Cine o sardina (28 page)

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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Fellini fue vago de afición, caricaturista de profesión y corrector de pruebas. Este último empleo le permitió pintar con precisión los esclavos de las galeras del
Satiricón
. Es curioso que un bombardeo aliado, que destruyó la posibilidad de ser soldado del Duce (a la fuerza), lo condujera ese mismo año a casarse con Giulietta Massina,
attrice
. El
raid
aliado impidió que Fellini fuera un fascista, como fueron todos los grandes directores del cine italiano de posguerra. Tal vez sea la razón por la que Roberto Rossellini contratara a Fellini para escribir el guión de
Roma, ciudad abierta
, cinta oportunamente antifascista. La Roma real permitió que Fellini entrara a la Roma del cine. Su cine, a partir de su primera película a dúo,
Luces de variedades
, es personal y pasional y tiene un gusto grande por la caricatura.

El sheik blanco
fue la primera película de Fellini, un homenaje a los
fumetti
, el verdadero cine popular de entonces aunque las imágenes nunca se movieran. Se le conocía como la
comistrippa
, una suerte de Corín Tellado
avant la lettre
. En
El sheik
entre fantasías eróticas y comentarios sociales, sexuales encontramos por primera vez al verdadero Fellini,
il vero vate
.

Luego vino, en 1953, su gran éxito comercial,
I vitelloni
, su memorable encuentro con Alberto Sordi que tiene un bocadillo todo boca: «
Lavoratori
», grita Sordi a toda voz y después produce una trompetilla que se oyó en todas partes. Es una lástima que por su vanidad (Fellini se creía un buen mozo) Sordi no fuera su
alter ego
. Lo fue el galán Marcello Mastroianni en
La dolce vita
, la película que dio una frase al siglo y un nombre,
papparazzo
, a una profesión: fotógrafos, periodistas chismosos —el destino que habría sido el de Fellini de no haber existido el cine.

¿Es ésta mi película de Fellini favorita? Aunque hay un Cristo de cemento que levita con auxilio de un helicóptero y un mambo,
Patricia
, que fue como un himno a las mamas mayúsculas de Anita Ekberg,
La dolce
no se sostiene en una visión actual. Mis películas suyas preferidas son
Ocho y medio
,
Amarcord
(Proust a la italiana) y
La nave va
, una película que es una visión de la ópera cantada por un rinoceronte.

Fellini es el último de los grandes directores de cine italianos, tal vez el más grande, por lo menos el más divertido y diverso. A Fellini hay que decirle ahora como lo saluda y lo despide Anna Magnani:

Al abrir y cerrar la puerta negra como un final en
Roma
: «Ciao, Federico».

«Sic transit»

Gloria Grahame

Gloria Grahame tendió su pasaporte real no a la fama (ya hacía más de un cuarto de siglo que había cruzado esa frontera) para mostrarla fecha en que había nacido y demostrar que no mentía. El pasaporte americano decía «Gloria Grahame, nacida en Nueva York en 1933». Nada de esto era verdad. Gloria Grahame se llamaba en realidad Gloria Hallward y había nacido mucho antes de esa fecha. Le había alargado su pasaporte a John Kobal, el biógrafo de Rita Hayworth, historiador del cine y el hombre que creó la más extensa colección privada de fotos fijas del cine sonoro y ahora su amigo de Londres. Luego, le dije a John: «Pero te das cuenta, John, que si Gloria Grahame hubiera nacido en 1933 tenía once años cuando debutó en el cine. ¡Sería la vampiresa más precoz de la historia!». John se rió y dijo: «Ya sé, ya sé. Pero no es mentira. Es sólo la verdad vista por la vanidad». La vanidad viste a la verdad, es la verdad vestida. Fue esa vanidad incapaz de ver la verdad desnuda lo que mató a Gloria Grahame, según John Kobal.

