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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Salida hacia La Tierra (13 page)

Los hombres grises se apresuraron a tomar sus medidas de precaución, y la primera de estas fue salir en busca del rebaño humano que vivía en los míseros arrabales. Si Nueva York era atacado por hombres humanos, la Humanidad sufriría también las consecuencias en su propia carne. La Bestia creía conocer las flaquezas del hombre y estaba segura que aquel ejército redentor se detendría ante el temor de aniquilar a la misma humanidad que se proponía redimir.

La astuta Bestia caía al obrar así en la diabólica trampa preparada por los terrestres. El hombre gris ignoraba todavía que las reses que se proponía meter en su propia ciudad para tenerlas más seguras habíanse convertido en leones. Los hombres que concibieron el plan de invasión habían tenido buen cuidado en buscar para las emisiones de «La Voz de la Libertad» una onda que los thorbod no habían utilizado jamás, y la terrible confabulación que se urdía y fermentaba en los hacinamientos humanos que envolvían las ciudades thorbod no había trascendido lo más mínimo.

Por primera vez la humanidad entera se apretaba en bloque para participar en una causa común. Ningún secreto compartido entre tantos millones fue tan bien guardado como el de la futura invasión. Había entre los terrícolas millares de marranos que colaboraban con los thorbod. La inmensa mayoría de estos marranos estaban también en el secreto de la invasión, pero ni uno solo de ellos osó denunciar el complot a la Bestia. Aquellos traidores aborrecían a la Bestia como cualquier otro terrestre, y al percibir en sus oídos el rumor de la sorda tempestad que se acercaba, corrieron a ponerse del lado de sus connaturales, suplicando perdón para sus anteriores crueldades.

Los hombres grises actuaron con la rapidez que les caracterizaba. Apenas el suelo y los alrededores de Nueva York habían quedado cubiertos por los octavillas, cuando una numerosa tropa thorbod, provista de «backs» y armada de ametralladoras, envolvió como una nube los arrabales de su ciudad. A la brillante luz de los reflectores, los altavoces dejaron oír sus gritos ordenando a la muchedumbre que formara en ordenadas columnas. Las tropas, surcando el aire en todas direcciones, iban repartiendo latigazos aquí y allá empujando a los remisos.

Bajo la cruda luz de los proyectores, hombres, mujeres y niños salían corriendo de sus chozas para formar en columna en mitad de las callejas. Veíanse centellear por todas partes el vidrio de las armaduras thorbod. Los marranos ponían orden en las formaciones a punta de látigo, rumiando excusas a cada golpe. En Nueva York, donde la Bestia no disponía de bastantes almacenes y subterráneos vacíos donde encerrar al cerca de medio millón de terrícolas, la humanidad fue alojada en las calles y plazas de la red urbana subterránea con gran número de centinelas de vista.

La Plana Mayor revolucionaria (el contralmirante, su nieta, los oficiales y los hermanos de Davidson) vio transcurrir las horas sentada sobre el asfalto de una ancha calle subterránea. En los portales se erguían los centinelas thorbod, arma al brazo y látigo en mano, sin quitar sus redondos ojos de la inquietante multitud.

Mientras Harold se mordía las uñas, presa de nerviosismo, allá en la superficie iban desarrollándose los acontecimientos según se anunciaran en el programa de invasión. A las dos de la mañana —hora de Nueva York— el autoplaneta Valera pasaba a 1.500.000 kilómetros de la Tierra. En todo el hemisferio occidental, el fantástico mundo era perfectamente visible como una nueva Luna en cuarto menguante.

A esta hora le envoltura de vapores que ocultaba la superficie de Valera se disipó. Millones de lentes telescópicas, fijas en él, pudieron verle la faz y, en ésta, gran número de caparazones grises y de redondeles completamente llanos, parecidos a eras que tuvieran doce kilómetros de diámetro. Entre estos grandes circos se veían otros más pequeños.

Ni una sola aeronave se mostraba a los asombrados ojos de la Bestia. La superficie de aquel globo aparecía monda y lironda como una bola de billar, sin más accidentes que los caparazones, insignificantes con relación al volumen del planeta. Pero a los cinco minutos, los ojos thorbod, pegados a sus telescopios, percibieron algún movimiento sobre la superficie del planetillo.

Las grandes eras, de doce kilómetros de diámetro, separándose de la superficie de Valera y flotaron en el espacio. Eran en total 500 colosales discos de 1.000 metros de espesor que, apenas despegaron, echaron a volar a través del espacio dejando sobre la corteza de Valera otros tantos huecos.

Simultáneamente, en la cara del planetillo, iluminada por el Sol y visible desde la Tierra, se abrieron a modo de pupilas. De estos negros agujeros empezaron a salir disparados como proyectiles unas esbeltas aeronaves en forma de tiburón que, entrando en formación impecable, pusieron rumbo a la Tierra en pos de los discos voladores.

La Bestia presenciaba, muda de asombro, aquel constante vomitar de aeronaves. Nada menos que 800.000 tiburones pintados de rojo salieron de las entrañas de aquel globo. A continuación, brotaron por los mismos agujeros otras aeronaves en forma de esturión, más grandes que los tiburones y de color verde.

