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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (29 page)

El homenaje que yo quisiera hacerle ahora se lo hizo la noche del estreno de
Sunset Boulevard
en Hollywood otra gran actriz, Barbara Stanwyck. La perversa heroína de una anterior película de Wilder,
Pacto de sangre
, vio a Gloria Swanson en la acera, pequeña y atolondrada por tanta celebración súbita y sin decir nada, se acercó a ella, se le arrodilló delante, cogió la falda de
lamé
entre sus dedos y besó la bata en silencio. Cuando Barbara Stanwyck se levantó vio, llorando, que Gloria Swanson lloraba. Se abrazaron y luego la Stanwyck se fue sin decir nada. Gloria Swanson se quedó en la acera, muda. Ahora comprendo por qué ella decía que antes (en el cine silente) fue grande. Hollywood, es evidente: era un gigante que empequeñeció al perderla. Mi título latino quiere decir, de paso, «Así siempre Gloria», pero también «Así siempre Swanson».

«Bye bye Barbara»

No me vengan con Garbo ni con el salero de Marlene ni con la gracia petulante de Katharine Hepburn ni con todos esos grandes nombres del cine que son Joan Crawford o Bette Davis. Si quieren saber lo que es una actriz de comedia, de tragedia, de melodrama y de drama aprovechen que acaba de morir Barbara Stanwyck para ver todas sus películas. O casi todas: hizo tantas tan buenas que un catálogo resultaría una guía de teléfonos. Precisamente uno de sus melodramas más intensos se originaba y se resolvía por teléfono (equivocado), esa
Sorry, Wrong Number
en que inválida en una cama y aunque se llamaba Leona esperaba ella la muerte súbita en su cuarto, condenada por el miedo y la maldad de Burt Lancaster, su marido, asesino por larga distancia que, arrepentido o simplemente sádico, le conminaba a correr, a ella que no podía dar un paso, para salvar la vida. Sin embargo, tullida toda, se movía y conmovía a todos demostrando que era una leona histriónica, la Stanwyck.

Sin embargo la Stanwyck no siempre fue la Stanwyck. Nació llamándose Ruby Stevens, que es casi un nombre para Jennifer Jones en
Ruby Gentry
. O para la odiosa bailarina Ruby Keeler. Huérfana de niña, muy en carácter se escapó de casa a los 13 años y siempre hubo en ella algo de golfa de solfa. Pero también había algo de bailarina en Ruby (¿determinismo del nombre?), aunque fuera una
strip-teaser
sólo para profesores. Como en
Bola de fuego
, en que se paseaba entre siete eruditos como una Blanca Nieves corista corita (o casi corita, ya que sólo mostraba por entre la abertura de su bata de andar por la escena unas piernas tornasoleadas por los reflejos de la inmodesta lentejuela alcahueta) y se quedaba a vivir entre libros y librescos. Aunque el director fue

Howard Hawks el guión era de Billy Wilder, que sabía que Barbara Stanwyck había sido corista en esa fiesta para mirones que fueron las
follies
de Ziegfeld y además había sufrido (él no ella) a
Blanca Nieves y los siete enanitos
, no sólo por el abrumador éxito de Walt Disney sino porque, como decadente europeo, Wilder vio el erotismo inherente en el cuento de hadas de la princesita virgen que dormía con siete enanos adultos, adustos. La Stanwyck parecía todo menos una virgen y su oficio del siglo era el de una Salomé Cada Noche: pelos, velos. Barbara Stanwyck salió de entre las bien formadas filas femeninas de Ziegfeld para entrar en escena, en eso que esos hijos ilegítimos que son los actores de cine llaman teatro legítimo. Entró ella a Hollywood por la puerta estrecha, sin embargo, para acompañar al oscuro actor de vodevil que era su marido, pero para terminar siendo no sólo una estrella de cine sino una gran estrella y casarse con otra estrella grande, Robert Taylor. Fue una boda que un guasón llamó la unión del bello y la bestia. Robert Taylor, sin duda, era el bello de la pareja porque es cierto que Barbara Stanwyck nunca fue bella. Con sus ojos pequeños y juntos y su larga nariz recordaba más a Dumbo, el elefantico rosa que aprendió a volar a raso. La Stanwyck llegó a volar alto y pronto la cubrieron si no de premios sí de elogios. Fue la actriz preferida de Cecil B. De Mille, de William Wellman, de Frank Capra y sobre todo de Billy Wilder, convertido ahora en el director de
Double Indemnity
. Y aquí, señoras y señores, llegamos al momento culminante de Barbara Stanwyck no en el cine sino en mi vida, que es para mí más importante que ese juego de luces y sombras que más me ha divertido y convertido en lo que soy: un oficiante del siglo XX.

