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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Salida hacia La Tierra (7 page)

Se suponía que Valera, desprendido de alguna remota galaxia por algún cataclismo cósmico, había viajado sin rumbo centenares de millones de años, hasta venir a caer por azar en las redes de la fuerza de atracción del Sol de Redención.

El hallazgo de este planetillo había de constituir un golpe de fortuna sólo comparable a la que llevó al Rayo a descubrir Redención en el último y desesperado momento de su azaroso viaje de cuarenta y dos años desde la Tierra.

Gracias a esta fuente abundante de dedona, los redentores podrían construir más tarde su formidable flota de combate con este mineral.

Pero mientras la colonia se regocijaba con este hallazgo, mirando a un futuro lejano, Fidel Aznar concebía una idea casi quimérica. Si el planetillo estaba hecho enteramente de dedona, y este misterioso mineral tenía la rara propiedad de crear un campo magnético cuando se le inducía eléctricamente, todo el planeta debería comportarse como el autoplaneta Rayo, en magnitudes mucho mayores, por supuesto, pero con idénticos resultados.

El joven Fidel Aznar reunió a la plana mayor de científicos de la colonia y les expuso su plan.

Este consistía, en líneas generales, en hacer de Valera un autoplaneta. Sería un mundo con capacidad para moverse y autogobernarse en el espacio, y mientras que de cara al exterior sería una fortaleza inexpugnable, en su interior hueco tendrían amplio acomodo ciudades, lagos, bosques y millones de tripulantes viviendo una vida completamente normal, mientras Valera viajaba de Redención a la Tierra llevando consigo el más formidable ejército expedicionario que jamás conociera la Historia.

—Cuando el joven Aznar expuso su idea a su equipo de científicos, estos menearon pesimistas la cabeza —siguió relatando Amalia Aznar con regocijo.

En teoría, debería ser realizable la idea. En la práctica, sin embargo, la empresa rebasaba con mucho las posibilidades materiales de la reducida colonia.

¿Qué desmedida potencia deberían tener las turbinas capaces de generar electricidad para magnetizar aquel pequeño mundo? ¿Qué enorme cantidad de reactores nucleares serían necesarios para accionar estas turbinas? ¿Qué dimensiones colosales deberían alcanzar los motores para mover y dirigir una masa equivalente a la del planeta Tierra?

—Y no acababan aquí las dificultades —siguió diciendo la joven, como gozando en la enumeración de las que sus antepasados tuvieron que vencer.

Valera, de aspecto hosco en el exterior, era en su interior hueco un mundo todavía más inhóspito. Yermo, frío y oscuro, sin aire, sin agua, sin vida…

—Se calculó que serian necesarios los esfuerzos continuados de diez generaciones y la aportación masiva de la industria durante doscientos cincuenta años para llevar a cabo la gigantesca empresa de convertir el planetillo en un autoplaneta. Es decir, en el más favorable de los casos, muy pocos de los que empezaran aquella obra la verían terminada.

Sin embargo, un descubrimiento científico inmediato vino a dar nuevos argumentos a la idea de Fidel Aznar.

Hasta entonces los reactores nucleares del Rayo, así como las plantas de energía eléctrica en general, utilizaban uranio o plutonio como combustible.

Desde antiguo, las investigaciones de los científicos apuntaban las posibilidades de la dedona como materia fisionable. Pero este mineral no se encontraba en estado nativo en ningún lugar del mundo conocido. Su elaboración era mucho más costosa que la del plutonio, a partir del uranio, por transmutación de la materia.

Pero con el hallazgo de Valera la cosa cambiaba. Allí, a mano, tenían los redentores una fuente colosal de energía para mover a Valera y sostener la vida albergada en él.

—La dedona concentrada tiene un peso específico cuarenta mil veces mayor que el hierro —dijo aquí Amalia Aznar—. Un metro cúbico de dedona pesaría en la Tierra la friolera cantidad de trescientas doce mil toneladas.

—Sé, por propia experiencia, lo que pesa la dedona. Aun en estado impuro, tal como la extraemos de las minas de Ganímedes, y pese a la débil fuerza de gravedad de aquel satélite, hace chirriar las vagonetas como demonios —dijo Harold Davidson.

—En Valera, las particulares condiciones del planetillo vinieron a simplificar enormemente los trabajos.

—¿Pero la fuerza de gravedad en este planetillo, no es más o menos igual que en la superficie de la Tierra? —preguntó Davidson.

