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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Salida hacia La Tierra (4 page)

—¿Y el hijo de Miguel Ángel Aznar… también ha muerto? —preguntó Luisito con temor.

—Vive. Es un venerable anciano de doscientos setenta y cinco años de edad, patriarca de toda una tribu de más de cuarenta y seis mil descendientes suyos, por rama directa.

—Y ese ejército de Fidel Aznar… ¿es también tan numeroso?

—¡Oh, mucho! —rió la joven—. Sus aeronaves son tantas, que podrían formar una nube cuya sombra taparía completamente la ciudad más grande de la Tierra.

Luisito y sus tiernos compañeros palmotearon de alegría. Harold sonrió y muchos de los hombres gruñeron desapaciblemente.

—Entonces —dijo Luisito acercándose a la esbelta marrana—. ¿Fidel Aznar y su ejército vengador llegarán pronto para matar a todos los hombres grises?

—Sí, muy pronto.

—¿Cuándo? ¿Por qué no vienen ya?

—Ya están aquí, Luisito —aseguró la joven gravemente—. Fidel Aznar y su poderoso ejército liberador han penetrado en el Reino del Sol.

Harold Davidson hizo una mueca de disgusto y se puso en pie lentamente.

—¿Ha terminado ya su cuento, jovencita? —preguntó burlonamente.

La marrana se volvió hacia él y le clavó en la frente marcada a fuego sus maravillosos ojos negros.

—No —dijo con aplomo—. El cuento sólo terminará cuando la Bestia sea barrida del Reino del Sol.

—¡Oiga, joven! —gruñó el Americano—. No está hablando ahora con un niño. El cuento ha sido distraído, pero ya terminó. Aquí son ya muy pocos los que creen en la historia de Miguel Ángel y su prodigioso Rayo. Ni uno ni otro existieron jamás.

—¿Cómo lo sabe?

—No lo sé. Lo supongo solamente. De todas formas importa poco si ese Miguel Ángel existió ni el Rayo escapó con algunos miles de españoles. Aunque fuera verdad se habrían perdido en el espacio. No volverán jamás.

—Ya han vuelto, es decir, HEMOS VUELTO —aseguró la muchacha con aplomo.

Harold Davidson contempló a la mujer con el ceño fruncido.

—Por si todavía no lo ha comprendido, le diré que está entre evadidos de las minas thorbod y que aquí aborrecemos a los marranos como usted.

Las tersas mejillas de la joven se colorearon. Una de sus cejas se arqueó amenazadoramente y en sus negras pupilas danzaron unas chispitas de cólera.

—¿Por qué me insulta? —preguntó—. ¿Me llama marrana a mí, cuando usted es un vivero de piojos? ¿Qué quiere decir eso de marrana?

—¡No te hagas la loca, guapa! —bramó una de las sucias mujeres avanzando amenazadoramente hacia la joven—. Sabemos quién eres y te vamos a sacar los ojos ahora mismo.

—¡Quieta! —gruñó Harold apartando a la mujer. Y mirando a la joven con severidad añadió—: Déjese de tonterías y díganos quién es usted y de dónde viene.

—Mi nombre es Amalia Aznar —dijo la muchacha irguiendo su gallarda figura—. Soy capitán del Servicio de Información de la Armada redentora.

Un silencio de muerte cayó sobre el grupo. Durante un largo minuto no se escuchó más ruido que el apagado aullido del viento afuera y el seco crepitar de los leños de la fogata. De pronto, Harold Davidson levantó la mano y cruzó con una brutal bofetada. La muchacha, pillada de sorpresa, retrocedió dando traspiés, se enredó en las piernas de un proscrito y cayó en el suelo cuan larga era. Una soez carcajada celebró la caída de la joven.

Con los ojos inyectados de sangre, Harold avanzó dos pasos, se inclinó, asió a la muchacha del cuello y la puso en pie de un tirón.

—¡Dale, Americano! … —chillaron las sucias mujeres dando saltos en torno a la pareja como desmelenadas brujas—. ¡Atízale fuerte a esa puerca… rómpele los dientes!

