Authors: Javier Chiabrando
Tags: #Chiabrando, #policial, #cacería, #célula, #nazis, #argentina, #interior, #crimen
–¿Cómo llegó hasta acá? –preguntó Sara.
–Tren hasta San Jorge y luego un camionero se apiadó de mí.
–Pensé que venía en coche. Sino lo hubiera ido a buscar a San Jorge en mi auto.
–Así haremos la próxima –dijo Pierino, algo intimidado por su propia osadía.
–¿Así cómo, usted vendrá en coche o yo lo tendré que ir a buscar?
–¿Y qué auto tiene? –en ciertos casos es mejor contestar con preguntas.
–Una renoleta. Era de mi marido y cuando él murió no la quise vender. La uso poco, pero en este pueblo una está un poco aislada sin vehículo. A veces me agarra la loca y me voy a San Jorge nada más que por salir de Los Algarrobos.
–¿A qué va? ¿A bailar?
Ella lo consideró definitivamente un hombre sofisticado. A diferencia de Cosme, que sabía hablar con mujeres porque estaba rodeado de ellas, Pierino, cuando no eran clientas, lo ignoraba casi todo, y eso, en un pueblo perdido de la pampa húmeda vacío de sorpresas -excepto, quizá, un nazi de vecino- podía ser visto como sofisticación, un practicante del difícil arte de hacer nada más que bromas de salón.
–No, pero no es una mala idea –dijo Sara–. A veces voy a tomar el té con una amiga.
Solo en un caso anterior Pierino había llegado al lugar de la cacería en el coche de Cosme del que ya hablaremos. Pero habían decidido que era peligroso. Pierino debía ser lo que era, un vendedor de ropa, para esconder lo que también era, un cazador. Para eso era indispensable que llegara al escenario elegido cansado, harto, sucio y cargado con más valijas de las que podía acarrear.
–¿Tuvo suerte con la combinación?
–Sí, no tuve que esperar más que una hora. De no haber sido así, tendría que haberme alojado una noche en Rosario.
Siguieron así, lo que le permitía a Pierino no sucumbir a las ganas de preguntar por el holandés, o lo que fuera, ni por sus cosas. Entre lo que charlaron, arreglaron lo relativo al valor de la habitación por los dos días que Pierino estaría allí. El alquiler incluía las comidas.
–Y café a discreción –dijo Sara.
Pierino agradeció. Para no pensar en las cosas del holandés, preguntó por la casamentera.
–En un rato la va a conocer –dijo Sara–. Ya debe estar por llegar del trabajo.
Dicho y hecho, apenas Sara dijo eso, se abrió la puerta de calle y entró la hija, casamentera hoy, esposa mañana. Mientras la saludaba, Pierino la medía. Había, con la ropa que traía y que le pensaba vender, diferencias de anchura, nada que una buena modista de pueblo no pueda solucionar. La hija, que también se llamaba Sara, casi obligó a Pierino a abrir una de las valijas. Pierino la tentó primero con la ropa de cama. A la casamentera se le hacía agua la boca, quizá más que la boca, de imaginarse envuelta en las sábanas blancas que Pierino había llevado. Chirriaban un poco al uso pero, eso sí, eran blancas.
–¿Hay alguna buena costurera en el pueblo? –preguntó Pierino antes de mostrar los vestidos.
–Yo soy la mejor –dijo Sara la madre–. ¿Ve el vestido de ella? –y señaló a la hija–, se lo hice de uno mío.
A simple vista el vestido le tiraba un poco de sisa pero quizá Sara la hija había engordado los brazos los últimos meses. Suele pasar con las que se van a casar, como si abandonaran la faja con la que conquistaron al novio; “si total me verá en peores situaciones en breve”.
Sara la madre le mostró la casa comenzando por el patio. El marido había construido dos habitaciones en el fondo, independientes de la casa, que de tanto en tanto alquilaban a camioneros, viajantes, o a Víctor, que había estado allí un tiempo largo, en la habitación que ocuparía Pierino. La otra se había vuelto el taller de Sara la madre y con el tiempo el de Sara la hija y su máquina de tejer. Unidas, eran una industria. Habían visto tanta ropa casera que cada prenda que Pierino les mostraba les parecía salida de un cuento de hadas.
El resto de la casa no tenía nada de especial: una casa americana de dos habitaciones con el baño al medio, cocina y sala de idéntico tamaño, patio con parral, patio sin, y las dos habitaciones para alquilar. A Pierino le bastó una pregunta para sacarse la duda que lo atormentaba: ¿adónde habían ido a parar las cosas del muerto?
–¿Cose con Singer, Sara?
Sara la hija tomó la posta y habló de su máquina de tejer. Singer, claro. El mismísimo vendedor se había alojado en una de esas habitaciones. Sara la madre asintió como diciendo ¿con qué sino?, y abrió la puerta de la sala de producción textil para mostrar las dos Singer que brillaban orondas, aún en la oscuridad.
–Creí que me había dicho que mi habitación estaría llena de cajas y cosas de ese inquilino suyo que murió.
–Quiere creer que justo ayer apareció un hermano de Víctor y se llevó todo. Yo ni sabía que tenía un hermano. Se llevó todo. No nos dejó ni una foto.
