Aunque el planeta desértico había sido arrasado, el alma de Dune pervivía a bordo de la no-nave. Sheeana se había ocupado personalmente de que así fuera.
Ella y la ayudante de rostro sobrio Garimi estaban en pie ante la ventana de observación, por encima de la gran cámara de carga del
Ítaca
. Garimi veía moverse las dunas superficiales con el movimiento de los siete gusanos cautivos.
—Han crecido.
Los gusanos eran más pequeños que los monstruos que Sheeana recordaba de Rakis, pero más grandes que ninguno que hubiera visto en la franja desértica excesivamente húmeda de Casa Capitular. Los controles medioambientales de la inmensa cámara de carga de la nave eran lo bastante precisos para permitir una simulación perfecta de un desierto.
Sheeana meneó la cabeza, consciente de que la memoria primitiva de aquellas criaturas debía de conservar el recuerdo de un mar interminable de dunas.
—Nuestros gusanos están apretados, inquietos. No tienen ningún sitio a donde ir.
Justo antes de que las rameras destruyeran Rakis, Sheeana había rescatado un anciano gusano de arena y lo transportó a Casa Capitular. La criatura llegó medio muerta y poco después de tocar el suelo fértil se desmoronó y su piel se escindió en miles de truchas de arena reproductoras que se enterraron en la tierra. Durante los siguientes catorce años, las truchas empezaron a transformar aquel planeta exuberante en un desierto yermo, un nuevo hogar para los gusanos. Y, cuando las condiciones fueron las correctas, aquellas extraordinarias criaturas volvieron a aparecer…, pequeñas al principio, aunque con el tiempo se harían más grandes y poderosas.
Cuando Sheeana decidió escapar de Casa Capitular, llevó algunos de los pequeños gusanos con ella.
Fascinada por el movimiento de la arena, Garimi se inclinó sobre la ventana de observación de plaz, para ver más de cerca. La expresión de aquella ayudante de pelo oscuro era tan seria que parecía más propia de una mujer decenas de años mayor. Garimi era como un caballo de tiro, una verdadera Bene Gesserit, conservadora, con la pueril tendencia a ver el mundo que la rodeaba en blanco y negro. Aunque era más joven que Sheeana, se aferraba más a la pureza de las Bene Gesserit y le ofendía profundamente la idea de que las odiadas Honoradas Matres se unieran a la Hermandad. Garimi había ayudado a Sheeana a desarrollar el arriesgado plan que les permitió huir de la «corrupción».
Mientras observaba a los gusanos inquietos, Garimi dijo:
—Ahora que ya estamos fuera de ese otro universo, ¿cuándo encontrará Duncan un mundo para nosotros? ¿Cuándo decidirá que ya estamos a salvo?
El
Ítaca
se había creado para que fuera una gran ciudad espacial. Había sectores con iluminación artificial que actuaban como invernaderos para la producción de alimentos, mientras que las cubas de algas y los estanques de reciclaje proporcionaban alimentos menos agradables al gusto. Dado el número relativamente pequeño de pasajeros que viajaban a bordo, los suministros y los sistemas de depuración aún podían proporcionarles alimentos, aire y agua durante varias décadas. La población actual a duras penas afectaba la capacidad de la nave.
Sheeana se volvió de espaldas a la ventana de observación.
—No estaba segura de que Duncan pudiera devolvernos al espacio normal, pero lo ha hecho. ¿No crees que de momento es suficiente?
—¡No! Debemos elegir un planeta para instalar el cuartel general de nuestras Bene Gesserit, liberar a estos gusanos y convertirlo en otro Rakis. Debemos empezar a reproducirnos y crear un nuevo núcleo para la Hermandad. —Apoyó las manos en sus caderas estrechas—. No podemos seguir vagando eternamente.
—Tres años no es tanto. Empiezas a hablar como el rabino.
La joven no parecía saber si tomarse el comentario como una broma o un reproche.
—Al rabino le gusta quejarse. Creo que le reconforta. Yo me limito a pensar en nuestro futuro.
—Tendremos un futuro, Garimi. No te preocupes.
El rostro de la asistente se iluminó, adoptó una expresión esperanzada.
—¿Hablas desde tu presciencia?
—No, desde mi fe.
Día a día, Sheeana consumía más especia que la mayoría, una dosis suficiente para poder trazar un mapa vago y nebuloso de los caminos que tenían ante ellos. Mientras el
Ítaca
había estado perdido en el vacío, no había visto nada, pero desde aquel inesperado regreso al espacio normal, se sentía distinta…, mejor.
El gusano más grande se irguió en la cámara de carga, con una boca inmensa, como la abertura de una cueva. Dos cabezas más aparecieron, desplazando polvo de especia.
Garimi lanzó una exclamación de asombro.
—Mira, pueden verte, incluso aquí arriba.
