Mientras los fugitivos del «Rayo» viven sus portentosas aventuras en otra remota galaxia, la vida discurre en el planeta Tierra bajo el dominio de la Bestia Gris. Dos milenios han transcurrido desde que un día zarpó el autoplaneta Rayo y el Almirante Aznar prometió volver. ¿Quién puede creer en la vieja leyenda? ¿Ha existido siquiera el Almirante Aznar?
Los abatidos esclavos ignoran que muy cerca de ellos, el mayor ejército expedicionario que jamás han conocido los tiempos, se prepara para la invasión del mundo.
George H. White
SALIDA HACIA LA TIERRA
La Saga de Los Aznar (Libro 9)
ePUB v1.0
ApacheSp - MrWarper16.09.12
Título original:
Salida hacia La Tierra
George H. White, 1974.
Editor original: ApacheSp y MrWarper
ePub base v2.0
E
ntre las diez lunas de Júpiter, Ganímedes es la tercera en orden de aproximación al planeta y la primera en importancia por su tamaño. Aunque es solamente un satélite, en la superficie de su globo (mayor que el planeta Mercurio) cabrían holgadamente todos los continentes de la Tierra.
Ganímedes es notable en más de un aspecto. Es como un oasis en la vastedad del desierto cósmico; una isla de verdor más allá del abismo de 500 millones que separa a Marte del gigantesco Júpiter, espantosa fisura que sirve de frontera a la vida.
Júpiter, inmenso globo de fuego, es un mundo sin vida, una imagen del pasado de la Tierra, pero que todavía verá transcurrir miles de millones de años antes de que su corteza se solidifique lentamente encerrando en su interior las fuerzas heredadas del sol. En el firmamento de Ganímedes, la gigantesca esfera de Júpiter brilla semejante a un enorme disco luminoso, 220 veces más grande que el disco del sol que los habitantes de la Tierra ven en su cielo.
Júpiter es el sol que pone en movimiento la máquina de la vida cobijada en Ganímedes. El otro sol, el verdadero, el que es fuente de energía, de luz y de calor para los habitantes de Venus, de la Tierra y de Marte, el mismo que tiene esclavizado a Júpiter, no es en el firmamento de Ganímedes más que una pequeña estrella, con una luz y un calor 25 veces más débil que aquel que reciben los hijos del planeta Tierra.
Ganímedes invierte 7 días terrestres en dar una vuelta completa alrededor de Júpiter, del que dista algo más de un millón de kilómetros. También son siete los días que tarda el satélite en realizar un giro completo sobre su eje. Esto quiere decir que Ganímedes presenta siempre a Júpiter el mismo hemisferio, y que en una mitad del satélite reina un día eterno. Las sombras de la noche no caen jamás sobre aquella cara de Ganímedes, donde brilla constantemente el colosal disco luminoso de Júpiter.
En aquel hemisferio, calentado por un sol cuyos rayos no queman ni secan, prospera como en un invernadero una vegetación exuberante, capaz de humillar incluso a las lujuriantes selvas de Venus. Allí, los árboles elevan sus recios troncos hasta centenares de metros de altura, arañando con sus copas las nubes cargadas de lluvia que velan perpetuamente el cielo de Ganímedes. Las ramas, no obstaculizadas por la escasa fuerza de gravedad de este mundo, se extienden horizontalmente cubriendo grandes extensiones de terreno con su trémula techumbre de gigantescas hojas. Sobre tallos de dos pulgadas de grosor se abren exóticas flores de la dimensión de una rueda de carro.
La naturaleza ha prendido también la llama de la vida animal sobre esta luna de Júpiter, creando bestias de un tamaño y una ferocidad enormes, desconocidas en todo el resto del Reino del Sol. La pequeña fuerza de gravedad de Ganímedes —aproximadamente la mitad de la que actúa sobre todo cuanto existe en la Tierra— permite a estas montañas de carne moverse con perezosa lentitud. Cuando dos de estos colosos se tropiezan y entablan lucha, el suelo se estremece cual si galopara sobre él un apocalíptico escuadrón de caballería.
