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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (22 page)

El cartero llamará dos veces pero el director de cine llama a veces hasta tres: se juega en definitiva más cartas. Wilder quería que Montgomery Clift, entonces el actor del momento (todavía no habían debutado en el cine Brando ni James Dean), fuera el condenado por débil Joe Gillis, a quien el fracaso insistente convierte en amante a desgana de Norma Desmond, reliquia patética porque su corazón latía todavía entre las ruinas. Clift, después de firmar contrato, lo rompió aduciendo que semejante relación erótica (el héroe en sus veinte, la heroína cincuentona) le era tan repulsiva que no podría actuar jamás can Gloria Swanson. Ni siquiera estar en el mismo
set
con ella. (En su vida apenas real Clift era amante de una mujer tan vieja como Norma Desmond en el film, mayor aún que Gloria Swanson y además nada gloriosa sino una triste viuda por homicidio exonerado. En Cuba, al sol de Varadero, cogidos en la doble luz del cielo tropical y de la arena de la playa, se veían una pareja obscena: él ebrio y tímido, ella sobria y repugnante sin usar repelente. (Los mosquitos saben).

Después Wilder acudió a otro galán indiferente a quien él mismo había convertido en actor famoso en
Pacto de Sangre
, ahora uno de los hombres más ricos de Hollywood por cuenta propia: Fred McMurray. Mac le dijo que no. Wilder, desesperado, recayó en Holden. Casi fracasado como actor pero todavía con orgullo de estrella, Holden exigió, increíble, que le ampliaran su papel. Wilder se negó de plano —«Se trata de la tragedia de una actriz, no de un guionista», adujo— y apeló al estudio que gobernaba los días de William Holden, ahora el
golden boy
más viejo del mundo.

Finalmente y a regañadientes, con su gesto característico de mala gana que mejora, Holden tomó la decisión de su vida y accedió a convertirse en Joe Gillis —y de paso en William Holden.

Su personaje —verdadero protagonista moderno— encarnaba la imagen del fracaso de la ilusión abatida (a balazos) por el triunfo del amor, por la locura y la muerte. Todo contado desde esa piscina fatal en que el narrador, famoso por 15 minutos, flota decúbito prono, iluminado en el agua en que yace muerto —pero todavía hablando desde el más allá, como el escritor eterno que quiso ser. La voz de Holden, la cara de Holden no podían ser más emotivas en su impasiva pasividad. Si el héroe existencial, de moda entonces, tenía un rostro y una lengua y un tipo— una persona en fin, era la que encarnaba William Holden en
El ocaso de una estrella
(que ése fue su título primero), en
Sunset Boulevard
. La filosofía de Sartre («El infierno son los otros») y la ética de Camus («Mamá murió ayer. ¿O fue anteayer?») contemplaban por fin una imagen virtual, sin virtudes. Es por eso, creo, que todos los que teníamos 20 años en 1950 queríamos ser William Holden: encarnar a Joe Gillis, escritor en el fracaso, sí, pero no morir de tres tiros certeros en una piscina anónima, en un patio ruinoso de cualquier Sunset Boulevard de la vida, la calle como crepúsculo.

William Holden logró ese milagro: había sido Joe Gillis por hora y media y en blanco y negro pero seguía viviendo aún. Siguió vivo todavía mucho más de un cuarto de siglo. Ahora, cuando nosotros, los de entonces, tenemos más de medio siglo vivido y el pelo en blanco y negro, William Holden ha muerto solo en su cuarto en un charco de sangre. Sin melodrama ni tragedia, casi de muerte natural a un ebrio eterno y ya nadie podrá ser más William Holden, de súbito decúbito supino.

Pero entre su gran triunfo y su derrota final Holden, el actor, tuvo éxito en su carrera y en su vida. Tuvo también fracasos y mediocridades. Y algunos buenos golpes comerciales imprevistos, suerte y sesos, como ése de haber pedido, ante dificultades de producción, que no le pagaran tan alto salario y cobrar sólo un porcentaje por su aparición en
El puente del río Kwai
—que fue uno de los éxitos de taquilla más devastadores de los años cincuenta. Así sucedió que fue él quien más dinero ganó en esa película, ¡aún más que el director! Durante un momento o dos volvió a ser en los sesenta el antiguo antihéroe. En
The Wild Bunch
, con otro director de implacable intensidad, Sam Peckinpah, donde más que un héroe existencial es un frío desperado, esa palabra del cine del oeste que indica un grado de desespero que lleva siempre a la locura y a la muerte violenta, no gratuita, como ocurrió a Joe Gillis, sino buscada deliberadamente, como la solución final, la única salida a la trampa de la vida. Eso se llama suicidio.