Harold apretó la alabastrina garganta de la joven y acercó a la pálida faz la suya barbuda.

—¡Te he preguntado cómo te llamas, estúpida! —gritó salpicando de saliva la cara de la muchacha—. ¡No te hagas la loca…! El golpe no pudo trastornarte puesto que has sabido adornar tan bien tu sabroso cuento ¡Di de dónde vienes… pronto…!

—Ya… se lo he… dicho —jadeó la mujer medio ahogada por la brutal mano que atenazaba su garganta—. Soy oficial… de la armada…

—¿De la Armada Thorbod?

—No… De la otra… de la redentora… que manda el Abuelo…

—¿El abuelo?

—Fidel… Fidel Aznar —jadeó la muchacha con la faz amoratada.

Harold Davidson la empujó hacia atrás y la joven volvió a caer al suelo. Las mujeres soltaron un graznido y cayeron sobre su víctima como una nube de cuervos. Los hombres reían a carcajadas y el americano contemplaba la escena con el ceño fruncido.

De improviso ocurrió algo inesperado. La víctima reaccionó de una forma espectacular y violenta. Una mujeruca salió proyectada por el aire, impulsada por las torneadas piernas de la joven y fue a caer en mitad de la fogata.

Se armó un revuelo fenomenal. Los hombres corrieron a rescatar a la vociferante mujer, cuyas ropas ardían rápidamente. Los leños encendidos se desparramaron por el suelo, y en mitad de esta confusión, la que decía llamarse Amalia Aznar se desembarazó de sus fieras atacantes a puñetazos. Las mujerucas salieron rodando por el suelo o volando por los aires a impulsos de los golpes y las «llaves» de jiu-jitsu de la muchacha, que libre de atacantes saltó ágilmente en pie como impulsada por un muelle.

El español profirió un salvaje rugido y se precipitó sobre la muchacha. Esta le esperó con el flexible cuerpo echado hacia adelante, al estilo de los luchadores. Los brazos del español se cerraron en el aire. Un segundo después, la maciza mole del hispano salía proyectada violentamente por una hábil llave para ir a estrellarse ruidosamente contra la pared. La muchacha dio un prodigioso salto hacia el rincón donde Harold había dejado la ametralladora atómica. El americano comprendió sus intenciones y le interceptó el paso tirándole un bestial puñetazo contra el turgente busto.

La muchacha acusó el golpe haciendo una mueca de dolor. Apretó con fuerza los rojos labios y avanzó resueltamente contra el yanqui disparándole un imparable directo a la nariz. Harold Davidson vio estallar ante sus ojos un millón de estrellas. Se vio tendido de espaldas en el suelo y ante él, pálida y amenazadora, a la muchacha con el fusil ametrallador firmemente empuñado.

—¡Quieto todo el mundo! —grito la bella encañonando a los sorprendidos proscritos—. ¡Al primero que se mueva lo mato!

La actitud de la mujer no podía ser más belicosa ni resuelta. Se hizo un mortal silencio, sólo interrumpido por los ahogados sollozos de un niño asustado. Los chisporroteantes tizones de la fogata, dispersos por el suelo, alumbraban vagamente la extraordinaria escena de una víctima convertida en juez de sus agresores. El español yacía sin sentido junto a la pared.

—Usted —dijo la muchacha encañonando al aturdido Harold—. ¡Levántese!

El americano obedeció, sintiendo en los labios el sabor de la sangre que le manaba por la nariz.

—A ver si nos entendemos —farfulló la muchacha paseando la centelleante mirada por la mugrienta concurrencia—. ¿Por quién me han tomado?

Nadie respondió. La joven volvió a encañonar al yanqui.

—¡Hable usted! —ordenó con imperio.

—Sólo existe en el mundo una especie de hombres y mujeres que no estén marcados en la frente por los thorbod —gruñó Harold entre dientes, irritado por un hondo sentimiento de inferioridad—. Son los marranos como usted.

—¿Quiere decir que llaman…. marranos, a todo aquel que no lleva en la frente esas marcas?

—¡Hágase la ignorante! Usted es uno de esos traidores que colaboran con los hombres grises.