–¿Tenía fotos?
–Tenía un álbum con fotos de su familia, de la infancia, de Holanda.
–¿Y se las dio, así, sin preguntar?
Ella lo miró con más desconfianza que la que había tenido con el hermano de Víctor. ¿Por qué motivo alguien podría hacerse pasar por otra persona? ¿Para llevarse revistas viejas y fotos de un país que se llama igual que las vacas?
–Un rato antes me llamó la policía para decirme que iba a venir un hermano de Víctor a buscar sus cosas. Que se había presentado en la comisaría para pedir datos porque no estaba seguro de dónde vivía.
Era una sorpresa desde todo punto de vista. Tanto si el hermano lo era como si no.
–¿Estuvo mucho tiempo con ustedes?
–Cinco años, o más, con una pausa de seis meses que estuvo trabajando en el norte.
–Me parece que lo del norte era más bien una mujer –dijo la hija, autorizada en la picardía porque en breve sería, y para siempre, mujer de cama de dos plazas de despampanantes sábanas blancas.
Al oír la palabra mujer, Sara la madre se desató y se volvió a atar el pelo. Fue un gesto casual, quizá ella ni había escuchado el comentario de la hija, pero Pierino sintió algo que no se animó a identificar como celos.
–Yo conocí hace unos años a un Víctor que tenía el mismo acento que Saúl –dijo Pierino.
Pero si Víctor hubiera sido pareja de Sara no habría estado viviendo en esa habitación pudiendo compartir la de ella. O sí, vaya uno a saber las costumbres de estos pueblos. Y los holandeses son también bastante raros. Pierino los había conocido bien.
–Por ahí es el mismo. Sería una gran casualidad, pero nunca se sabe –dijo Sara la madre.
–¿No está en la foto de algún cumpleaños o navidad?
–No, a Víctor no le gustaban las fiestas. Pero había una foto. La del documento. Estaba allí, entre sus cosas. Y el hermano me dijo que lo necesitaba para hacer trámites. Le dijimos que no se preocupara, que el fotógrafo del pueblo era primo nuestro, y que nos haría otra cuando se lo pidiéramos.
–¿Y para qué? –dijo Pierino: ¿celos de hombre o de cazador?
–La lápida está sin foto.
La técnica de venta de Pierino era la que le había enseñado Cosme y que él había perfeccionado kilómetro a kilómetro. Por ejemplo, pedirle a Sara el nombre de una amiga, a la que le pediría otro nombre luego de visitarla. De esa manera se evitaba las presentaciones largas y la pérdida de tiempo porque cuando llegaba a la casa de una clienta ellas ya sabían el color del vestidito que guardaba en el fondo de la valija. Ya que la pista del holandés parecía haberse evaporado, Pierino se quedaría en el pueblo ese día y el siguiente para compensar el viaje. A media tarde ya no tenía ni toallas ni sábanas; era lo primero que se vendía. También los batones volaban de sus manos, y en cualquier valija cabían un par de docenas. El interior del país era un mundo en batón.
Dejó la valija vacía en la casa de una amiga de una amiga de Sara por donde la pasaría a retirar luego, y dio una vuelta por el pueblo. Le consumió diez minutos, quizá quince. Se sentó en la plaza, en un banco de jubilados, buscando en el fondo de su cansancio una idea. La tuvo: visitar el cementerio. No le costó encontrar la tumba de Víctor. Era de las últimas, de las más nuevas, de las más simples, con una lápida sencilla donde se leía Víctor Van der Lower. Era todo. Ya estaba, no parecía haber forma de seguir investigando, a menos que volviera a Buenos Aires y trajera consigo las fotos de Murger y Berger jóvenes y buscara que alguien las comparara con el recuerdo de Van der Lower adulto. Demasiado arriesgado. Por un nazi vivo, todavía. Pero por un muerto… Mejor vender el resto de la ropa y volver a Buenos Aires a esperar una nueva pista. La pista aparecería en Rosario.
Le gustaba Rosario. No sabía por qué pero le gustaba. No tenía nada de especial, pero le gustaba andar por las calles, sentarse en algún bar de mala muerte a beber el único café del día, mirar a la gente pasar por la ventana. Le parecía una vida que podía haber vivido en lugar de la que le había tocado. El café de ese día lo bebió en un bar de la calle Sarmiento, frente al diario La Capital. Bar La Capital. Simple, imposible de confundir. Pierino se había alojado, como cada vez que tenía que pasar una noche en Rosario, en un hotel de dos pisos, dos estrellas y dos entradas, una por San Martín y otra por Santa Fe, cerca del bar donde estaba tomando su único café diario. Esta vez la combinación de trenes lo había obligado a quedarse un día en Rosario sin plan alguno. Pero no lo lamentaba.
Eran cerca de las nueve de la mañana cuando tomaba su café. A las siete se había levantado, y a las siete y media había telefoneado a Cosme. Luego debió esperar a que Cosme saliera de su casa, quizá se bañara antes, o desayunara, y fuera al café donde atendería la llamada del tipo de las que nadie debería oír. Era lo primero que habían aprendido en sus vidas de detectives vocacionales: no decir cosas donde los pudieran escuchar.