Unos 700.000 esturiones en total, y en seguida salieron unos navíos gigantescos, grises, estriados y en forma que recordaba la de las ballenas terrestres. Los hombres grises calcularon en medio millón el número de estos colosales cetáceos que, dando muestras de gran ligereza, volaron en formación cerrada hacia la Tierra.

Las aeronaves de la flota redentora sumaban en total dos millones. La Armada Thorbod era, por lo menos, el doble, pero la Bestia comprendía ahora su equivocación al menospreciar la inteligencia creadora y la tenacidad de la raza humana. Aquellos dos millones de aparatos que navegaban hacia la Tierra mostraban en sus tranquilos movimientos la seguridad de quien se sabe técnicamente superior.

La Bestia perdió la serenidad por primera vez desde que llegara al Reino del Sol. Tenía casi absoluta certeza de que todos sus esfuerzos para contener la ola invasora serían inútiles, y, sin embargo, lanzó su Armada contra la flota atacante.

Con buen criterio, los almirantes thorbod eligieron las proximidades de la Luna para hacer frente al invasor. Temían al gigantesco Valera, tanto más cuanto que era muy poco lo que se sabía de él.

En aquellos momentos todavía los almirantes thorbod confiaban en la contundencia de sus Rayos Zeta. También los buques siderales de la Bestia Gris estaban armados de torpedos de cabeza de combate nuclear.

Pero al contrario que los redentores, que disponían de cuanta dedona necesitaron para fabricar también sus torpedos de este metal, las fuentes de dedona de los thorbod eran muy limitadas.

Los torpedos thorbod estaban hechos de una delgada chapa de dedona y fueron destruidos en el espacio por los Rayos Zeta de la Armada Redentora en el largo camino que aquellos tuvieron que recorrer en el espacio antes de llegar hasta los buques enemigos.

Los thorbod tenían una Flota concebida para luchar al viejo estilo. Los redentores, al contrario, habían preparado su estrategia sobre el supuesto de una lucha entre torpedos, dando por descontado que ni sus Rayos Zeta serían capaces de destruir las aeronaves thorbod, ni los thorbod podrían destruirles con sus Rayos Zeta, por mucho que hubieran mejorado esta arma.

En efecto, los Rayos Zeta tuvieron en este encuentro un papel muy limitado, reducido exclusivamente al que jugaron los redentores contra los más protegidos torpedos thorbod.

Los torpedos redentores se mostraron en todo muy superiores. Eran unas máquinas costosas, de 20 metros de longitud, cada una de ellas provista de un cerebro electrónico que las guiaba al blanco.

Estos torpedos se movían en el espacio a tremenda velocidad, buscaban el choque con los torpedos enemigos y colisionaban con aquellos destruyéndose ambos. La guerra espacial, tal como la habían concebido los almirantes redentores, sería en el futuro una lucha de desgaste, en la que el vencedor sería aquel que pudiera poner mayor número de torpedos en el espacio. Los torpedos luchaban primero entre ellos, y sólo cuando nadie se les oponía, se dirigían definitivamente contra el buque.

Los buques redentores también estaban mejor construidos que los thorbod, eran más grandes, más manejables y rápidos, cargaban mayor número de torpedos y llevaban un casco de dedona mucho más grueso.

La batalla duró escasamente dos horas, tiempo que los mortíferos torpedos redentores tardaron en dar cuenta de los torpes buques de la Bestia Gris.

Desde la tierra, millones de hombres grises presenciaron la catástrofe. Su orgullosa Armada había sido barrida del cielo en un abrir y cerrar de ojos.

Era la mayor hecatombe de aparatos registrada en una sola batalla. La Bestia frunció sus repulsivos labios y se aprestó a la defensa de sus ciudades. En el espacio acababan de ser derrotados, pero si el ejército invasor pretendía adueñarse de la Tierra, tendría que disputársela palmo a palmo. Sus ciudades habían sido construidas a prueba de bombas atómicas, de gases y de Rayos Zeta.

La flota redentora pasó a través de la nube de polvo a que fue reducida la Armada Thorbod y descendió sobre la Tierra. Momentos antes de penetrar en la atmósfera, la flota se dispersó en varias direcciones, quedando solamente un grupo central que puso rumbo a los Estados Unidos para descender sobre Nueva York.

Los gigantescos «discos volantes», con su acompañamiento de destructores y cruceros, penetraron en la atmósfera terrestre, impasibles bajo la densa rama de los proyectores de Rayos Zeta del enemigo.

Cuando los colosales «discos» se encontraban a mil metros sobre Nueva York, cubriendo el sol en forma de nube, se abrieron centenares de escotillas que dejaron caer continuos chorros de extrañas máquinas sobre la ciudad.

Era el Ejército de invasión de los redentores, un ejército autómata totalmente hecho de dedona, algo que la Bestia Gris no tenía y contra el cual no podía luchar. Grandes esferas erizadas de cañones, extrañas máquinas que se movían sobre hileras de patas en lugar de ruedas… un original y fantástico ejército conducido por control remoto que descendía del cielo y se depositaba en tierra ordenadamente para en seguida atacar las defensas de la ciudad con una lluvia de proyectiles nucleares.

