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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Salida hacia La Tierra (10 page)

A bordo de la aeronave estaban ya el contralmirante don Federico Aznar, jefe de la expedición, su plana mayor y Amalia Aznar, nieta del contralmirante. Faltaban dos horas para la salida y este tiempo fue aprovechado por los maquilladores para transformar a los agentes redentores en mugrientos esclavos terrestres. Las caracterizaciones eran una obra de arte. Cuando Harold fue dejado de las manos de sus maquilladores, volvía a ser el proscrito de enmarañada barba, cabellos lacios y tiznada faz de Ganímedes. En un pasillo, el yanqui tropezóse con Amalia Aznar, ya disfrazada. — ¿Qué le parezco? —preguntó ella riendo. Harold estudió con mirada crítica el disfraz. Este consistía en unos calzones masculinos deshilachados y remendados y en una blusa por cuyos desgarrones asomaba la morena piel de la espalda. La blanca y sana dentadura de Amalia aparecía amarilla y careada. Sobre la ancha frente mostraba el ignominioso estigma de la esclavitud, impuesto por la Bestia Gris a toda la humanidad cautiva. Los pies los llevaba envueltos en trapos y metidos en unas rudas abarcas de goma.

—Está bien —dijo Harold—. Pero cuando lleguemos a la Tierra deberá deponer su aire orgulloso. Ningún terrestre anda con la frente alta.

Se acercaba el momento de la partida. En la hora fijada, el Tampico puso en marcha sus generadores atómicos, se elevó y fue a introducirse con otros veinte cruceros en uno de los largos tubos de lanzamiento.

Harold no supuso que el Tampico acababa de salir disparado de su tubo hasta unos minutos más tarde.

Fue entonces cuando sintió un peso molesto en el estómago. Era miedo. Miedo de no regresar jamás a este mundo fantástico donde por primera vez pudo sentirse hombre, donde las gentes reían y cantaban libres del temor a la Bestia, donde las frentes limpias se erguían orgullosas y el cuerpo y el espíritu se esponjaban bajo la brillante luz de la libertad.

Pensó que había tenido en sus manos las cuerdas de su destino, la ocasión única de decidir su propia suerte, y que acababa de perder esta oportunidad en un momento de flaqueza, renunciando a su propia libertad por conseguir la de una humanidad estúpida y egoísta, que jamás le agradecería su sacrificio.

A continuación sintióse avergonzado de sus pensamientos. También otros hombres corrieron riesgos para rescatarle a él y a sus compañeros. Aquellas gentes que le rodeaban, hombres y mujeres libres, habían dejado un mundo de ensueño para volar treinta años a través del espacio sin más objeto que redimir a la Humanidad. Nadie les llamó; nadie les obligaba a arriesgar sus vidas por el bienestar y la felicidad de un mundo que les ignoraba. Y sin embargo, estaban aquí, lejos del paradisíaco mundo creado por su esfuerzo, emprendiendo con entusiasmo la gigantesca tarea de reconquistar el Reino del Sol para el hombre.

Comparándose a estos hombres y mujeres, Harold sintióse pequeño y mezquino. Y de esta insignificancia y ruindad nació en su espíritu el inquebrantable propósito de no desfallecer jamás a lo largo de la aventura que acababa de comenzar. En la pantalla de televisión, volando en pos del Tampico, podía ver un millar de esbeltos cruceros. Después de adentrarse varios miles de kilómetros en el espacio, la escuadra viró poniendo proa a la Tierra.

Mientras la flota frenaba el impulso adquirido y volvía atrás, buscando el cono de sombra de la Tierra, transcurrieron algunas horas.

De pronto sonaron en toda la nave los cláxones de alarma. La tripulación corría por los pasillos y el laberinto de escaleras, se cerraban las sólidas puertas de los compartimentos estancos.

Harold Davidson se asustó y abandonó su camarote para ir en busca de Amalia Aznar. La encontró en una de las salas de descanso, junto con un grupo de antiguos esclavos, todos siguiendo atentamente le que ocurría en la pantalla de un receptor de televisión.

—¡Nos han descubierto! —exclamó Harold excitado.

—En efecto —contestó la joven muy tranquila—. No han podido detectarnos con el radar, luego tiene que haber sido con un detector de rayos infrarrojos.

En la pantalla del televisor, sobre un fondo negro, brillaban unos puntos de luz fluorescente. Del altoparlante de la sala surgió una orden:

—¡Prepárense para lanzar torpedos!

Davidson sabía que los torpedos de la Armada Sideral Redentora estaban hechos de dedona, cómo las mismas aeronaves. Esta sería la primera vez que las armas redentoras iban a enfrentarse con los proyectores de Rayos Zeta de la Bestia Gris. La técnica thorbod había desarrollado esta vieja arma hasta límites insospechados. Sin embargo, los redentores confiaban en que los Rayos Zeta no podrían detener a sus torpedos.

Ahora se iba a ver.

—¡Atención, el enemigo dispara con Rayos Zeta! —dijo una voz tranquila por los altoparlantes.

