Cazadores de Dune (7 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

—Ya no es necesario perpetuar la ilusión —anunció Khrone—. Esto se ha convertido en una pérdida de tiempo.

Uxtal y el anciano Burah los miraban.

—Hace tiempo —siguió diciendo Khrone—, los maestros tleilaxu originales crearon la génesis de lo que somos ahora. Tú, anciano Burah, y tus compañeros no sois más que copias desvaídas. Un recuerdo diluido de la antigua grandeza de vuestra raza. Nos ofende que os consideréis nuestros amos.

Tres de los Danzarines Rostro se acercaron al asiento del anciano. Uno se situó por detrás y los otros dos a lado y lado. A cada momento que pasaba, el anciano parecía más asustado.

Uxtal sentía que se iba a desmayar. Apenas se atrevía a respirar, quería huir, pero sabía que había muchos más Danzarines Rostro a bordo aparte de aquellos ocho. No podría escapar con vida.

—¡Basta! ¡Os lo ordeno! —Burah trató de ponerse de pie, pero los dos Danzarines Rostro que tenía a los lados le obligaron a permanecer sentado sujetándolo por los hombros.

—No me extraña que os llamen «perdidos». Los maestros de la Dispersión siempre habéis estado ciegos.

Desde detrás, el tercer Danzarín Rostro cubrió los ojos de Burah con las dos manos y apretó, hundiendo los dos índices en su cerebro como un tornillo de banco. El anciano chilló. Sus globos oculares estallaron, y la sangre y los fluidos rezumaron por sus mejillas.

Khrone profirió una risa blanda y artificial.

—Quizá tus compañeros tleilaxu podrían crear anticuados ojos metálicos para ti. ¿O también habéis perdido la tecnología para hacer eso?

Los gritos de Burah se acabaron de golpe, cuando el Danzarín Rostro giró su cabeza hacia el lado y le partió el cuello. En unos instantes, el cambiador de forma adoptó una profunda imprimación; su cuerpo cambió, se encogió y adquirió las facciones de duende del anciano muerto. Cuando la transición estuvo completa, flexionó sus pequeños dedos y le sonrió al cuerpo ensangrentado e idéntico que yacía en el suelo.

—Otro reemplazado —dijo el Danzarín Rostro.

¿Otro?
Uxtal se quedó helado, trató de no gritar. Cuánto le habría gustado volverse invisible.

Los cambiadores de forma se volvieron a mirar al ayudante. Uxtal, que lo más que consiguió fue encogerse, levantó las manos en un gesto de rendición, aunque dudaba que eso sirviera de nada. Le matarían y lo reemplazarían también. Y nadie lo sabría. Un gemido contenido escapó de su garganta.

—No seguiremos actuando como si fuerais nuestros amos —le dijo Khrone.

Los Danzarines Rostro se apartaron del cuerpo de Burah. La copia se inclinó y se limpió los dedos ensangrentados en las ropas del anciano.

—Sin embargo, para llevar a cabo nuestro plan necesitamos ciertos procedimientos tleilaxu, y por tanto conservaremos parte del stock genético original… si cumples los requisitos. —Khrone se acercó mucho a Uxtal y lo miró con dureza—. ¿Comprendes cuál es la jerarquía? ¿Sabes ahora quién es el verdadero amo?

Uxtal solo consiguió proferir un gemido ronco.

—S-sí, por supuesto.

8

¡Tres años vagando en esta nave! Sin duda nuestra gente sabe lo que significa la búsqueda de la tierra prometida. Aguantaremos, como siempre hemos hecho. Seremos pacientes, como siempre hemos hecho.

Y aun así, la voz de la duda que llevo en mi interior pregunta: «¿Sabe alguien adónde vamos?».

E
L
RABINO
, discurso a sus seguidores a bordo de la no-nave

Los pasajeros judíos tenían toda la libertad que podían desear en la nave gigante, pero Sheeana sabía que todas las cárceles tienen sus barrotes, todos los campos de concentración tienen sus cercas.

La única Reverenda Madre que había entre los refugiados judíos, una mujer llamada Rebecca, sondeaba sus propios límites, con curiosidad, diligencia, discreción. A Sheeana siempre la había intrigado: una agreste Reverenda Madre, una mujer que había pasado por la Agonía sin la ventaja del adiestramiento de una Bene Gesserit. La sola idea la asombraba, pero a lo largo de la historia podían encontrarse anomalías similares. Sheeana la acompañaba con frecuencia en sus paseos contemplativos, que eran más un viaje de la mente que un esfuerzo por llegar a una sala o una cubierta determinada.

—¿Vamos a limitarnos a caminar en círculos otra vez? —se quejó el rabino detrás de ella. Antes de emprender ninguna actividad, aquel hombre, que antaño fuera un doctor suk, siempre tenía que buscarle un sentido—. ¿Por qué malgastar mi tiempo en empresas fútiles cuando podría estar estudiando la palabra de Dios?

El rabino actuaba como si le estuvieran obligando a caminar con ellas. Como hombre, para él el estudio de la Tora era algo válido por sí mismo, pero Sheeana sabía que las mujeres debían estudiarla para conocer las aplicaciones prácticas de su ley. Rebecca había ido mucho más allá de ambas cosas.