Vi a Gloria Grahame por primera vez en el cine (la otra, la de la vida, apenas si existía) en
La fiebre rubia
. Ocurrió en La Habana en 1944, en el fétido cinecito Lara de comienzos del paseo del Prado, en el que la pantalla se veía más turbia que el piso de luneta, sucio de suelas y de semen, y la proyección era un agua estancada que apenas atravesaban rayos grises de una luz depravada. Pero aún allí la fiebre rubia de Gloria Grahame, muy joven, pero nunca una niña, se veía luminosa. Luego, en
La vida maravillosa
, Gloria Grahame era una muchacha de pueblo que ya olía a ciudad en esta obra maestra de Frank Capra, su última gran película y tal vez la más incomprendida. Pero en
Encrucijada de odios (Crossfire)
pudo por fin mostrarse Gloria Grahame tal como sería siempre: fea, fascinante y fatal.

Fue poco después que me enamoré de Gloria Grahame para siempre: mientras más fea más fascinante. Su pelo rubio era tan escaso como para no hacerle competencia a Verónica Lake, su frente jamás se iluminó como ese medio domo de belleza de Elizabeth Taylor, sus ojos eran chicos, de párpados pesados, y parecía siempre estar a punto de caer dormida o de no haberse despertado todavía a media tarde; su nariz no era ciertamente la de Katharine Hepburn y su boca estaba presidida por su labio superior, que se extendía peligroso más allá del labio inferior y de toda la boca, como un toldo desmedido y casi fuera de control.

Afortunadamente estaba paralizado por una novocaína natural, y al hablar, Gloria Grahame dejaba escapar su vocecita fañosa de tan nasal que era y a la que su labio hacía displicente y, a veces, letal. Era el amor, sin duda. Gloria Grahame ha sido para mí, que no me gustan las rubias, la fascinación en persona —o mejor, en sombras—. Fascinación era la palabra que los romanos usaban en lugar del mal de ojo, pero para mí Gloria Grahame era el mal de mente. No quería hacerle el amor, solamente acostarme con ella sobre esa amplia sábana vertical del cine, sólo sombras los dos, cada noche. La gloria era ella.

En 1950, Gloria Grahame hizo su obra maestra, que es también la obra maestra del que era entonces su marido, Nicholas Ray. Se titulaba
En un lugar solitario (In a lonely place)
y es una de las historias de amor más hermosas que conozco. A su lado, como actor, como amante perdido, como sombra sola, estaba Humphrey Bogart, quien nunca actuó mejor en su papel de escritor de cine demasiado violento para la gloria del amor de Gloria y que al final se va solo rumbo a su infierno. O a ese purgatorio del escritor que es su escritorio. Gloria Grahame, con esa misma voz chata y nasal, de niña pervertida, recita como último adiós un verso que Bogart le enseñó («Nació cuando se conocieron./ Vivió en su primer beso./ Murió cuando se fue». Cito y trucido el verso, porque el recuerdo del cine no es la literatura, sino la memoria de las imágenes), y la conjunción de su voz inexpresiva, de ese labio en que murieron mil veces mil besos, su cara vacía, son de una desolación absolutamente poética. Gloria Grahame era la Garbo del olvido.

Después vinieron otros papeles, inclusive uno que le ganó un Oscar, en
Cautivos del mal (The bad and the beautiful)
, casada esta vez con otro escritor, Dick Powell, a quien corneaba con ayuda de Gilbert Roland, para morir los dos en un accidente de aviación que era como la retribución del ángel vengador a la adúltera. Pero esa tonta sureña no era Gloria Grahame —equivocado estaba yo.

Prefería a la Gloria Grahame de
The big heat
(tal vez la mejor película de Fritz Lang en América), en que era la amante de un gángster, Lee Marvin, su víctima y su victimaria. En
Human Desire
, de nuevo vista ella a través del monóculo de Lang, era una heroína de Zola de celos, vestida por Glenn Ford y por mí en mi barrera de umbra y penumbra. Gloria Grahame era siempre la amante de violentos, siempre amada en violencia, siempre envuelta en sombras alevosas —y a veces moría súbitamente.