—¡Preparados para disparar torpedos! —dijo otra voz.

—¡Distancia, cien mil kilómetros!

—¡Lancen torpedo por proa!

Siguió una breve pausa. La pantalla del televisor se iluminó con miríadas de estrellas. De pronto se vieron largos penachos de llamas alejándose velozmente.

—¡Los torpedos han salido! —anunció una voz impersonal, probablemente la de un artillero electrónico.

Harold Davidson restregó impaciente sus pies envueltos en trapos sobre la lujosa moqueta roja que cubría totalmente el piso.

—¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó—. La patrulla thorbod radiará nuestra posición a la Tierra y ya no será posible la sorpresa.

—Olvida usted que la interferencia de Valera hace imposible las comunicaciones por radio —repuso Amalia sin mirarle—. Podrían denunciarnos utilizando señales luminosas de láser, pero creo que no vamos a darles tiempo. De cualquier forma, es un riesgo que hemos de correr. De momento, lo que importa es ver qué ocurre entre nuestros torpedos y los Rayos Zeta thorbod.

A través de la televisión pudieron ver perfectamente cómo los potentes Rayos Zeta del enemigo se clavaban como dardos en la nube de torpedos.

—No llegarán, es imposible —murmuró Harold para sí.

Vio a Amalia Aznar retorcerse nerviosamente los dedos. Los torpedos iban impulsados por motores de combustible líquido, cuya potencia no había podido ser superada, al menos en distancias cortas, por los motores iónicos ni fotónicos.

El poder de aceleración de estos motores antiguos era realmente muy grande. A la velocidad que ya llevaba la flotilla Sideral se sumó el impulso de los motores cohete…

En unos minutos el enjambre de torpedos estuvo sobre las aeronaves thorbod. El objetivo de aproximación permitió ver a los torpedos robot cuando se abalanzaban violentamente sobre los buques de la Bestia Gris.

El espacio, en cuanto abarcaba la pantalla de televisión, se cubrió de cegadores relámpagos verde azulados.

—¡Blanco! —gritó Amalia Aznar pegándose con el puño en la palma de la mano—. Les hemos hecho pedazos, seguro.

Pero en realidad no podía saberse con certeza si las explosiones eran motivadas por el estallido de los torpedos al dar en el blanco, o por la explosión de su carga atómica provocada por los Rayos Zeta del enemigo.

El altoparlante de la sala anunció con voz tranquila:

—Los torpedos alcanzaron el blanco. Todo despejado por proa.

Mientras en toda la nave se abrían puertas y se escuchaban voces alborozadas, Davidson y sus compañeros permanecían silenciosos y como encogidos, olvidados por todos en la sala de descanso.

Aquellos redentores eran como niños; alegres, ruidosos y molestos. Bien se advertía que eran jóvenes e inexpertos. A Harold Davidson le fastidiaban con sus vistosos uniformes, sus caras barbilampiñas y su jactancia. ¡Veríamos que quedaba de toda su presunción cuando la Bestia les asestara su puño!

Había en Davidson como un secreto deseo de ver a estos jóvenes redentores vapuleados y asustados, sólo para burlarse de ellos. Pero esto no iba a ocurrir; no al menos aquel día.

Con todo y su inexperiencia, los cosmonautas redentores parecía que iban a lograr su propósito.

Aniquilada en un abrir y cerrar de ojos la patrulla thorbod, la flotilla de cruceros se dirigía hacia Tierra colando dentro del cono de sombra que esta proyectaba en el espacio.

La Bestia Gris tenía una serie de plataformas espaciales que giraban en torno a la Tierra en una órbita de satélite. En aquellos momentos las estaciones espaciales se hallaban muy ocupadas sirviendo a las comunicaciones, ya que la interferencia de Valera en la radio impedía utilizar este medio, y la Bestia Gris tenía que servirse del láser y el alfabeto de señales luminosas para informar a su Estado Mayor de lo que ocurría en toda la Tierra como consecuencia del paso de Valera.

En las pantallas de radar de la flotilla redentora apareció una de aquellas grandes plataformas espaciales. Media docena de torpedos, disparados por el Tampico, bastaron para hacer pedazos el observatorio espacial.

El último obstáculo había sido eliminado.

La escuadra redentora redujo considerablemente su velocidad al penetrar en la atmósfera. En este momento, la formación separóse en varios grupos que fueron a buscar los puntos de amaraje señalados por el mando. El Tampico siguió, con un centenar de cruceros, hacia el Atlántico Norte, enderezó su proa y voló unos minutos a ras de las olas.

Repiquetearon los timbres. El Tampico se detuvo, quedó un segundo suspendido sobre el mar y se dejó caer suavemente. Las aguas del océano se abrieron para recibirle en su húmedo seno y cerrarse nuevamente sobre él. Arrastrado por su enorme peso, que aumentaba a medida que se disminuía la intensidad de la inducción eléctrica que le daba flotabilidad y ligereza, el Tampico descendió hasta los trescientos metros de profundidad y volvió a poner en marcha sus eyectores.