Este hemisferio de Ganímedes, donde brilla un día perpetuo y se dan cita las plantas y las bestias más extraordinarias, encuentra el reverso de su medalla en la cara opuesta del globo, iluminada y calentada solamente por el sol. Aquí, una región polar semejante a los campos de hielo de los polos terrestres, ofrece un sorprendente contraste con la riqueza de vida del otro hemisferio. El lejano sol que brilla en las profundidades del espacio ilumina apenas estos yermos glaciales, en los que no puede encontrarse el menor rastro de vida vegetal y sólo algunas especies de animales propias de las regiones polares. El hombre, suprema creación de la naturaleza, no ha aparecido todavía sobre Ganímedes, ni es probable que aparezca jamás, pero esto no quiere decir que ningún ojo humano se maraville ante los románticos encantos de este mundo extraterrestre.
El hombre, criatura inquieta y audaz, ha surcado con sus aeronaves la espantosa fisura de 500 millones de kilómetros que separan a Júpiter y sus diez satélites del planeta Marte y ha hollado con su planta tanto el rezumante mantillo de las exuberantes selvas como la crujiente costra de hielo que cubre a Ganímedes. Sus esbeltas aeronaves han volado sobre las tierras y los mares de la luna de Júpiter, ojos humanos le han arrancado sus secretos, y han sido manos de hombres quienes han trazado sus primeros mapas y han provocado cataclismos artificiales que espantaron incluso a las bestias más salvajes…
En realidad, el terrestre ha dejado escasas huellas de su paso en este mundo. Una naturaleza hostil, unida a la remota lejanía donde gravita Júpiter con su enjambre de satélites, le hizo abandonar la colonización de Ganímedes, apenas iniciada. La belleza exótica de este mundo es engañosa. La humedad que rezuma el hemisferio vuelto hacia Júpiter penetra hasta la médula de los huesos de los hijos de la Tierra que lo visitan. Una fetidez mortal flota sobre los pantanos donde indefectiblemente acaban por hundirse los grandes mastodontes. La muerte brota del seno de la tierra en forma de pútrido aliento al través de la espesa capa de materias orgánicas en descomposición posadas sobre el suelo, y vuela de un lado a otro alojada en los aguijones de grandes insectos, cuyos feroces ataques son más temibles que las brutales y ruidosas acometidas de los monstruos pedestres. Casi todos los grandes y pequeños reptiles son ponzoñosos. La atmósfera, extraordinariamente cargada de ácido carbónico, envenena lentamente la sangre si no se hacen frecuentes inhalaciones de oxígeno puro. El hemisferio de Ganímedes donde reina un día eterno es un infierno, para vivir en el cual, no ha sido preparada la criatura terrestre.
El hijo de la Tierra, en sus breves visitas a este oasis cósmico, prefirió siempre alojarse entre los campos de hielo de la cara opuesta del satélite. Aquí el frío es intenso, pero soportable. El notable desequilibrio térmico entre los dos hemisferios de Ganímedes da origen a violentas corrientes de aire, que barren estos helados páramos en un continuo huracán. El viento aúlla incansablemente al través de las blancas y desoladas llanuras. Las olas baten con furia en los ásperos acantilados.
El hombre llegó a Ganímedes impulsado por su curiosidad insaciable, arañó el suelo, dejó aquí varios de sus esqueletos y se marchó llevándose un ingrato recuerdo de este mundo.
Esto ocurría en el siglo XXI, cuando después de haber surcado con sus flamantes aeronaves los vacíos cósmicos existentes entre los planetas más cercanos al Sol, el hombre volvía sus ojos hacia lo existente más allá del último de los planetas hermanos de la Tierra. Ganímedes, desdeñado por los terrestres, era ocupado y explorado por la raza «thorbod» criaturas exóticas venidas al Reino del Sol desde un mundo perdido en las inmensidades del Universo para alojarse en el caduco y agotado planeta Marte, del que hacían su nueva patria.