—La vida en sí ya es un viaje. La vida nos obliga a ir a su paso, tanto si decidimos sentarnos como si decidimos correr —dijo Sheeana.

Él frunció el ceño y miró a Rebecca buscando su apoyo, pero no lo encontró.

—No me vengas con vuestros tópicos Bene Gesserit —dijo—. El misticismo judío es mucho más antiguo que nada que las brujas hayáis podido desarrollar.

—¿Preferiría que cite la Cábala? Muchas de las otras vidas que llevo dentro han estudiado la Cábala extensamente, incluso si técnicamente no se les permitía. El misticismo judío es fascinante.

El rabino parecía perplejo, como si le hubiera robado algo. Se subió las lentes sobre la nariz y se acercó más a Rebecca, tratando de dejar a Sheeana aparte.

Cada vez que el anciano las acompañaba, sus conversaciones se convertían en un enfrentamiento entre Sheeana y él. El hombre insistía en apoyarse en la erudición, y no quería saber nada de los conocimientos que Sheeana pudiera tener a través de la miríada de Otras Memorias. Hacía que se sintiera prácticamente invisible. A pesar de su posición en la no-nave, el rabino no la consideraba una figura relevante para sus judíos, y Rebecca hacía bien en mantener su postura.

En aquellos momentos bajaban por los pasillos curvados, yendo de una cubierta a otra. Rebecca abría la marcha. Se había sujetado sus largos cabellos en una trenza salpicada con tantas canas que era como madera seca, y vestía con su hábito de siempre, amplio y marrón.

El rabino caminaba a su lado, muy cerca, tratando de dejar a Sheeana atrás. A Sheeana le parecía divertido.

El hombre no desaprovechaba nunca la ocasión de aleccionar a Rebecca cuando sus pensamientos se alejaban de los estrechos confines de lo que él consideraba un comportamiento apropiado. La reprendía con frecuencia, recordándole que a sus ojos estaba irreparablemente sucia por lo que las Bene Gesserit le habían hecho.

A pesar del desprecio y la preocupación del anciano, Rebecca siempre tendría la gratitud de la Hermandad.

Años atrás, los judíos secretos habían hecho un pacto con las Bene Gesserit para protegerse mutuamente. La Hermandad les había ofrecido asilo en determinados momentos de la historia, les ocultaba y protegía de los pogromos y los prejuicios cuando las violentas oleadas de intolerancia volvían a golpear a los hijos de Israel. A cambio, los judíos se habían visto obligados a proteger a las hermanas Bene Gesserit de las Honoradas Matres.

Cuando aquellas feroces rameras llegaron a Lampadas, el mundo biblioteca de la Hermandad, con intención de destruirlo, las Bene Gesserit compartieron. Millones de vidas se vertieron en miles de mentes, y estas miles destilaron en cientos y estas cientos convergieron en una Reverenda Madre, Lucilla, que escapó con todo aquel saber irreemplazable.

Lucilla solicitó asilo a los judíos ocultos, cuando huyó de Gammu, pero las Honoradas Matres iban tras ella. La única forma de conservar todo lo que llevaba en su mente fue compartir con un receptor inesperado —la agreste reverenda madre Rebecca— y ofrecerse luego para el sacrificio.

De modo que Rebecca había aceptado todos aquellos pensamientos desesperados y vociferantes en su cabeza, y los conservó incluso cuando las Honoradas Matres asesinaron a Lucilla. Finalmente, entregó su precioso tesoro a las Bene Gesserit, que aceptaron el saber rescatado de Lampadas y lo distribuyeron ampliamente entre las mujeres de Casa Capitular. Así pues, los judíos habían cumplido con aquel antiguo compromiso.

Una deuda es una deuda,
pensó Sheeana.
El honor es el honor. La verdad es la verdad.

Pero sabía que la experiencia había cambiado a Rebecca para siempre. ¿Cómo habría podido ser de otro modo, después de vivir las vidas de millones de Bene Gesserit…, millones con diferentes pensamientos, que habían experimentado cosas increíbles, que aceptaban comportamientos y opiniones que eran anatema para el rabino? No era de extrañar que ella y Rebecca le asustaran, le intimidaran. En cuanto a Rebecca, aunque había compartido los recuerdos con otras, seguía llevando consigo las cadenas caleidoscópicas de todas aquellas vidas que se remontaban a miles de pasados. ¿Cómo podía esperar nadie que dejara aquello a un lado y volviera a sus conocimientos aprendidos? Había perdido la inocencia. Incluso el rabino tenía que entenderlo.

El anciano había sido el profesor y mentor de Rebecca. Antes de lo de Lampadas, discutía con él sus ideas, aguzando ingenio e intelecto, pero jamás habría puesto en duda sus enseñanzas. A Sheeana le daba pena pensar en lo que aquella mujer había perdido. Porque ahora Rebecca debía de ver enormes lagunas incluso en los conocimientos del rabino. Y descubrir que tu mentor sabe bien poco es terrible. La visión que el anciano tenía del universo apenas abarcaba la punta del iceberg. En cierta ocasión, Rebecca le había confesado a Sheeana que añoraba la relación inocente que había tenido con el anciano, pero que nunca podría recuperarla.