Al final de su carrera hizo tres películas seguidas en que la crítica una vez más alabó su pasmosa profesionalidad, el actor que no actúa —aparentemente. Ya esta habilidad suya era visible desde
Nacida ayer
, hecha después de
Sunset Boulevard
, en que era el
straight-man
que dejaba actuar a sus gafas ante las
gaffes
del tronante Broderick Crawford y la rubia tonta de Judy Hollyday que se cree hacerse linda y lista en esta versión del mito de Galatea en que Shaw es
show
: Pigmalión reside en Washington. Dos de ese trío de cintas del adiós son otras tantas obras maestras,
Fedora
y
SOB
. La tercera despedida es un horror informe, film feto fétido titulado
Network
. Su presencia fue un crédito entre tanto descrédito. Pero
Fedora
(de nuevo dirigida por Billy Wilder, ya viejo pero todavía tratando de ser más Wilde que Oscar, de hecho Wilder) es una versión modernizada de
Sunset Boulevard
en que la estrella retirada no es un icono maduro sino una anciana preservada en el formol de la fama que fue, casi como Evita Perón disecada, más mito que momia.
Fedora
es una mezcla de nostalgia, reflexión sobre la estrella y sus reflejos y su vida y la violencia vana, con Holden de catalizador de nuevo. Como en su gran triunfo de 1950 aquí, treinta años después, todo está hecho con espejos y William Holden se refleja con su cara simple y compleja a la vez, soprendentemente ajada: Joe Gillis es Norma Desmond ahora. Pero se puede ver por debajo de las arrugas prematuras (Holden tenía apenas 58 años cuando hizo esta película) la ética esencial a este americano tranquilo pero turbador, una vez más, de la calma que cubre un agua honda.

SOB
, su última película, es una obra maestra de no se sabe qué carajo: una bufonada trágica, un carnaval contra la carne, una sátira sucia. Pero en otro reparto de viejas caras (máscaras como las tetas de Julie Andrews), del Hollywood de
Sunset Boulevard
, William Holden muestra su pálida pero pulida decencia americana, ejemplar hasta el final —su propio final.

De su vida privada se supo siempre poco excepto que se casó o juntó con tres de las mujeres más secretamente bellas del cine: caras fascinantes, cuerpos de misterio: Brenda Marshall, Capucine, Stephanie Power, todas estrellas fugaces. (Lo que tocaba Holden se hacía invisible, desde su arte de actor a sus mujeres. Aun el brillo mundano de Capucine desapareció entre grises que la apagaron cuando mejor ardía, Brenda Marshall desapareció con su cabellera de azul flameante y Stephanie Power reapareció en la televisión, que es otra forma de desaparición). Al saber que esas mujeres radiantes fueron sus esposas o amantes más de una vez quise volver a ser William Holden pero por motivos puramente carnales. Lamentablemente para mí, para ellas no puedo serlo, nunca pude, Brenda del miocardio, Capucine del cine, el poder de Estefanía
heart to heart
: todas para mí como una prebenda pero no pre-Brenda, Kaputtcine, Estafanía. No quise ser, claro, sólo William Beedle (su verdadero desvalido nombre) sino el hombre que poseyó a todas esas mujeres intercambiables pero diferentes, indiferentes para mí. Esa impersonalización, también se llama querer ser otro William Holden —esta vez no entre las sombras del cine sino por persona interpuesta, de cuerpo presente. Pero, presumo, también entre las sábanas se puede ser un fantasma.

Cantinflas, que te inflas

Una de las etimologías posibles para el pseudónimo de Cantinflas cuenta que el cómico, en sus primicias en el circo como payaso menor, fue insultado por un espectador dado más al mezcal que al agua bautismal que le gritó: «Que te inflas, mano, ¡que te inflas!» —y de ahí surgió un apodo conocido mundialmente. Lamentablemente Cantinflas pareció seguir al pie de la letra la exclamación y según se hacía más popular más se inflaba, se hinchaba. Que parece ser la suerte de todo comediante —menos de Buster Keaton, que siempre fue
sui generis
.

Harry Langdon acabó rápido con su carrera cuando, en el pináculo, creyó que podía sustituir al director, al escritor y casi al camarógrafo. Su caída fue tan rápida como su ascenso. Charles Chaplin, que era el Charley un si es no es judío del barrio más miserable de Londres, llegó a ser, en poco tiempo, multimillonario y el hombre más conocido del globo después de otro Charles, Lindbergh. Se tuteaba con los grandes y hasta Winston Churchill le pedía, según Chaplin, consejos políticos. Su vida fue larga pero su carrera, después de las megalomanías de
Un rey en Nueva York
y
La condesa de Hong-Kong
, fue a dar al limbo, que es la zona fronteriza del olvido. Murió en la senilidad, exclamando: «¡Quiero conocer a Chaplin!», como si quisiera tener una entrevista con Dios.

Keaton (a quien Louise Brooks, hombreriega, llamó «el hombre más bello que había visto») fue víctima no del delirio de grandeza sino de la constante intimidad con ese hombrecito llamado Johnnie Walker: murió atrofiado pero todavía con una hermosa cara cujeada por el tiempo y el alcohol. Pero la inmortalidad ha sido suya: de todos los cómicos silentes es el que conserva su arte con una modernidad absoluta. Keaton es el rey sin corona de la comedia americana.