Navegaban ahora como un submarino, sólo que a una velocidad jamás igualada por uno de estos navíos. Con el Tampico, el resto de la escuadra se zambulló en el mar tomando rumbos distintos. Unos partieron hacia las costas de Europa y África. Otros hacia las costas de Groenlandia. Otros hacia América Central y América del Sur. Allá en el océano Pacífico, el resto de la escuadra se separaba también marchando unos cruceros hacia las costas occidentales de Norte y Sudamérica, otros hacia la China y Japón, otros hacia Australia y otros, en fin, hacia la India y África Oriental.

Después de una hora de navegación submarina, el Tampico se detuvo. Repiquetearon nuevamente los timbres. Harold percibió un suave roce en el casco del crucero, bajo sus pies.

—Listos —dijo un oficial que pasaba por la cámara donde Harold había presenciado todo por televisión—.

Estamos posados sobre un fondo de roca, a cien millas de Portland, Estados Unidos de América. Prepárense para desembarcar. Emergeremos dentro de media hora.

Harold y Amalia corrieron a enfundarse en sus trajes voladores, con los que se proponían llegar a Nueva York por el aire. No llevarían más equipo que un par de pistolas ametralladoras «Vindicadoras» y un «teleprint» para comunicar con el Tampico y el contralmirante Aznar. El teleprint o telescritor era una trivial máquina de escribir unida inalámbricamente a un segundo teclado registrador de idéntico modelo que el primer aparato. La Bestia conocía el alfabeto Morse y todos los idiomas de la Tierra, pero sus inteligentes descifradores de clave se volverían locos si interceptaban un mensaje transmitido en lengua redentora, que era la que Amalia utilizaría. Enfundados en sus trajes, Amalia y Harold fueron a estrechar la mano del contralmirante y salieron por una escotilla hasta el techo de la cabina del Tampico. Los oficiales del S.l. les seguían llevando sus pistolas ametralladoras «Vindicadoras» y el telescritor. Al llegar a lo que accidentalmente era cubierta, los oficiales entregaron a Amalia y Harold las pistolas y el telescritor. A excepción de la difusa luz roja que brotaba por la escotilla, las tinieblas de la noche les envolvían por todas partes.

Chascaban las olas al golpear los flancos del Tampico. Una brisa fresca y húmeda soplaba del noroeste arrebatando las palabras de despedida de las bocas de los oficiales. Un aviador revisó la escafandra del yanqui para asegurarse de que estaba bien encajada.

—¡Listo, amigo! —gritó golpeándole con los nudillos en el caparazón de vidrio.

Harold se tentó el telescritor, sujeto a la cintura con una correa, tomó la pistola ametralladora e hizo una señal a Amalia. Esta estrechó las manos de sus compañeros y fue a situarse junto al yanqui.

—¡Adelante!

—Salieron despedidos a un tiempo por el aire, hasta que al llegar a cierta altura quedaron inmóviles. Ambas escafandras estaban en contacto por radio.

—Ahora hacia el oeste —dijo Amalia—. Encendamos las luces de situación para no perdernos.

Una débil lucecita roja brilló en la parte posterior e interior de las escafandras, dando un fantástico aspecto a los rostros de los aviadores. Aquel resplandor no sería visible a más de cien metros distancia, pero les permitía distinguirse el uno al otro evitando que se extraviaran en la oscuridad.

Pusieron en marcha los proyectores de partículas ionizadas. Harold sintió como si una mano ruda le empujara por la espalda proyectándole hacia adelante. Con la mano derecha sobre el antebrazo izquierdo, regulaba la velocidad haciendo girar un botón de cristal. Vio que la mancha roja de la escafandra de Amalia le adelantaba y procuró alcanzarla haciendo girar más y más el botón. Sintió cómo el aire, al golpearle en las piernas, se las echaba hacia atrás obligándole a adoptar una postura horizontal con respecto al nivel del mar.

Alcanzó a Amalia cuando el botón ya no podía girar más a la derecha y el eyector atómico daba cuanto podía de sí. Volaban entonces a razón de mil kilómetros a la hora. A esta velocidad no tardaron en ver asomar por el tenebroso horizonte las luces de Portland, ciudad que dejaron a la derecha para seguir su vertiginosa marcha hacia el Oeste. Diez minutos más tarde veían los brillantes focos eléctricos de la importante base aérea thorbod del lago Winipesaukee. Charlaban incesantemente por radio mientras volaban. Amalia Aznar hacía partícipe a su compañero de la honda emoción que le embargaba en estos momentos. Ella había nacido a bordo de Valera y, como todos los tripulantes del autoplaneta que contaban menos de 30 años, no había pisado jamás el bendito suelo de Redención. Todo cuanto sabía de este nuevo mundo lo aprendió en libros y en revistas cinematográficas. Otro tanto le ocurría con la Tierra, patria de sus antepasados. Por esto sentía ahora tanta emoción al pensar que, por fin, ella iba a realizar el dorado sueño de muchas generaciones de hombres y mujeres, iba a pisar por primera vez el suelo por el que suspiraba el pueblo redentor.

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