—En la cara externa, sí. Pero en el interior hueco de Valera las condiciones son muy distintas. Aquí dentro los cuerpos son ingrávidos. ¡No pesan nada! — ¿Por qué? ¿Cómo es posible eso? —Matemáticamente se demuestra que es así. Pero se lo voy a explicar de forma que lo comprenderá enseguida. Situemos un hombre en la cara exterior de Valera. Bajo sus pies tiene toda la masa del planetillo creando una fuerza de gravedad que tira de él hacia abajo. El hecho de que el planetillo sea hueco no importa en este caso. Hueco o no, la masa de Valera, debido a la enorme densidad de la dedona, tiene valores iguales a los de la masa de la Tierra. Pero llevemos al mismo hombre al interior del planetillo y pongámosle de pie sobre su cara interna. Bajo sus pies tendrá todo él espesor de la corteza de Valera, y sobre su cabeza, formando una inmensa bóveda, el resto de la masa del planetillo. El volumen de dedona más próximo es el correspondiente al espesor de seiscientos kilómetros de la corteza que tiene debajo. El resto de la masa del planetillo está mucho más lejos, pero en cambio es mucho mayor que la que tiene directamente bajo sus pies. En esta situación, la masa que tiene por arriba y los lados, neutraliza a la fuerza que ejerce la masa que tiene debajo. El hombre no pesa nada en el interior de Valera. ¿Me ha comprendido?

—Creo que sí. Usted lo explica muy bien. Sin embargo, me pregunto, ¿cómo se puede vivir aquí dentro sin gravedad?

—Las circunstancias son distintas ahora en el interior de Valera. Este gira sobre su eje, generando una fuerza centrífuga que se dirige desde el centro geográfico del planeta en dirección a la periferia, y nos empuja contra el suelo. De esta forma se crea una fuerza que tiene su valor máximo en una franja de dos mil kilómetros sobre la línea imaginaria del Ecuador, y va perdiendo intensidad a medida que nos alejamos de esta línea en dirección a los trópicos. Esto ocurre así porque la velocidad de rotación es máxima en el Ecuador, y prácticamente nula en los polos, donde el giro es muy lento. Es por esto que las bases de nuestra Armada Sideral están situadas en los polos. Aquí las grandes cosmonaves de casco de dedona flotan fácilmente en el aire en estado de ingravidez. Debido a estas particularidades, las aguas de nuestro pequeño mundo han ido a buscar por su propio peso los lugares más profundos sobre esa faja a lo largo del Ecuador valerano.

Estas condiciones eran muy distintas en el interior de Valera cuando sus exploradores llegaron a él por primera vez, y no fueron modificadas en mucho tiempo mientras duraron los trabajos de transformación del planetillo. En aquella falta de gravedad, la superpesada dedona podía ser llevada de un lado a otro sin esfuerzo.

La tarea empezó con la instalación de los gigantescos reactores nucleares en el interior. Con energía eléctrica en abundancia, los científicos construyeron y «lanzaron» al espacio el sol artificial. Este era una esfera de 25 kilómetros de diámetro en cuyo interior funcionaban dos reactores nucleares de proporciones gigantescas, que alimentaban los enormes focos distribuidos en su cara externa. Este sol se sostenía por sí solo en un punto neutro, donde todas las fuerzas tiraban por igual en todos sentidos.

Los valeranos podrían haber iluminado su mundo por otros medios; por ejemplo, excitando eléctricamente un núcleo de iones, que esparcirían una luz semejante a la de las auroras boreales. Pero en beneficio de su salud, y el normal desarrollo de la vida vegetal, adoptaron un sistema de focos que emitían distintas radiaciones; rayos infrarrojos y ultravioleta entre una amplia gama, y que imitaba perfectamente a un verdadero sol.

Con un sol de poder lumínico y calorífico controlado, que iluminaba por primera vez el desolado interior de aquel mundo vacío, los redentores incrementaron el ritmo de sus trabajos.

—La colonia se entusiasmó tanto con la idea, que se decidió dar preferencia al acondicionamiento de Valera. La construcción de casas, de muebles, de electrodomésticos, podía esperar. Cuando Valera estuviera totalmente terminado y abandonara Redención con el ejército Expedicionario, la industria se dedicaría de lleno al desarrollo del planeta.

Mientras tanto, los redentores adoptaron una forma de vida casi espartana. Se comía con frugalidad, se trabajaban ocho horas diarias sin distinción de sexo, y la práctica de los deportes y el fomento de las artes casi fueron olvidados en este tiempo.

Todo el mundo en Redención vivía sólo para Valera. Las factorías habían establecido entre sí una a modo de competición. Cada semana se batían nuevas marcas de productividad. Se otorgaban premios a la mejor calidad de los productos, al ingenio creador de los investigadores, al mejor diseño…

La técnica terrestre se superaba en Redención bajo el estímulo del desafío arrojado a la inventiva del hombre. La cada vez más potente industria, a la que se sumaban los brazos de los nativos y las nuevas generaciones surgidas de la mezcla de las dos razas, aportaban máquinas cada vez más avanzadas, más grandes, de mayor rendimiento.

Por transmutación de la materia, las máquinas fabricaban en el propio Valera oxígeno y nitrógeno, molécula sobre molécula, en una paciente labor de lustros, llenando el vacío del planeta.

Se construyó una gigantesca flota de transportes, enormes «discos volantes» de 12 kilómetros de diámetro, de casco de dedona, que hacían constantes viajes entre Redención y Valera.

Cuando esta flota fue tan numerosa que sobraba arqueo para todo lo que había que transportar, los redentores tomaban millones de metros cúbicos de agua de mar y volaban ochenta millones de kilómetros en el espacio para vaciarla en el seco seno de Valera, donde el calor del sol artificial la evaporaba inmediatamente.

