Cine o sardina (21 page)

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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Scott hizo dinero en los oestes instantáneos de Zane Grey y al morir era uno de los hombres más ricos de Hollywood: su fortuna se estima en más de ¡100 millones de dólares! Su salario y unas cuantas inversiones bien aconsejadas (pozos de petróleo, bonos, acciones y no malas razones) lo hicieron tan rico como su amigo Cary Grant, al que llevaba solamente cinco días y con quien compartió casa y piscina en los años treinta. Ante los persistentes rumores de que eran una pareja, el estudio obligó a Grant a mudarse solo a pesar de su notoria tacañería. Comentó Grant entonces: «Vivimos en la misma casa pero no freímos huevos juntos». Nadie le advirtió a Cary que su salida sería en español de doble y triple sentido.

Fue en
Hasta el último hombre
, de 1933, donde Scott consiguió esa «austera seguridad» que sería su sello a caballo y a pie en el desierto rocoso. (Aviso a todos los pedófilos: fue en esta película apta que Shirley Temple, de apenas seis años, debutó bañándose desnudita. Escenas como éstas movieron a Graham Greene a un comentario que le costó un pleito, una compensación y las costas.) A partir de entonces los críticos insistieron en que Scott era muy natural sobre la silla y sobre el horizonte. De hecho, Scott es el menos natural de los
cowboys
del cine y su estilo parece pertenecer a un teatro kabuki del oeste: su cara es la máscara muda de la muerte. En
El tejano
, de 1938, Scott encarnaría con notable autoridad un rol que John Wayne heredó más tarde en
Río Rojo
: ambos son ganaderos que, ya que las reses no pueden ir solas al matadero, las llevan ellos a través de miles de millas y de incontables peripecias. Igual que Wayne, que durante décadas fue una figura que era fuente de risas, Randolph Scott se graduó lentamente en su carrera que va del vaquero benévolo hasta el icono final. Scott fue también la estrella de
Frontier Marshal
, la primera película sonora del legendario director Allan Dwan.
Frontier Marshal
se parece extrañamente a
Pasión de los fuertes
, la obra maestra de John Ford hecha muchos años más tarde. ¿Plagio? Contagio: todas las epopeyas son la misma epopeya. En
Jesse James
y bajo la dirección magistral de Henry King (un director genuino muy maltratado por mal entendido por la crítica, lo que por supuesto nunca afectó la salud de su taquilla), Scott es un
sheriff
benévolo y comprensivo. En
Virginia City
Randolph Scott tiene ocasión de mostrar su suave acento virginiano al compartir honores con Errol Flynn y por encima de Humphrey Bogart, que es un villano de pacotilla y patilla. Mientras que en
Belle Star
el parco Scott no sólo divide honores y deshonores con la Reina de los Bandidos sino que, privilegio del héroe sombrío, suele besar a Gene Tierney, siempre gloriosa en technicolor: nadie la olvida en
Que el cielo la juzgue
a caballo esparciendo las cenizas de su padre, matadora.

Su obra maestra de esta época es
Western Union
, dirigida por el gran Fritz Lang, que observaba la lucha del bien y del mal en la pradera indiferente con su monóculo alemán sobre su mejor ojo. En una versión malvada de Caín contra Caín, Scott es asesinado por su hermano, modelo de truhanes, y el héroe negativo muere esa muerte violenta y dulce que tanto gusta a los actores desde que Nerón, de coturno y toga, se quitó la máscara para exclamar: «¡Qué artista muere conmigo!». En
Western Union
, que es una saga capitalista (el título se refiere a la compañía de mensajes alámbricos primero, inalámbricos ahora), Scott encontró su destino. Se llamaba Harry Joe Brown, antiguo director del cine mudo, que sería su productor cuando los dos se hicieron independientes para hacerse ricos. Scott en su eminencia de entonces hasta corrió parejas con las piernas de Marlene Dietrich en
Los despojadores
. Por debajo de Scott y de los extremos de Marlene estaba todavía un John Wayne naciente.