—Comprendo —sonrió la muchacha—. Pero yo no soy una marrana. Si llevo la frente libre de marcas es porque nadie de mi pueblo ha sido esclavizado jamás. Mi nombre es Amalia Aznar, como les he dicho antes. Soy capitán del Servicio de Inteligencia de la Armada Imperial y he venido a Ganímedes para conseguir información sobre las condiciones de vida que imperan en el Reino del Sol bajo el dominio de los thorbod. Me asombra que no me crean ustedes. Nosotros creímos que la Humanidad, si no había sido aniquilada ya, aguardaba con ansiedad el regreso de aquellos que un día partieron en busca de una nueva patria.

—No esperará que creamos en esa fábula, ¿verdad? —preguntó Harold irritado y ansioso a la vez.

—¿Por qué no? Lo que he contado a los niños es la pura verdad.

La insistencia machacona de aquella mujer empezaba a abrir una brecha en la terca incredulidad de Harold Davidson. El nunca había creído en la fábula de Miguel Ángel, pero conocía a mucha gente que daba por cierta su historia. Los thorbod, naturalmente, no hablaban de esto. La tradición había proyectado la leyenda a través de los años, deformándola hasta el punto de existir varias versiones bastante diferentes entre sí sobre el mismo tema. ¿Sería verdad que existió Miguel Ángel? ¿Cabría dentro de las humanas posibilidades, que un puñado de terrestres se lanzara al espacio en busca de una nueva tierra de promisión y regresaran al cabo de 1923 años?

—¿Quiere decir… que usted es uno de la familia de Miguel Ángel Aznar? Preguntó el yanqui.

—Soy seis veces nieta de Miguel Ángel —aseguró la joven con desparpajo. Y como leyera la incredulidad en todos los rostros vueltos hacia ella añadió—: ¿por qué les extraña? El Rayo alcanzó un nuevo mundo donde aquellos españoles se multiplicaron y crearon el prometido ejército vengador, y ahora estamos de vuelta para liberar a la Humanidad. ¿No me creen?

Sintió Davidson un torbellino en el cerebro.

—Si eso es cierto —murmuró roncamente —, si usted es en verdad descendiente de aquellos hermanos nuestros… ¿Podrá probarlo?

—Desde luego.

Harold cerró los ojos y se tambaleó sobre sus temblorosas rodillas.

—¡No es cierto! —chilló rabioso—. ¡No puede ser cierto! ¿Dónde están esas miles de aeronaves capaces de cubrir con su sombra la mayor ciudad de la Tierra?

Amalia Aznar sonrió compasivamente.

—Necesitan ver para creer, ¿no es cierto? Perfectamente. Devuélvanme mi armadura de cristal. Si el aparato de radio no se ha estropeado, llamaré al acorazado Valparaíso para que venga a recogernos.

—Lo que hará usted será llamar a los thorbod —repuso Harold acremente.

Aquí intervino uno de los hombres del grupo que había asistido en silencio a la conversación:

—Déjala que utilice su radio, americano. De todas formas ella tiene el fúsil y no podemos impedírselo.

—¡Sí, dejadla! —gritó la madre de Luisito—. ¿Por qué no ha de ser cierto cuanto dice? Si fuera realmente una marrana, ¿por qué había de esforzarse en hacernos creer que es nieta de Miguel Ángel?

—Porque quiere sacarnos de aquí —dijo Harold—. El fusil que tiene en las manos está cargado con proyectiles atómicos y para matarnos aquí dentro tendría que morir ella también. Lo que pretende es llamar a un crucero thorbod y hacernos salir fuera haciéndonos creer que es un aparato de ese fantástico ejército liberador.

—¡Qué tontería! —exclamó la joven riendo. Y arrojando la ametralladora sobre un montón de paja distante añadió—: ¿Se siente ahora más tranquilo?

Los efectos de este gallardo ademán fueron conmovedores.

—¡Es una Aznar! —chilló la madre de Luisito viniendo a echarse a los pies de la joven y abrazándose a sus finas rodillas—. ¡Os digo que es una Aznar y que todo cuanto asegura es la pura verdad! ¡Hija mía… hija mía! ¡Que Dios te bendiga!