–Víctor Van der Lower –dijo Pierino.
–¿Y?
–Qué sé yo.
–¿Tu amiga no tenía una foto?
Pierino le contó de la aparición de un hermano.
–¿Un hermano?
–Un hermano.
Le dieron algunas vueltas al asunto y lo abandonaron. Camino cerrado por ausencia de datos.
–¿Te llevaste la bicicleta? –preguntó Cosme.
–Sí, y batí mi propio récord. Di siete vueltas al pueblo. Y era enorme, como de cien manzanas.
–Cómo está creciendo el interior, che. ¿Cuántas vueltas podrías dar alrededor de Buenos Aires?
–Ocho, por lo menos.
–¿Y no le measte la tumba por las dudas?
No le dijo que estuvo tentado a hacerlo. Se lo había impedido un grupo de gente que ponía flores en una tumba vecina. El pudor pudo más que las ansias de justicia. La conversación con Cosme finalizó sin más precisiones, es decir sin ninguna precisión. Hora del café, entonces. Pierino entró a La Capital y se sentó en una mesa que daba a la ventana. A pesar de todo se sentía de buen ánimo. Pidió un café con una medialuna salada. Su salud apenas se lo permitía, pero después de tanta bicicleta y elongaciones seguramente había quemado una carretillada de colesterol y una licencia no lo iba a matar. El café se enfrió sobre la mesa. Y por culpa nada menos que del diario La Capital, decano de la prensa argentina. No por las noticias de política, deporte o policiales, que eran un catálogo de tonterías o catástrofes, sino porque mientras hojeaba el diario de aburrido nomás, Pierino encontró una necrológica que decía:
“Alto dirigente nazi muere en accidente
.
Ayer se conoció la noticia de que habría dejado de existir en nuestro país un militar nazi conocido como Víctor Krauss Van der Lower o Víctor Krauss o Víctor Van der Lower. La muerte, sucedida semanas atrás, habría sido ocasionada por un accidente. Víctor Krauss, ex coronel del ejército, era ciudadano alemán naturalizado holandés (nacido en Elten, pueblo alemán que durante una época perteneció a Holanda), y habría llegado a Argentina alrededor de los años cincuenta. Participó en la Segunda Guerra Mundial y luego se habría refugiado en nuestro país, evadiendo persecuciones e investigaciones. En el momento de su muerte vivía en la localidad de Los Algarrobos, donde todos ignoraban su pasado.
La nota era del estilo de las destacadas, en este caso con un recuadro negro bien visible. Entonces ahí estaba. Ni Murger ni Berger. Sino Víctor Krauss. Víctor Krauss. Nada menos que Víctor Krauss, el mismo que Pierino había perseguido en los Estados Unidos dando vueltas al voleo con su camión, apoyado en el simple rumor de que estaba refugiado en el país. Víctor Krauss: el hombre de sus pesadillas, su hombre de la bolsa privado, la cara inconfundible del gitano que roba chicos, el diablo que no viste de rojo.
Pierino nunca había oído hablar de Elten, pero los datos filiatorios de los nazis eran poco fidedignos; la mayoría mentiras que se deslizaban en los pasaportes de salida de Europa. Datos que a veces ni siquiera existían de tantos archivos quemados en la retirada o desaparecidos bajo las bombas. Eso explicaría que Víctor Krauss se presentara como holandés habiendo hecho su carrera militar en Munich primero, en Auschwitz después. Ambas cosas, ambos acentos, ambas nacionalidades, podían ser verdad y mentira a la vez. ¿Era así de simple? ¿Un alto dirigente nazi había vivido en un pueblo perdido de la pampa húmeda y muerto como cualquier hombre? ¿Eso era todo? Que Pierino no se hubiera topado con algo así antes no significaba que no fuera posible. Los dos apellidos también podían ser parte de una cobertura astuta: dos apellidos y dos nacionalidades bastaban para confundir a los cándidos habitantes de pueblos como Los Algarrobos. Por eso se iban a vivir a lugares así, para rodearse de gente que no distinguía Holanda de Irlanda, y que el pasado de sujetos como Krauss los tenía sin cuidado siempre y cuando no alterara sus presentes de trabajo y sus sueños de modesta prosperidad. Luciana no habría dejado de considerar a Di Salvo un cliente por mucho que Pierino le hubiera explicado quién era Mussolini. Quizá Mastroianni la hubiera conmovido más.
Para Pierino no quedaba otra que volver a Buenos Aires y comunicar a Cosme y al resto la gran novedad: Víctor Krauss estaba muerto. Nada menos que Víctor Krauss. Víctor Krauss, así es.
Al regresar se comunicó con Cosme, Cosme con Saúl, Saúl con Gerard y Gerard con Elio, según un esquema que utilizaban más por ahorrar que por seguridad, y esa misma noche se reunieron en el depósito de Cosme. Pierino los puso al tanto.
–¿Víctor Krauss? –preguntó Elio como si no fuera posible.
–Hace mucho que no oímos de él. Creí que estaba muerto –dijo Gerard.