Posteriormente, estos gigantescos transportes acarrearon millones de metros cúbicos de tierra a Valera para formar con ella una capa de suelo vegetal donde arraigarían las plantas.

Dos siglos de descomunales esfuerzos, de sudor y de sangre, enterraron los redentores en aquella empresa sin igual. Muy pocos de los que empezaron el proyecto lo vieron llegar a su fin.

—Pero valió la pena —dijo Amalia Aznar—. Los redentores hicieron un supremo esfuerzo para que Fidel Aznar pudiera celebrar su doscientos aniversario, haciendo coincidir esta fecha con un acontecimiento nacional. Tal acontecimiento consistió en la inauguración oficial del Valera… como si dijéramos su botadura. Un día memorable nuestro Fidel Aznar apretó el botón que puso en marcha simultáneamente a todos los reactores nucleares y los motores de impulsión en el exterior del autoplaneta. Valera dio un tirón… ¡y se liberó de la fuerza de atracción del Sol que le había tenido sometido millones de años!

El resto fue relativamente sencillo. En otros 25 años Valera completó sus instalaciones. Su atmósfera alcanzó la composición y densidad apropiadas, se montaron sus defensas exteriores, se levantaron las ciudades, se formó la Armada Sideral, se llenaron los lagos, se plantaron los bosques.

—Los bosques crecieron durante estos últimos treinta años, y durante este tiempo no hemos parado de trabajar, construyendo nuevos buques, torpedos atómicos y nuestro Ejército Autómata.

Mientras la joven hablaba, había quedado atrás la nube de acorazados grises. Desde hacía largo rato volaban bajo otra nube, ahora verde, formada de largas y estilizadas aeronaves en forma de esturión.

—Son nuestros cruceros —informó Amalia Aznar. Y señalando a una nube roja que se aproximaba rápidamente, añadió—: Y allí nuestros destructores.

La nube roja era, si cabía, más densa que las dos anteriores, y como aquellas ocultaba completamente el sol. Eran unos aparatos muy curiosos, en forma de tiburón. Para acentuar todavía más este parecido, los destructores habían sido pintados en la proa imitando los malignos ojos y la terrible boca, con dientes en forma de sierra, de los temibles escualos de los mares de la Tierra.

El Valparaíso volaba a gran velocidad entre el suelo y aquella nube compacta de máquinas de guerra. Los destructores quedaron atrás y Davidson advirtió ciertos cambios en el paisaje.

Se acercaban al trópico valerano, y la creciente fuerza de gravedad ejercía su influencia en la flota. Al oscuro musgo sucedían espaciados matorrales, estos se hacían más espesos, luego fueron sustituidos por arbustos y, finalmente, aparecieron los primeros árboles.

El bosque, con árboles de enorme corpulencia, se iba haciendo más espeso por momentos. Se vieron las primeras aves. Después de unos minutos de espera, Davidson vio acercarse una enorme y llana extensión azul. Primero no cayó en la cuenta, luego descubrió con asombro que era un mar. ¡Un mar como el Mediterráneo en el interior de aquel mundo!

La cámara de televisión que captaba las imágenes, no apuntaba perpendicularmente hacia abajo, sino oblicuamente hacia adelante.

El yanqui pudo ver de esta forma la orilla opuesta de aquel mar. En su rápido vuelo sobre las tranquilas aguas, el Valparaíso se acercaba a la orilla. Harold vio la línea verde oscura de un exuberante bosque, y sobre este bosque, centelleando al sol como si toda ella fuera un ascua, los esbeltos rascacielos de una maravillosa ciudad de cristal.

Unos breves minutos bastaron para que la aeronave llegara a la orilla del lago. Una hermosa playa de rubias arenas se mostró a los maravillados ojos del americano. La playa hormigueaba de semidesnudos bañistas, viéndose también gran cantidad de parasoles de lona festoneados de alegres colores y muchos quioscos con grandes terrazas sembradas de veladores y de sillas.

El acorazado pasó sobre la playa y sobrevoló el bosque. Los árboles de una especie desconocida, levantaban sus gigantescas copas a gran altura. Nubes de pájaros exóticos surcaban el espacio en bulliciosas y colorinescas bandadas. Una autopista muy ancha corría a través de esta selva y por ella, a una y otra parte de la valla blanca que la dividía en dos partes, iban y venían pequeños y veloces automóviles.

La carretera, recta como un huso, llegaba hasta la sorprendente ciudad de cristal. Esta no ocuparía menos de 600 kilómetros cuadrados, viéndose en ella más de 50 pisos. Las avenidas, tiradas a cordel, eran enormemente anchas, teniendo todas una hilera de artísticos jardines en el centro. A uno y otro lado de los jardines corrían los automóviles tocándose unos con otros. En mitad de la urbe se veía un parque que era toda una selva y un lago por el que navegaban infinidad de canoas de recreo. Por las aceras, tan anchas como muchas calles de Nueva York se movían muchedumbres humanas abigarradas de color…

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