Coroner Creek
fue la primera vez que Scott se embarcó en una venganza violenta pero fútil. Al final, el acosado villano cae contra el cuchillo de Scott y se empala accidentalmente. La rencorosa hoja fue con la que se suicidó su mujer ante la odiosa perspectiva de ser violada por los indios, el racismo uniéndose por primera vez al feminismo. Pero en
El regreso de los malos
Scott es de nuevo el
sheriff
que ejerce su oficio de venganza sin ardor ni rencor, convencido de que la ley es dura pero es la ley. Todos los oestes de Randolph Scott dirigidos por André de Toth son una serie fuera de serie si se considera que poseían una perspectiva nada unidimensional en la bidimensionalidad del cine. Toth era tuerto, lo que no le impidió dirigir la mejor película en tres dimensiones,
El museo de cera
. El único ojo de Toth fue suficiente para guiñarlo a Verónica Lake con su cabello sobre un ojo. Toth la cazó (y casó), demostrando que un ojo enamorado vale por dos.

Ahora llega en su carrera y ante nuestros dos ojos la famosa serie final de Randolph Scott en el oeste. Conocida también con el nombre de Ciclo Ranown (de Randolph y Brown, la estrella y el productor), están todas dirigidas por un director que prometía y aquí cumple su promesa. Budd Boetticher es un hombre que entiende el género (de hecho esta serie lo colocará entre los grandes directores de oestes: nunca nadie ha hecho tanto con tan poco) y lo que es más importante, entiende a Scott en su saga solitaria, con su cara cuarteada, su mirada de águila vieja y su sentido del honor a pesar de la venganza que siempre lo impulsa y de los malvados que lo detienen y entretienen, encarnados por brillantes actores secundarios que luego serán de
primo cartello
: Robert Ryan, Richard Boone, Lee Marvin. Ambos, director y actor, saben que lo que dijo Pitágoras es verdad ahora y siempre: «La compañía con hombres malvados contagia al bueno». Scott además no es el acostumbrado hombre que conquista el oeste. Como con Gary Cooper en
Solo ante el peligro
la vejez empieza antes de la muerte.

La serie se estrenó en 1956 con
Siete hombres desde ya
. Aquí, como en casi todas sus películas de la serie, la venganza se desata porque un hombre pierde a su mujer, a menudo con violencia y siempre con alevosía. Todos los demás oestes (al revés de
Duelo al sol
,
Lanza rota
y
The Big Country
) son callados, poquita cosa y de una ferocidad inusitada. Tienen las características de la zorra y son así de astutos. Aquí el paisaje equivale al rostro de Scott y en «un desierto hosco de cardos y peñascales» un vaquero se hace Némesis de los malos. Con la boca que es una raya horizontal entre las arrugas cruzadas en un mapa violento, a veces plisada en una sonrisa arcaica de desdén o de sabiduría, Randolph Scott parece una momia a caballo a la que una maldición egipcia obliga a cabalgar de nuevo. El formato es de película B pero la forma es pura poesía épica.

Cuatro cintas de la serie están escritas por Burt Kennedy, que luego sería conspicuo director de oestes, con un estilo tan marcado que se puede detectar desde los créditos. Las mejores del grupo a caballo —
Siete hombres desde ya
,
Decisión al morir la tarde
,
Cabalga solo, vaquero
y
Estación Comanche
— son del género de la venganza violenta y bronca y resultan si no obras maestras, absolutamente imprescindibles al género: al oeste por el oeste. Mi favorita,
La alta T
, es un oeste cuya modestia, pureza y ascetismo formal salen de la personalidad de Randolph Scott, uno de los actores más veraces de este género que ha visto mejores días (y noches) pero al que Michael Cimino no pudo matar.