Double Indemnity
se llama a veces
Perdición
en español y otras
Pacto de sangre
. Prefiero por supuesto esa original doble indemnización que es un pacto mortal. Cuando la vi en su estreno de 1945 ya era yo un fanático del cine. Pero, como dice el bolero «la vida todo me enseñó/ ésa es mi universidad», yo no sabía nada del amor en el cine. Todo era entonces aventuras en el misterio. De pronto, vertiginosa, vi a Barbara Stanwyck más grande que la vida y verla fue descubrir el sexo. El vértigo no es solo del tiempo sino del espacio en la pantalla. Ella, llamada Mrs. Dietrichson (con una enorme peluca rubia que le hacía a la vez menos cuello y más baja, y que Wilder confesó en un raro momento de debilidad que era su parodia de Marlene Dietrich, de ahí el nombre de Dietrichson —en la novela ella se llama Mrs. Nirdlinger) y dispuesta a tejer, tejiendo ya, la red de mentiras de amor con que capturó a Fred McMurray, uno de los agentes de seguros más listos y a la vez más torpes que he conocido —y he conocido algunos.

Salía ella del piso alto de la casa californiana en que vivía para encontrar a McMurray abajo. Se oía su voz (nasal, inolvidable, toda hecha de engaño) y enseguida comenzaba a bajar la escalera de las delicias. Sólo se veía entonces su pierna perfecta que llevaba un guillo al tobillo, esclava que me ató para siempre a esa pierna (y la otra en sombras) y a la mujer a que pertenecía toda esa parafernalia erótica. Acababa de descubrir el sexo y continué, retrógrado, la pierna hacia el muslo de
music hall
que se veía en Bola de fuego. Desde entonces Barbara Stanwyck sólo significó el sexo en el cine.

Claro que ha significado otras cosas. Como una comediante sin igual en
La dama Eva
, en que convertía en un pelele millonario a Henry Fonda y era a la vez Eva y la serpiente sutil y sabia. Como en
Thelma Jordan
, donde era la carnada y el anzuelo para el adocenado Wendell Corey. Como la vi, trepadora ágil, en
Baby Face
, en que tenía cara de niña boba pero el cuerpo de la más peligrosa oportunista carnal, escalando de cama en cama por todo un edificio de oficinas hasta llegar al jefe en el último piso que siempre fue su meta sexual y social. Como en
El amargo té del general Yen
, película de un atrevimiento erótico que no era nada común cuando se hizo. (Las dos últimas fueron de 1933 pero las vine a ver gracias a esa cinemateca privada que es la televisión.) Como la recuerdo en
El extraño amor de Martha Ivers
, donde atrapa a Kirk Douglas y sufre, como casi siempre, un castigo que es ejemplar porque ella es la pasión, el amor que mata pero dura más allá de la muerte.

Ava se pronuncia Eva

Ava Gardner nació Lucy Johnson en Nochebuena en Carolina del Norte y se ha ido en un día de huracán en Inglaterra. El destino es sastre y desastre. Lucy en su avatar de Ava tuvo una vida a su medida, pero como a todos la gracia se le volvió desgracia. La descubrió para el cine y para el siglo, según la leyenda, Louis B. Mayer, el hombre que declaró que había en su estudio «más estrellas que en el cielo». Fue él quien vaticinó: «Es sorda, no sabe actuar, ¡pero es tremenda!». Toda Venus es tremenda y Mayer decretó que a ésta le cambiaran el nombre y la educaran a lo Hollywood.