Harold Davidson vio a las mismas mujeres que poco antes querían sacarle los ojos correr hacia la que pretendía ser la nieta de Miguel Ángel, y lanzando gritos echarse como perros a sus pies, besando con frenesí de iluminados las rojas y suaves zapatillas de la joven.

—¡Ángel de bondad!

—¡Ángel de salvación!

Los gritos, los desgarrados sollozos, las risas histéricas y las invocaciones celestiales, mezclábanse en tremenda confusión. Las miserables proscritas se apoderaron de las manos de la muchacha y las cubrieron de besos y de lágrimas.

Para sorpresa de Harold, la joven se echó también a llorar dejándose caer de rodillas y abrazándose a las sucias mujeres mientras murmuraba:

—¡Hermanas… hermanas…!

Los niños lloraban a moco tendido por el simple hecho de ver llorar a sus madres. Los hombres, pálidos y aturdidos, se miraban unos a otros sin saber qué hacer ni qué decir.

—¡Vive Dios! —bramó uno de ellos llamado el «Chileno»—. ¿Qué hacemos aquí parados como idiotas? ¡A ver ese aparato de radio!

Como un sólo hombre, todos se precipitaron hacia el rincón donde estaban amontonadas las piezas de la armadura de cristal. Harold, con movimientos maquinales, amontonó a puntapiés los dispersos tizones y añadió algunos leños a la fogata. Su aturdido cerebro esforzábase para calibrar la importancia que para el mundo entero podría tener el sorprendente retorno de esta rama de la humanidad enriquecida en el exilio. Luego se echó a reír para sus adentros. ¡Todo era una tontería! El regreso de los que un día partieran escapando de la opresión thorbod era demasiado hermoso para creerlo.

Mientras Harold gruñía desasosegado, sus compañeros depositaban a los pies de Amalia Aznar su armadura entera y la rodeaban en apretado círculo, siguiendo con ansiedad e impaciencia todos los movimientos de la joven cuando manipulaba en su traje volador. Después de mover algunos resortes, la joven alzó su cara sonriente para decir: —Tenemos suerte. El aparato funciona. Se dejó oír un general suspiro de alivio. La muchacha empezó a hablar rápidamente. Hablaba en un idioma dulce y extraño, totalmente desconocido para los terrestres. Habló rápidamente durante dos o tres minutos y luego calló. Entonces, una voz clara y potente brotó de la armadura y habló en el mismo idioma utilizado por Amalia Aznar. Esta añadió unas breves palabras y dio por terminada la conferencia.

—Pueden empezar a prepararse para abandonar esta leonera —dijo poniéndose en pie—. El acorazado Valparaíso estará aquí dentro de unos minutos.

—¿Dónde quieren llevarnos? —preguntó el «Chileno».

—A nuestro autoplaneta.

—¿Dónde está?

—Un poco lejos, aunque no demasiado para el Valparaíso.

—¿Nos vas a llevar al Rayo?, —preguntó Luisito mientras su madre le envolvía en una tela burda y áspera que las mujeres tejían en los campos de trabajo con los materiales que hallaban a mano. Amalia Aznar se echó a reír.

—El Rayo se quedó en Redención —aseguró con cierta reminiscencia de ternura en el acento—. Por razones sentimentales figura a. la cabeza de la lista de nuestra Armada como «crucero en servicio activo», pero hace más de un siglo que permanece anclado en su base. Ahora está convertido en museo. En él pueden verse las viejas máquinas, aeroplanos y armas que pusieron en Redención la piedra fundamental de nuestro gran Imperio. — ¡Cuánto me gustaría verlo! —exclamó Luisíto. —A mí también —murmuró la joven. Los proscritos anunciaron estar dispuestos para salir. El español, que ya había sido puesto en antecedentes de la identidad de la muchacha y la miraba con admiración canina, volvió a cargar sobre sus anchas espaldas la pieza más pesada de la armadura y echó a andar por la lóbrega galería seguido de todos los demás.

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