En la fecha que se desarrolla esta narración, año 4327 de la Era Cristiana, aquel puñado de apátridas del Cosmos que vinieron a establecerse en Marte dominan sin discusión en todo el Reino del Sol. Marte, Venus y hasta la misma Tierra han sucumbido bajo el peso de la horda invasora, y el Hombre Gris se enseñorea del vasto Imperio que sólo dos siglos antes dominaba la raza humana. En Ganímedes, 80 millones de terrestres gimen bajo el látigo thorbod extrayendo del subsuelo del satélite los preciosos metales que servirán para acrecentar el ya abrumador poderío de esta raza exótica, despótica, cruel y tenaz en la consecución de sus propósitos. Ganímedes es la insaciable tumba donde, en el término de pocos años más, acabará por perecer el último representante del género humano.
E
l Sol, cerca de la línea del horizonte, lanzaba oblicuamente sus mortecinos rayos y tendía sobre el campo de hielo, enormemente alargadas, las sombras de los fugitivos. El huracán, barriendo con prolongados aullidos la dilatada llanura, les daba también de espaldas ayudándoles en su carrera.
Más que correr, los 18 terrestres parecían volar sobre la nieve compitiendo en velocidad con los ligeros matojos que el viento arrancaba y traía rodando desde los lejanos bosques de la zona de transición, donde acababan las especies vegetales y comenzaba el desolado páramo que cubría toda una mitad de Ganímedes. La pequeña fuerza de gravedad del satélite y el vigor de sus músculos terrestres permitía a Harold Davidson y sus acompañantes emular las proezas de los canguros, avanzando a saltos prodigiosos de cuatro o cinco metros de longitud.
Dando cuatro brincos más poderosos, Harold, más conocido por «el Americano», adelantó a sus compañeros y se detuvo sobre una de las ondulaciones del páramo.
—¡Alto, esperad!
Los terrestres, dando saltos tan ágiles como los de los canguros aunque mucho menos elegantes, se reunieron en torno al americano y siguieron la dirección de la mirada de éste, volviendo los ojos hacia la oscura línea del horizonte que habían dejado atrás.
—¿Nos persiguen? —preguntó a gritos uno de los hombres oteando con recelo los confines de la llanura.
—No creo —repuso Harold gritando también para hacerse oír entre el silbido del viento.
—¿Por qué nos detenemos entonces? ¡No me sentiré tranquilo en tanto no me vea en el refugio!
—¡Mira este! —gritó un hombretón soltando una áspera risotada—. ¿Crees que después de esto te dejarán vivir en paz los thorbod en el refugio ni en cualquier otro agujero de este maldito Ganímedes? ¡Descuida, amigo! ¡Removerán cielo y tierra hasta dar con nosotros y asarnos a la parrilla!
Hablaban en un extraño argot, mezcla de todos los idiomas de la Tierra. Ninguno de los 18 hombres vueltos de cara al Sol era viejo. En otros tiempos, la vida del terrestre se prolongaba hasta los 200 años gracias a las comodidades, una alimentación adecuada y la formidable aportación de los conocimientos científicos, fruto de largas generaciones de laboriosos estudios. Pero desde que la «Bestia Gris» aherrojara a los hombres con los grilletes de la cautividad, nadie moría viejo en el Reino del Sol. La Plaga Gris había confesado sin ambages su propósito de exterminar completamente el género humano y andaba en franco camino de conseguirlo.
Harold Davidson consultó su reloj de muñeca, preciosa máquina que desentonaba notablemente con lo mísero y tosco de sus vestidos hechos de pieles de animales del país.
—Esperad un momento —dijo volviendo sus ojos pardos hacia el horizonte—. Faltan solamente treinta segundos para que se produzca la explosión.