Hay, después del Ciclo Ranown, un hiato en que Randolph Scott parece retirarse a contar sus centavos hechos dólares. Pero de pronto resurge en la más dudosa compañía, bajo la tutela iconoclasta de Sam Peckinpah. Se trata de una película con dos nombres y dos hombres:
Ride the High Country
o
Guns in the Afternoon
. El último, que tanto recuerda a
Muerte en la tarde
, es el que mejor declara su mercancía: la codicia, la vejez y la muerte. Un crítico elogió a esta cinta como «el más simple, tradicional y grácil de todos los oestes modernos». También podía haber dicho que es una obra maestra. Aquí es que Scott llega a declarar: «Un hombre tiene que tener más de una razón para cabalgar estos pagos». Como tenía entonces suficiente dinero para retirar a un ejército a un balneario, hay que concluir que su razón es el arte que es la razón de su vida desde el principio de su carrera. Otro lema famoso de Scott es «nadie puede ver las cosas de rodeo», queriendo decir, en la vieja filosofía de los oestes, que «un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer», en un admirable espíritu estoico. La última imagen de este oeste pertenece a su colega Joel McCrea malherido, que literalmente «cae como caen los muertos», al decir de Dante. Fue Randolph Scott quien debió de morir. Que no haya muerto significa que ha sobrevivido al fin. Este obituario es entonces un brindis.

Aquel que quería ser William Holden

Cuando teníamos veinte años en 1950 (y es asombrosa la cantidad de gente que podía tener entonces veinte años) todos queríamos semejarnos a William Holden. Pero yo no quería parecerme a William Holden. Eso hubiera sido para mí improbable y aun absurdo. Con su alta estatura, su pelo rubio, sus ojos azul americano, sus labios de una línea y su porte atlético no habría sido yo su seguro seguidor sino otro Tom Castro: un imposible impostor. Yo quería mucho más: quería ser William Holden. Ocurrió por cierto poco después de haber querido escribir como William Faulkner sin serlo. Ahora yo quería ser sólo Joe Gillis, ese fracasado escritor de guiones y fallido amante de una leyenda del cine todavía viva para su última desgracia. Ella se llamaba, aún lo recuerdo, Norma Desmond, pero era, me parece, Gloria Swanson. Había acabado de ver yo (ese me nota?)
El ocaso de una vida
, que algún chusco llamó
El caso de la viuda
pero para mí tenía un más promisorio título: uno que hablaba del brillo y la hermosa decadencia del Hollywood silente,
Sunset Boulevard
. Esa calle era más que una calle: era la visión de toda imagen que se mueve a 24 cuadros por segundo. En ese bulevar del cine, Holden era un renuente gigoló y en una de sus escenas más memorables queda desenmascarado ante sí mismo como mantenido de la muy madura y rica dama retirada. Antigua estrella del cine mudo que era, ella quiere comprarle un ajuar público para su boda secreta (tan oculta que sólo existe en su mente enajenada), imposible. En una sastrería de moda Gloria Swanson insiste en que él se pruebe una magnífica chaqueta de vicuña exóticamente cara. Holden se niega resuelto. Siempre fue él un poco deshonesto pero ahora juega el papel de hombre honesto y resulta no virtuoso sino torpe: los escritores son siempre malos actores. Pero el vendedor, avisado, le susurra celestinamente al oído: «¿Por qué no se lleva el caballero la vicuña? Después de todo, es la señora la que paga». Ese momento de cinismo vienés —viejo aire continental: vals vicioso, vidas viscosas— está pedido prestado por el director Billy Wilder a su coterráneo y predecesor Arthur Schnitzler, el de las comedias agridulces y a veces sólo ácidas, como naranjas que se saben limones del árbol de la vida. Este breve intercambio muestra a Holden en su falsa cima y verdadera caída, nada angélica. Su miseria moral la logra con tal genuino arte de actor sutil revelado tan súbitamente que su actuación le debió ganar el Oscar aquel año. No lo ganó, claro, porque el Oscar, como todo premio, es la justicia al revés: el veredicto primero. Lo vino a ganar tres años más tarde con
Stalag 17
, en el papel del héroe americano que lleva siempre la careta del cinismo —pero debajo hay un verdadero patriota de sí mismo. Ese premio fue la sentencia después: a través de espejo justo tardío. Pero a partir de
Sunset Boulevard
hasta el mismo William Holden quería ser William Holden. No siempre fue así.