El rabino llevaba una kipá blanca sobre su cabeza medio calva, y caminaba junto a Rebecca con paso enérgico. Sus oscuras ropas de viaje colgaban sueltas sobre su figura menuda, pero se negaba a hacer que se las arreglaran o a pedir ropa nueva. En los últimos años, su barba entrecana cada vez se veía más clara, en contraste con su piel curtida, pero seguía estando muy sano.

Aunque sus enfrentamientos verbales no parecían molestar a Rebecca, Sheeana había aprendido a no presionar al rabino más allá de cierto punto. Cuando veía que estaba a punto de perder un debate, el anciano citaba con vehemencia algún versículo de la Tora, tanto si comprendía los diferentes niveles de su significado como si no, y entonces se alejaba con un fingido aire de triunfo.

Los tres siguieron bajando una cubierta tras otra, hasta que llegaron a los niveles de los calabozos. Aquella nave robada había sido construida por gente llegada de la Dispersión, pilotada por Honoradas Matres, seguramente con la ayuda de la voluble Cofradía.

Y toda nave importante, incluso en los tiempos de los barcos de los mares de la casi olvidada Tierra, tenía sus celdas de seguridad para retener a los rebeldes. Cuando vio dónde les había llevado Rebecca, el rabino pareció nervioso.

Desde luego, Sheeana sabía lo que había en las celdas. Futar ¿Con cuánta frecuencia visitaría Rebecca a aquellas criaturas? Medio bestias. ¿Habrían utilizado las rameras las celdas como cámaras de tortura, como la Bastilla de la antigüedad? ¿Hubo prisioneros peligrosos en aquella nave?

Peligrosos. No podía haber nadie más peligroso que aquellos cuatro futar: hombres-bestia creados a la sombra de la Dispersión, híbridos musculosos tan cercanos al animal como lo estaban al hombre. Eran cazadores natos, con pelo tieso, largos colmillos y garras afiladas, animales criados para seguir un rastro y matar.

—¿Por qué hemos bajado hasta aquí, hija? ¿Qué quieres de estos… de estos seres inhumanos?

—Yo siempre busco respuestas, rabino.

—Un empeño honorable —dijo Sheeana desde atrás.

El hombre se dio la vuelta y le espetó:

—Hay respuestas que jamás tendrían que conocerse.

—Y las hay que nos ayudan a protegernos de lo desconocido —dijo Rebecca, pero por su voz se notaba que sabía que no podría convencerle.

Rebecca y Sheeana se detuvieron ante la pared transparente de una de las celdas, y el rabino permaneció un paso por detrás. A Sheeana los futar le intrigaban y le desagradaban. Estaban encerrados, y a pesar de ello conservaban el físico musculoso, y no dejaban de andar arriba y abajo, como si acecharan. Se movían por la celda sin un objetivo, separados por las paredes, andando en círculo desde la pared hasta la puerta de plaz y de vuelta a la pared, comprobando y volviendo a comprobar aquellas barreras.

Los predadores son optimistas,
comprendió Sheeana.
Han de serlo.
Intuía en ellos la energía contenida, sus necesidades primitivas. Los futar anhelaban poder correr por un bosque, seguirle el rastro a una presa y hundir garras y dientes en aquella carne que no ofrecía resistencia.

Durante la batalla de Gammu, los refugiados judíos acudieron a las Bene Gesserit, exigiendo la protección que les garantizaba su antiguo pacto. Y esto coincidió con la llegada de cuatro futar huidos, que subieron a bordo solicitando que les llevaran con los «adiestradores». Los predadores medio humanos quedaron confinados en la no-nave mientras las Bene Gesserit decidían qué hacer con ellos. Y cuando la no-nave partió hacia la nada, Sheeana y Duncan se llevaron a todo el mundo con ellos.

Intuyendo la presencia de visitantes, uno de los futar corrió hacia la pared de plaz de su celda. Se pegó contra ella, con el vello de su cuerpo erizado y los ojos verde oliva llenos de fuego e interés.

—¿Vosotros adiestradores? —El futar suspiró, pero la barrera de plaz era impenetrable. Visiblemente decepcionado, dejó caer los hombros y se alejó con desprecio—. Vosotros no adiestradores.

—Aquí abajo huele mal, hija. —Al rabino le temblaba la voz—. Debe de haber algo mal en los conductos de ventilación. —Sheeana no notaba nada raro en el aire.

Rebecca lo miró de soslayo, con una expresión desafiante en su rostro chupado.

—¿Por qué los odia tanto, rabino? No pueden evitar lo que son. —­¿Estaría hablando también de sí misma?

La respuesta del hombre fue simplista.

—No son criaturas de Dios. Ki-layim. La Tora prohíbe explícitamente el cruce de especies. Ni siquiera se permite que dos animales diferentes aren un campo juntos bajo el mismo yugo. Los futar son… están mal en muchos sentidos. —El rabino frunció el ceño—. Ya deberías saberlo, hija.

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