—Y yo les siento. —Sheeana apoyó las manos contra la barrera de plaz, e imaginó que olía la especia de sus alientos a través de las paredes. Ni ella ni los gusanos estarían satisfechos hasta que no tuvieran un nuevo desierto donde vagar.
Pero Duncan insistía en que siguieran huyendo para mantenerse siempre un paso por delante de sus perseguidores. No todos estaban de acuerdo con aquel plan. Para empezar, muchos de los que había en la nave ni siquiera partieron en aquel viaje convencidos: el rabino y sus refugiados judíos, el tleilaxu Scytale, y los cuatro futar.
¿Y los gusanos?,
se preguntó Sheeana.
¿Qué quieren ellos realmente?
Los siete gusanos habían salido a la superficie, y sus cabezas sin ojos buscaban moviéndose adelante y atrás. Una expresión preocupada cruzó el rostro endurecido de Garimi.
—¿Crees que el Tirano está ahí realmente? ¿Una perla de conciencia en un sueño eterno? ¿Intuye que eres especial?
—¿Porque soy su tatara tatara tatara sobrina nieta? Tal vez. Ciertamente, en Rakis nadie esperaba que una jovencita de un poblado aislado del desierto fuera capaz de dirigir a los grandes gusanos.
El clero de Rakis había visto a Sheeana como un vínculo con su Dios Dividido. Más adelante, la Missionaria Protectiva de las Bene Gesserit creó leyendas sobre ella, convirtiéndola en una tierra madre, una virgen santa. Por lo que se refería a la población del Imperio Antiguo, su reverenciada Sheeana había muerto junto con Rakis. Una religión había surgido en torno a su supuesto martirio, una nueva arma que la Hermandad podía utilizar. Indudablemente aún estarían explotando su nombre y su leyenda.
—Todos creemos en ti, Sheeana. Por eso vinimos en esta… —Garimi se contuvo, como si estuviera a punto de decir una palabra despectiva— en esta odisea.
Allá abajo, los gusanos se sumergieron en la arena y tantearon de nuevo los confines de la cámara. Sheeana los veía moverse inquietos, y se preguntó hasta qué punto eran conscientes de la extraña situación en que se encontraban.
Si Leto II estaba realmente dentro de aquellas criaturas, seguro que tenía sueños inquietantes.
Hay quienes se regodean en la complacencia, y esperan que la estabilidad llegue por sí misma. Yo prefiero levantar las piedras y ver qué sale de debajo.
M
ADRE
SUPERIORA
D
ARWI
O
DRADE
,
Observaciones sobre los motivos de las Honoradas Matres
A pesar de los años, el
Ítaca
iba revelando sus secretos como viejos huesos en un campo de batalla que salen a la superficie después de una lluvia intensa. El viejo Bashar había robado aquella gran nave en Gammu hacía mucho tiempo. Duncan estuvo prisionero allí durante más de una década, en la pista de aterrizaje de Casa Capitular, y ahora llevaban tres años navegando en la misma nave. Pero el inmenso tamaño del
Ítaca
y el pequeño número de personas que viajaban a bordo hacían imposible explorar todos sus misterios, y mucho menos mantener una vigilancia concienzuda en todas partes.
La nave, una ciudad compacta de más de un kilómetro de diámetro, tenía más de cien cubiertas de altura, con una cantidad incontable de pasadizos y habitaciones. Aunque las principales cubiertas y compartimientos estaban equipados con cámaras de vigilancia, controlar la no-nave entera estaba más allá de la capacidad de las hermanas… sobre todo porque había misteriosas zonas muertas electrónicas donde las cámaras no funcionaban. Quizá las Honoradas Matres o las personas que construyeron la nave habían instalado mecanismos de bloqueo para preservar ciertos secretos. Numerosas puertas con códigos de acceso habían permanecido cerradas desde que la nave abandonó Gammu. Había literalmente miles de salas en las que nadie había entrado y no estaban inventariadas.
Aun así, Duncan no esperaba encontrar una sala de muerte en una de las cubiertas que no solían visitar.
El elevador se detuvo en uno de los niveles centrales. Aunque no había pedido aquel piso, las puertas se abrieron y el ascensor se puso en fuera de servicio para una serie de procedimientos de mantenimiento, que la vieja nave realizaba automáticamente.
Duncan estudió la cubierta que tenía ante él y le pareció fría y desoladora, sin apenas iluminación, desocupada. Las paredes de metal se habían pintado superficialmente con una primera capa de blanco que no cubrió del todo el metal de debajo. Duncan ya conocía la existencia de aquellos niveles no acabados, pero nunca había sentido la necesidad de investigarlos. Daba por sentado que estaban abandonados o que no habían llegado a utilizarse.
Sin embargo, la nave había estado en manos de las Honoradas Matres durante muchos años antes de que Teg se la robara delante de sus narices. Nunca hay que dar nada por sentado.