William Holden, como Robert Taylor, salió del colegio para entrar al estudio. Ocurrió en esos años treinta en que incluso el esplendor que sería Lana Turner era esa
teenager
que entra en este mismo momento en una botica americana (sita en Sunset Boulevard, la calle, precisamente, llamado ahora en justicia The Strip) para pedir una batida de fresa y dos pajitas y le dan en cambio una prueba para pasar a la posteridad —o a ese cielo raso promisorio que es el cine. Todo lo que tenía que hacer ella era entrar así como estaba en una botica de cartón y telón pintado pero más verdadera que la real y caminar hasta el mostrador falso usando ese mismo suéter que apenas contenía su carne turgente, urgente. («See, Ma? No bra») Así entró Lana como materia prima a esa fábrica de cuerpos celestes llamada Metro Goldwyn Mayer, donde entonces el astuto Louis B. Mayer, astrónomo bizco, miraba, veía doble siempre sobrio y anunciaba que había más estrellas en su estudio que en el firmamento.
Ad astra
.

Ambas carreras, las de Taylor y Holden, se parecieron en que corrieron precisamente en dirección opuesta. Taylor fue famoso por su belleza para algunos femenina (¿si las mujeres llevaran patillas y bigotes se parecerían a Robert Taylor?) y su fama fue instantánea y mundial. A finales de los años treinta, y aun ya entrados los cuarenta, cuando se afirmaba que un hombre era un Robert Taylor se quería decir que era guapo y no guapo de barrio por cierto. Nadie decía de nadie que era un William Holden entonces y él lo sabía: su belleza era tan americana como una soda —y tan sosa. Taylor sin embargo perdió pronto su belleza, masculina o femenina, la que fuera, y se convirtió en un hombre (o al menos en un actor) hosco y amargado, peor comediante que cuando comenzó, esa época en que hasta mereció el resplandor de la Garbo, que lo invocaba, tísica, «Armand! Armand!» en
La dama de las camelias
. Holden tuvo un debut promisorio en
Golden Boy
(título que se le quedó como apodo por un tiempo) en el papel de un boxeador de mala gana que es en realidad un violinista zurdo. Fue esa calidad de gracia de violín versus presión del músculo lo que hizo finalmente a Holden el actor que fue en su década dorada, esos años cincuenta que comenzaron precisamente con
El ocaso de una vida
.

El gran Rouben Mamoulian fue quien dirigió a Holden en la memorable
Golden Boy
. Pero el gran Mamoulian no dirige a un mero Holden en
Golden Boy
todos los días y William Holden perdió el apodo (y el aura áurea) de chico de oro y se quedó en un simple y familiar Bill, su nombre de pila en Hollywood y en la Casa Blanca: Reagan lo llamó siempre así, aún hasta el otro día cuando hizo su obituario presidencial: Holden había sido su padrino en su segunda boda. Después de la guerra (con la aviación americana) y de incontables por inocuas misiones aéreas, todas aburridas, estuvo en contadas películas, todas mediocres —peores que la guerra porque los críticos sí tiraban a dar. Así cuando le preguntaron si le dio miedo la guerra, declaró desganado: «Más miedo da la paz». Fue al final de esa década de doble desperdicio que la suerte vino a tocarle a la puerta con el dingdong alegre de «Avon llama». No era Avon, productos de belleza, sino Billy Wilder, hablando inglés con acento austriaco, todavía era anatema en Hollywood tener acento alemán y ser uno bueno.

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