Su belleza codiciada, más que atesorada, pertenecía al mundo en blanco y negro, que es el reino de los sueños. El color, tanto como la luz del día, no convenían a su cutis graso ni a su boca insolente. Su belleza era nocturnal era la estrella del cine que sabía quitarse de encima un abrigo de pieles con mayor desenfado elegante y echarlo por tierra sin siquiera mirar. Así, al descuido, eliminaba también amantes tan ricos como onerosos. De esa manera me eliminó de entre sus devotos, al no hacer más que cine en Metrocolor y televisión mediocre, también en colores.

En su última película,
Melvyn y Howard
, hizo de una abuela fugaz, y cerré los ojos antes de que apareciera: que no quise verla. Mejor recordarla en ese lugar solitario donde espera todavía el regreso de un Humphrey Bogart de sueños.

Pero hace poco, en Londres, Gloria Grahame demostró por qué era una estrella, cuando tantas figuras principales del cine habían ido y venido a su alrededor sin siquiera dejar recuerdo. La entrevistaban y el entrevistador trataba de desentrañar su arte dramático. «¿Por qué actuó bajo la dirección de su marido de entonces, Nicholas Ray?». Sin siquiera mover su labio eterno, dijo Gloria Grahame: «Él me dio trabajo». El entrevistador, de nuevo: «¿Por qué fue dulce y engañosa en
Cautivos del mal
?». «Era un trabajo». «¿Por qué era tan perversa en
Miedo súbito
?». «Era un trabajo, ¿no?»

Todo era un trabajo para Gloria Grahame, la última profesional sobre una sola sábana. Su profesionalidad no explicaba la escena más famosa de su carrera en el cine en la que le pedía a su amante, Jack Palance —entonces la última palabra en villanos brutales— que le contara cómo masacraba a sus víctimas. Jack contó, y según contaba Jack cómo destripaba, más aumentaba el ardor amoroso de Gloria Grahame, sadista entre sedas.

Tal como se quitó diez años de su pasaporte y burló a la Prensa, trató Gloria Grahame de burlar el cáncer. En vez de operarse ideó subterfugios quirúrgicos y, por cinco años, ella y el cáncer jugaron el juego que antes había jugado con Lee Marvin, o con Robert Ryan, o con Jack Palance: toreando al verdadero villano en su vida: un cáncer de seno, lento pero letal. Como en un melodrama moderno, la muerte la alcanzó al vuelo, en un avión entre Londres y Nueva York, con un intercambio urgente entre pilotos y médicos en tierra y ambulancias esperando en la pista a la estrella moribunda que hacía rato que había dejado de ser una actriz de cine, pero era todavía una estrella, sería siempre una estrella.

De haberse operado a tiempo, habría salvado la vida; pero Gloria Grahame había escogido morir de una pieza, y no desfigurada, como en
The big heat
. «La mató la vanidad», dijo John Kobal que guarda un tesoro de fotos de Gloria Grahame en blanco y negro. No lo creo. La mató la vida como a todos, pero la conserva su nombre. En Gloria estuvo, y en gloria estará. Para nosotros, los vivos, queda lo que fue: un regalo de sombras eternas. Que en Gloria estemos.

«Sic semper Gloria»

Nacer con el cine hablado significó para mí haber aprendido a hablar con el cine. Así nunca me interesó el cine mudo, que siempre me pareció como una conversación no demasiado importante que alguien (una pareja, por ejemplo) tiene del otro lado de una vidriera: falta el sonido para interesarse en lo que dicen. ¿Y qué es el cine sin una conversación? Ilustraciones en movimiento y alguna acción tal vez. Al cine mudo le faltaba, además, la música, que es muchas veces más esencial al cine que el sonido, meros ruidos a menudo. No es extraño, pues, que nunca viera una película de Gloria Swanson hasta 1950. Fue entonces que vi
Sunset Boulevard
. Verla (y oírla) fue como quedarme mudo. Es ella realmente la que da dimensión trágica a esta última aventura del gigoló renuente.