Duncan salió del ascensor y avanzó solo por un pasillo que se extendía a una distancia sorprendente. Explorar cubiertas y cámaras desconocidas era como saltar a ciegas por el tejido del espacio: nunca sabías adonde irías a parar. Mientras avanzaba, fue abriendo puertas al azar. Las puertas se deslizaban y revelaban salas vacías y oscuras. Por el polvo y la ausencia de mobiliario, dedujo que nadie las había ocupado nunca.
En el centro de aquel nivel, un pequeño pasillo rodeaba una sección cerrada con dos puertas, cada una con el rótulo de sala de máquinas. Las puertas no se abrieron. Duncan estudió el mecanismo de cierre con curiosidad. Sus biohuellas habían sido introducidas en los sistemas de la nave y en principio eso le permitía acceso libre a todas partes. Utilizando un código maestro, soslayó los controles de la puerta y logró abrir.
En cuanto entró, notó algo distinto en aquella oscuridad, y un olor desagradable y desvahído. La sala era totalmente distinta a ninguna que hubiera visto en la nave, y sus paredes eran de un rojo discordante. El destello del color era de lo más chocante. Conteniendo su inquietud, Duncan vio un tramo de metal descubierto en una de las paredes. Pasó la mano por encima y de pronto, toda la sección central de la cámara empezó a deslizarse y girar con un gemido.
Duncan se apartó, mientras del suelo salían unos artilugios de aspecto ominoso, máquinas creadas con el solo propósito de infligir dolor.
Aparatos de tortura de las Honoradas Matres.
Las luces de la cámara se encendieron, como si estuvieran expectantes. A su derecha, Duncan vio una mesa austera y sillas duras y planas. Sobre la mesa, había platos sucios con lo que parecían los restos incrustados de una comida. Debieron de interrumpir a las rameras mientras comían.
En una de las máquinas aún había un esqueleto humano que se mantenía unido mediante tendones secos, cables y los harapos de un hábito negro. Los huesos colgaban del lado de un largo y estilizado tornillo de banco; el brazo de la víctima seguía atrapado en el mecanismo de compresión.
Tocando unos controles largamente dormidos, Duncan abrió el tornillo de banco. Con gran cuidado y respeto, retiró el cuerpo de aquel abrazo metálico y lo dejó sobre el suelo. El cuerpo estaba prácticamente momificado y pesaba muy poco.
Era evidente que se trataba de una prisionera Bene Gesserit, una Reverenda Madre tal vez, de uno de los planetas de la Hermandad que las rameras habían destruido. Se veía que la desafortunada víctima no había tenido una muerte rápida ni sencilla. Mientras miraba aquellos labios endurecidos y ajados, Duncan casi podía oír los insultos que debió de susurrar mientras las Honoradas Matres la torturaban.
Bajo el resplandor de los paneles de luz, Duncan siguió explorando la gran cámara y el laberinto de extrañas máquinas. Cerca de la puerta por donde había entrado encontró un bidón de plaz transparente que permitía ver su espantoso contenido: los cadáveres de otras cuatro mujeres, una encima de otra, como si los hubieran arrojado allí sin miramientos. Asesinadas y desechadas. Todas vestían hábitos negros.
No importa el sufrimiento que les hubieran infligido, las Honoradas Matres no habrían conseguido la información que querían: la localización de Casa Capitular y la clave para el control corporal de las Bene Gesserit, la capacidad de las Reverendas Madres de manipular su propia química interna. Y por eso, furiosas, llenas de frustración, las rameras las mataron una a una.
Duncan meditó en su descubrimiento en silencio. Las palabras no parecían apropiadas. Lo mejor era que le hablara a Sheeana de aquel lugar. Como Reverenda Madre, ella sabría qué hacer.
Aprende a reconocer a tu enemigo. Podrías ser tú mismo.
M
ADRE
COMANDANTE
M
URBELLA
, archivos de Casa Capitular
Tras la ejecución de la Honorada Matre rebelde, Murbella no tenía prisa por recibir a la delegación de la Cofradía. Antes de permitir que ningún extranjero pasara a la cámara principal de Central quería asegurarse de que se limpiaba cualquier resto del altercado.
Aquellas pequeñas rebeliones eran como conatos de incendio entre la maleza… apenas acababas de apagar uno con los pies y otro aparecía en otro sitio. Mientras no consiguiera que nadie desafiara su autoridad en Casa Capitular, la madre comandante no podría emplearse en su intento por lograr que las células disidentes de Honoradas Matres de otros planetas se aproximaran a la Nueva Hermandad.
Y solo cuando hubiera logrado esto, podrían enfrentarse todas juntas al Enemigo desconocido que había hecho volver a las Honoradas Matres desde los confines de la Dispersión. Para superar esta amenaza, necesitaba a la Cofradía Espacial, que había demostrado sobradamente su falta de motivación. Pero ella cambiaría eso.