Que uno pueda mencionar el apodo de Cantinflas entre estos nombres míticos muestra hasta qué punto era un gran comediante —y no sólo del cine mexicano. Lo frustrante (para el cómico y para el espectador) es que realmente nunca fue grande. Cantinflas, me parece, no lo creyó así. Lo extraordinario es que, dados sus inicios, su carrera fue de veras notable.

Como Jerry Lewis en su fase inicial, Cantinflas era un dúo al principio: Mario Moreno (su verdadero nombre) y Manuel Medel: MM-MM. Cantinflas y Medel hicieron varias películas juntos (la mejor,
Águila o sol
, de 1937), aunque ya en 1940 Cantinflas volaba solo. Pero con o sin Medel, su casi cuate, Cantinflas era Cantinflas. Sus mejores películas son, tenían que ser, las primeras:
Ahí está el detalle
,
El gendarme desconocido
y las parodias de
Los tres mosqueteros
,
Romeo y Julieta
y
Ni sangre ni arena
, en la que mostró su talento taurino de sus días sin sangre en la arena donde fue un Tancredo excepcional. (Como muestra de su personalidad pugnaz, cuando le recordé que la suerte de Don Tancredo, cosa curiosa, se había originado en La Habana, donde detestan los toros y es la única suerte de toros inventada en América, luego copiada por el torero español Tancredo López, Cantinflas dio un salto patriótico y gritó: «¡No, no! Está usted equivocado. Esa suerte la inventó un torero mexicano llamado Quedo porque se quedaba tan quedo ante el toro».)

El arte de Cantinflas, además de elevar al
pelado
(versión mexicana del
tramp
de Chaplin y Langdon), consistía en una bailable ligereza física natural, desplegada entre intrincados vericuetos verbales. (Que originaron el verbo
cantinflear
, una suerte de laberinto locuaz para el que no había Ariadna azteca posible, excepto la necesidad cada vez más urgente de comunicarse.) El personaje del
pelado
, vestido con más harapos que el
tramp
de Chaplin (el único vestigio de una más supuesta que real elegancia era una especie de chal chapucero que Cantinflas insistía en llamar su
gabardina
), siempre pretendía a una muchacha humilde que, fatalmente, aspiraba a una mejor posición social que la ofrecida por el
quinto patio
miserable en que vivían ambos. Pero Cantinflas también aspiraba a un puesto al sol social —y a veces casi lo conseguía. Venía vestido ahora de frac, chistera y capa, pero cuando se da vuelta se ve en su espalda ¡el anuncio de un sastre! El enojoso chasco lo resuelve Cantinflas con una salida que es una cita del cine que entonces el cine no hacía: «¿No le parece que me doy un aire (golpe de capa negra) así como si dijéramos al mismo conde Drácula?»

O Cantinflas salvado de ahogarse en las aguas sociales del ridículo por la parodia que no para. Su cine, Susini
dixit
, abunda en estas situaciones seudosartoriales, como cuando un policía secreta se abre la chaqueta para mostrar sus señas de identidad, pero, miope, Cantinflas lee la etiqueta con el nombre del sastre anónimo y no el nombre epónimo de la ley.

Como Chaplin, como Langdon, Cantinflas estaba identificado con su personaje en un grado que nunca lo estuvo, por ejemplo, Keaton. Como Jerry Lewis y como Chaplin el personaje de Cantinflas era de natural cobarde y sólo la necesidad de aparentar valor ante la heroína, lo hacía un momentáneo paliativo a su cobardía. Harold Lloyd era un valiente gracias a la tecnología o al azar. Langdon fue siempre un bebé inflado por las circunstancias, pero también sabía recurrir a una carrera contra el valor. Es que el heroísmo puede ser trágico, pero nunca es cómico. A no ser que sea un heroísmo momentáneo o como punto final a un comportamiento cobarde en Keaton. Como sus otros pares cómicos (excepto Keaton y Lloyd), Cantinflas podía ser insensible, incluso cruel. En una ocasión una pobre vieja, una viejita harapienta, mendiga
in extremis
, pide limosna a Cantinflas: «Por favor, señor, que hace tres días que no como». Cantinflas le responde: «¿Y por qué tan desganadita?»

Cantinflas, no el personaje, la persona, estaba siempre, como Chaplin, obsesionado con su origen humilde. Como todo mexicano del pueblo comía todas las comidas (incluyendo el desayuno) ayudándose con tortillas de maíz. Cuando tenía una cena con invitados, que eran sus iguales ahora pero que él estimaba todavía como sus superiores, acudía a un pase de manos digno de un mago de salón. Se hacía instalar en el comedor, a su lado pero cubierta por el mantel, una mesa baja en la que había una cesta con tortillas y con destreza metía una mano bajo el mantel, destapaba las tortillas, cogía una y, todavía bajo el mantel, la colmaba de comida, siempre sonriendo a sus invitados y sin olvidar las otras gracias sociales comía su emparedado.

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