Pero, por poco, Gloria Swanson (sin quien
Sunset Boulevard
no sería el clásico que es), no estuvo en esta película. Su director, Billy Wilder, pensó primero, ¿quién lo diría?(yo casi no me atrevo a repetirlo), en ¡Mae West! Que dijo que no. Luego en Mary Pickford, que también dijo que no. Más tarde en Pola Negri que, claro, dijo que no: ese papel era para una estrella olvidada y a ella la recordaba
todo
el mundo. Finalmente, Gloria Swanson, retirada del cine hacía una década, dijo que sí pero se negó a hacer una prueba del papel. Finalmente, convencida por el director George Cukor, vino a Hollywood de su retiro en Nueva York y rodó la prueba. Su cara ahora, sus gestos, su sentido del cine, hicieron cambiar su papel y toda la película. Hoy, cuando vemos una vez más esa casona casi en ruinas y a William Holden que avanza o retrocede en el patio junto a la piscina vacía, que se llenará de agua y luz y melodrama, y arriba se abre de pronto una ventana y una mujer dice entre imperiosa y patética: «Joven, ¿va a subir o no?», el espectador sabe que va hacia la tragedia edípica típica y, a la vez, única.

Toda la película, como la casa palaciega raída y ruinosa, está llena de Gloria Swanson o, mejor dicho, de sus ojos. Tal vez los ojos más bellos del cine, los más expresivos (con los de Bette Davis), los más fotogénicos (junto a los de Joan Crawford) son, sin duda, los más reconocibles porque son a la vez sofisticados y feroces. Hay en esos ojos un lejano rumor salvaje que sólo tienen los gatos: una fiera doméstica que nunca ha sido domada. Una de las mujeres más pequeñas del cine, más pequeña aún que Louise Brooks, Swanson —déjenme detenerme en su nombre. Para nosotros, ella es la Swanson, para Hollywood fue siempre Swanson, para Inglaterra es Gloria Swanson—, y verla firmar ejemplares de su autobiografía en el almacén Barker's de Londres hace poco era conocer cuántos ingleses, inglesas, inglesitas, la gente más inerte del mundo, son fanáticos firmes de Gloria Swanson todavía. Hay en su nombre, además, el eco del canto del cisne —
the swang's song
—. Swanson, baja, menuda, casi breve, llenaba la pantalla en
Sunset Boulevard
con su cabeza de gorgona: toda ojos terribles. Así, cuando William Holden la reconoce como Norma Desmond, la antigua estrella de cine y le dice: «Usted era de las grandes», puede la Swanson replicar: «Soy grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas». (Esta respuesta cobra un nuevo retintín cuando se ve
Sunset Boulevard
por televisión.) Es Norma Desmond, estrella silente, la que dice por boca de Gloria Swanson al ver una película muda: «Teníamos caras entonces».

Por ese
comeback
, por esa interpretación, por esa reencarnación fue nominada Gloria Swanson para el Oscar ese año. No lo ganó. Ella perdió, pero ganamos nosotros. Su aparición es justamente un eterno regreso: la diosa ardiente de los ojos glaucos vuelve una y otra vez siempre que vemos
Sunset Boulevard
, desde que aparece en lo alto de su palacete hasta el final en que en el rellano de la escalera ya la loca homicida se dirige a las cámaras anónimas de los noticiarios para preguntar a su mayordomo que fue su marido, que fue su director, que fue su descubridor, que será su cómplice y decirle confundiéndolo, fundiéndolo en su locura: «
I am ready for my scene, Mr. De Mille
». Frase que sólo tiene todo su sentido en la voz, en los labios y en los ojos de Gloria Swanson. Ése es, sin duda, uno de los grandes momentos del cine.

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