En 1941 Lucy, ya Ava, se casó con Mickey Rooney, que era una gran estrella entonces. Pensar que esa belleza nueva tuvo una luna de miel con un enano escandaloso todavía subleva a la fanaticada. Afortunadamente el matrimonio duró solamente un año. (¿Solamente?) Luego se casó ella con Artie Shaw, cuyo nombre suena en inglés a alcachofa y que de músico, poeta y loco tenía más de un poco. Artie, clarinetista de pretensiones literarias, se empeñó en ser el Pigmalión de esta colosal Galatea y la hizo leer de Shakespeare a Shaw (Bernard). El matrimonio duró dos años, cuando Ava iba ya por el camino de
Hamlet
y declamaba «
To be or not to be
» como «
To bed or not to bed
», que en ella quería decir, «Coma y a la cama».

Antes de divorciarse, muy importante, fue la heroína como droga en
Los asesinos
. Todo el mundo piensa que fue su debut porque era el debut de Burt Lancaster y era la primera vez que se veía a Ava como una asesina de hombres. Por ella no sólo moría Lancaster sino también Albert Dekker, un actor de segunda que se haría de primera plana al suicidarse años después. Se colgó de una viga en una cochambre de cuarto de hotel y su última voluntad fue su vestimenta: llevaba al morir zapatos de tacón alto, medias de seda negra sujetadas por un liguero negro, bragas negras y negros sostenes y nada más. Pocos pudieron descifrar su mensaje final. (Esto no tiene nada que ver con Ava pero creo que es una interpolación intrigante.)

En
Los asesinos
, donde se la ve por primera vez de espaldas, sus primeras palabras a Burt Lancaster (que son las primeras suyas en la película) también revelan la traición. Están dichas como una daga envuelta en tibio terciopelo: «Me dice Jeff que es usted boxeador. Detesto la violencia». Ella, que es instrumento de engaño y de violencia. Algunos han reparado que la voz de Ava Gardner era su atributo sexual más envolvente. Una mujer que acaricia con la voz así no puede ser del todo mala.

Ava Gardner fue ese ideal de la poesía bucólica: una campesina de una belleza que sale de la tierra. Era, para tormento de todo Quijote, una Aldonza Lorenzo que es a la vez una Dulcinea toda busto. North Carolina se diferencia de South Carolina en la dirección pero no en el sentido. En su primera película,
We Were Dancing
, fue una aparición de una belleza que nadie recuerda allí a Norma Shearer, una de las grandes estrellas del cine.
We Were Dancing
, comedia nada cómica, digna de verse ahora sólo porque contiene a una Ava joven y a punto de brotar. Hizo otras 22 películas hoy memorables solamente porque son hitos en su carrera vertiginosa hacia una fama nada efímera. Viéndola surgir como una Venus frecuente se sabe que sólo la aparición extraña de Hedy Lamarr impidió que fuera la actriz, es un decir, más bella del cine americano.

Con tres países tuvo Ava Gardner una relación especial, en este orden: Cuba, España, Inglaterra. En La Habana tuvo un mal encuentro con un monstruo de la noche libre habanera llamado (y no porque vistiera de colores) Supermán. Todavía se cuentan chismes grandes y gordos de esa breve asociación y de la cirugía no precisamente plástica que sufrió la estrella. Era también visita a menudo de la finca de Hemingway al sursuroeste de La Habana. Ava Gardner había sido una heroína hemingwayana las más veces (
Los asesinos
,
Las nieves de Kilimanjaro
y
Siempre sale el sol
) y Hemingway gustaba de rodearse de las mujeres bellas del cine (Marlene Dietrich, Ingrid Bergman) para llamarlas enseguida «Hija» y marcar con la insinuación incestuosa una efectiva distancia sexual. Estas mujeres, como las hijas en algunos matrimonios, eran un adorno familiar.

