hospital de una operación de vesícula. Castorp era un oficial austríaco con una buena cantidad de muertos en su haber personal. Pierino había encontrado su pista en un tren, cuando dos muchachas de Las Varillas le habían contado que viajarían a Europa y que estudiaban alemán con un alemán de verdad. Aprovechando la convalecencia de Castorp, Pierino entró en su habitación mientras dormía y le sacó una foto que ratificó su identidad. En el siguiente viaje marcó el terreno para la captura y la huida de los contactos de Cosme. Eso era lo que Cosme había dibujado en su mapa: la manera de llegar a las Varillas con el baúl vacío, y huir con una liebre viva adentro.
Luego de un rato de deliberar con su memoria, que lo obligaba a recordar nimiedades insólitas, Pierino comprendió que seis de los itinerarios del mapa remitían a cómo cazar y cómo esconderse del guardabosque. Era notable lo mucho que había viajado los últimos años. Las líneas rojas llegaban a los lugares más insospechados del país, lugares adonde no hubiera ido a vender de ninguna manera. El séptimo itinerario no estaba en el séptimo lugar. Era el séptimo porque sobraba. Era el que más anotaciones tenía, incluidas varias de puño y letra de Cosme a manera de recordatorio: cuántos kilómetros había entre Tandil y Balcarce, cuántos puestos de policía había en el camino, cosas así. Cosme escribía lo que no estaba seguro de recordar. Ése había sido un viaje de Cosme y no de sus contactos. Sus contactos sabían el camino de memoria; iban allí a cada rato, cada fin de semana, como si fuera un destino turístico. La línea final del séptimo itinerario estaba en un campo cercano a la ciudad de Balcarce, por la ruta que llevaba a Tandil.
¿Seguiría vendiendo toallas como si nada hubiera pasado? Esa misma noche, la del día que se hartó de hartazgo absoluto, cambió su rutina de tal manera que si lo hubiera contado en el Montecarlo lo hubieran expulsado por revoltoso. Se levantó a las cinco de la mañana y abandonó su casa con determinación de justiciero. Las calles estaban desiertas, con excepción de una pareja de jóvenes que parecían buscar un hotel o un zaguán. Era imposible que estuvieran vigilando algo alejado del alcance de sus dedos. Pierino pasó al lado y fue olímpicamente ignorado.
A las seis se encontraba al menos a veinte kilómetros de su casa, al mando de su 2 CV nuevo. El Citroen tenía dos años pero el kilometraje no excedía los tres mil kilómetros. La mayor distancia que había recorrido en él era al Tigre, viaje que hacían con sus socios una vez por mes, donde simulaban pescar, aunque en realidad confabulaban acciones justicieras de la más diversa catadura. Pierino lo había comprado pensando que al tenerlo sentiría ganas de hacer cosas que no eran ni serían parte de su vida: ir a la cancha o viajar a Mar del Plata. Ahora estaba viajando a Balcarce. No le costó encontrar el campo de la misma manera que a los contactos de Cosme no les había costado encontrar las liebres. Bastaba seguir el itinerario marcado por Cosme con su letra imprecisa de datos precisos.