Capítulo IX.
El principio del fin

A
l escucharse en los subterráneos de Nueva York la explosión que ponía fuera de combate las defensas de superficie, los 400.000 terrestres apelotonados en las calles y plazas saltaron en pie. Los centinelas thorbod dieron muestras de inquietud mirando al techo. Luego levantaron sus látigos ordenando a la gente que se echara otra vez en el suelo. El contralmirante Aznar extrajo del bolsillo su reloj. —Falta un minuto para las doce —dijo con voz ronca—. Esa explosión debe haber sido la voladura de las defensas exteriores…

Harold extrajo de entre las ropas su pistola ametralladora, desplegó el culatín e introdujo un cargador en la escotadura de la recámara. La mano le temblaba ligeramente.

Escuchóse el chasquido de un látigo. Un centinela, echando espumarajos de rabia por su asquerosa boca, arremetió contra las turbas repartiendo azotes a diestra y siniestra. Diríase que se ensañaba con estos terrícolas vengando en ellos la afrenta que su raza acababa de recibir de la raza terrestre.

Los neoyorquinos no pudieron contener sus nervios por más tiempo. Una docena de escuálidos brazos cogieron al thorbod por el cuello y lo sepultaron en una montaña de carne agitada por la cólera y el odio. Otro centinela vio desde un portal el ataque de que era víctima su compañero y se echó la ametralladora a la cara… Antes de que llegara a apretar el gatillo, una «Vindicadora» tableteó con rabia acribillando al thorbod.

Aquellos disparos fueron como la carga de dinamita que hace saltar el dique de un pantano. Sesenta mil pistolas ametralladoras y cien mil cuchillos de cristal salieron a la luz desde los harapos donde habían permanecido ocultos. La multitud cayó como una tromba sobre los centinelas y los arrolló, desparramándose por todos los sitios.

Más tarde, cuando en tiempos venideros tratara Harold de revivir los pormenores de esta cruenta lucha a través de los subterráneos de Nueva York, se sorprendería ante la confusión de sus recuerdos. Se vio entrando en un portal, saltando sobre el cadáver de un thorbod y subiendo a saltos una escalera. Tras él venían sus amigos produciendo un mugido semejante al de una marea.

La Bestia, atraída por el fragor de los combates que se libraban en los pisos bajos de su ciudad, acudió rápidamente. Harold, Amalia, el contralmirante y un centenar de neoyorquinos terrícolas, todos armados de ametralladoras, encontraron al fin uno de los gigantescos ascensores que llevaban a los pisos altos. El ascensor estaba llenándose de hombres grises. Las «Vindicadoras» crepitaron, lanzando un chorro de proyectiles —algunos atómicos— dentro de la gigantesca jaula… Los hombres grises caían despedazados, y los que no habían muerto en la explosión veían caer sobre ellos una ola de enloquecidos terrestres…

Los afilados cuchillos de cristal cortaban las gargantas thorbod como mantequilla… saltaban chorros de un líquido asqueroso, blanco, pegajoso y frío… el ascensor cerraba sus puertas y se ponía en marcha. Amalia Aznar se apoyaba en el brazo de Harold. Estaba blanca como papel mascado. Le daba náuseas el macabro espectáculo de aquella gran plataforma cubierta de restos de hombres grises retorciéndose convulsivamente. Los terrestres iban rematando a las Bestias a golpe de cuchillo. El odio acumulado en el corazón humano durante siglos se manifestaba de pronto como un violento tifón largamente demorado. En todas las ciudades subterráneas, la caza del hombre gris se llevaba a cabo con igual crueldad que en Nueva York. Nada era capaz de contener a los terrícolas en la suprema hora de su revancha.

El ascensor se detuvo en seco. Habían llegado al piso superior. Las puertas se abrieron de golpe y los terrestres se dieron de cara con un centenar o más de bestias que iban a tomar aquel ascensor para acudir a los pisos bajos. Las dos olas de carne chocaron. Rodaron aquí y allí parejas de hombres grises y humanos unidas estrechamente en el frío abrazo de la muerte. Los cuchillos chisporroteaban bajo los focos eléctricos, la sangre roja y la sangre blanca se mezclaba en el suelo…

Una barra de acero, arrancada de la plataforma del ascensor por las anteriores explosiones, fue a caer en manos de Harold. Manejando esta barra como una maza, Harold salió de la jaula machacando pelados cráneos de bestia, abriéndose paso hacia la sólida compuerta de dedona que cerraba la salida. Sus dos hermanos y el contralmirante aparecieron a su lado, luchando como fieras. El contralmirante alcanzó un cuadro de mandos y movió algunos conmutadores. El gigantesco caparazón de plomo y cemento que cubría la puerta giró sobre su eje, descubriendo una abertura por donde entró la luz del día. El contralmirante se lanzó escaleras arriba, seguido de Pedro y Carlos.

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