En 1951 Ava se casó con Frank (Sinatra, ¿quién si no?) y el tornado de las Carolinas amenazó varias veces con volar su tupé italiano. La pareja era de la estofa que están hechas las tormentas privadas y el escándalo público. Se separaron tres años más tarde y se divorciaron otros tres años después, Uno, dos y tres. Ava decidió no casarse más y no por mera superstición. Desde entonces, como dicen sus biógrafos, «se reunió con ricos románticos y magníficos matadores». Ava decidió que podía encontrar ambos especímenes en España y se mudó a Madrid.

En Madrid, para suerte de Andrew Lloyd Webber, autor de
Evita
, Ava (que se pronuncia Eva) se mudó a los altos de donde vivía el general Perón. El general se levantaba al amanecer, que es la hora de los madrugonazos pero era la hora en que las fiestas de Ava estaban en su apogeo. El general, a quien no preocupaba el fantasma de Eva (Perón), no pudo soportar más el cuerpo presente de Ava y la denunció a la autoridad competente, que debió de ser un ser intermedio entre un médium y un guardia civil. Ava, que había tenido un romance o dos con un matador o dos (creo, recordando a Supermán, que nunca tuvo un picador en su cama) decidió marcharse con sus fiestas a otra parte y se mudó a Inglaterra que era entonces un
party
perpetuo. Aquí, años más tarde, ya no bella, ya no una estrella, se la llevó la muerte. Como en
Pandora
se fue con el viento huracanado de la peor galerna que ha azotado a Londres en años. Como se dice en inglés, se fue con estilo. Estilo era precisamente lo que sobraba a Ava, una Eva que llevaba consigo el paraíso —y su perdición.

Cuando un periodista le preguntó si había nacido en Virginia, en vez de enmendarlo Ava dijo: «Sí, pero pronto cambié de estado». Ella era todo menos hipócrita. Preguntada por su arte, declaró: «Siempre he sido una mala actriz». Lo que no era verdad. «Me avergüenzo cuando me veo en la pantalla. No sé qué pasa pero siento que me falta algo». Lo que era verdad. Ava no era una actriz —cualquier mujer puede serlo si se empeña—, ella era una estrella, que se nace siendo. En
El juez Roy Bean
fue Lily Langtry, «la mujer más bella del mundo», según Oscar Wilde, su contemporáneo. Viendo las fotos de la Langtry uno sabe que la magnolia americana era mucho más bella que el lirio inglés. Ava era también más honesta. A veces (como en
Los asesinos
) una mujer fatalista. Pero Ava Gardner era, es, no la belleza que pasa sino la belleza detenida en su movimiento para que podamos verla veinticuatro veces cada segundo —que es lo que dura la eternidad en el cine.

Al revés de Greta Garbo, que era una mujer para mujeres, o Marilyn Monroe, que era una mujer para hombres, Ava Gardner era una mujer para hombres y mujeres y alguien más. Delgada y alta cuando joven, siempre fue una mujer que llevaba su sexualidad a flor de piel, como un perfume barato. A menudo era en el cine una
tart
, que sugiere algo comestible pero astringente. Por esa extraña alquimia del cine que convierte todos los metales en el mismo oro, ella vino a sustituir, en la Metro, a su exacto opuesto Jean Harlow, que era rubia y robusta pero también una tarta abierta. Para acentuar lo positivo Ava repitió el papel de la Harlow en
Mogambo
en 1956 con el mismo actor de la primera versión, Clark Gable, en
Red Dust
, donde la realidad siempre copia al cine aún cuando el cine sea una copia, Ava fue casta en el
cast
de
Mogambo
. Mientras Grace Kelly (que en la película era una niña rica seducida por Clark Gable) llegó a seducir a Gable al bronco ruido feroz de los gorilas —que como se sabe están en el camino de toda extinción por el pobre apetito sexual de las gorilas. En
King Kong
, el desmesurado gorila de las islas del Pacífico se robaba a la rubia, pero después ya en su cueva nupcial no sabía qué hacer con ella. Feral no es lo mismo que feraz.

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