Cita con la muerte (10 page)

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Authors: Agatha Christie

Se interrumpió y dijo:

—Mi querido amigo, he dedicado toda mi vida a estudiar las cosas extrañas que suceden en la mente humana. No es bueno considerar tan sólo la parte clara y justa de la vida. Bajo la decencia y las convenciones de la vida cotidiana, yace un amplio contingente de cosas extrañas. Existe, por ejemplo, el placer de la crueldad por la crueldad. Pero cuando ya se ha encontrado eso, todavía queda algo más profundo. El deseo, íntimo y penoso, de ser apreciado. Si eso se ve frustrado, si debido a su desagradable personalidad un ser humano es incapaz de obtener la respuesta que necesita, recurre a otros métodos (tiene que ser sentido, tiene que ser considerado), y por lo tanto desarrolla innumerables y extrañas perversiones. El hábito de la crueldad, como cualquier otro, puede ser cultivado, puede agarrar a uno...

El señor Cope tosió.

—Creo que exagera usted un poco, doctor Gerard. Verdaderamente, el aire aquí arriba es demasiado maravilloso...

Se alejó. Gerard sonrió levemente. Volvió a mirar a Sarah. Tenía el ceño fruncido, su cara tenía una expresión de juvenil severidad. Parecía, pensó Gerard, un joven juez deliberando acerca de una sentencia...

Se volvió al tiempo que la señorita Pierce se le acercaba tropezando.

—Vamos a bajar —anunció—. ¡Oh, Dios mío! Estoy segura de que nunca lo conseguiré, pero el guía dice que el camino de bajada va por otro lado y es más fácil. Espero que así sea, porque desde que era pequeña nunca he sido capaz de mirar hacia abajo desde las alturas...

El descenso se llevó a cabo siguiendo una cascada. Aunque había muchas piedras sueltas que podían provocar torceduras de tobillo, el camino no ofrecía vistas que pudiesen producir vértigo.

El grupo llegó al campamento cansado, pero de muy buen humor y con mucho apetito. Pasaban de las dos.

Los Boynton estaban en la carpa, sentados a la mesa. En ese momento terminaban de comer.

Lady Westholme se dignó dedicarles un comentario en su tono más condescendiente.

—Ha sido una mañana de lo más interesante —dijo—. Petra es un lugar maravilloso. Estas palabras parecían dirigidas a Carol, que lanzó una rápida mirada a su madre y murmuró:

—¡Oh, sí, sí!

Después volvió a hundirse en el silencio.

Lady Westholme, sintiendo que ya había cumplido con su obligación, concentró su atención en la comida.

Mientras comían, los cuatro estuvieron haciendo planes para la tarde.

—Creo que yo me quedaré descansando —dijo la señorita Pierce—. Es importante no excederse.

—Yo iré a dar un paseo y a explorar un poco —dijo Sarah—. ¿Qué piensa hacer usted, doctor Gerard?

—La acompañaré.

La señora Boynton dejó caer sonoramente una cuchara y todo el mundo se sobresaltó.

—Me parece —dijo lady Westholme— que yo seguiré su ejemplo, señorita Pierce. Leeré un rato y después dormiré por lo menos una hora. Más tarde, quizá dé un corto paseo.

Lentamente, con la ayuda de Lennox, la señora Boynton se incorporó. Permaneció inmóvil por un momento y luego habló:

—Será mejor que esta tarde vayáis todos a dar una vuelta —dijo con inesperada amabilidad.

Resultaba algo cómico ver las perplejas caras de los miembros de su familia.

—Pero, madre, ¿y tú?

—No os necesito, a ninguno de vosotros. Quiero estar sola y leer. Es mejor que Jinny no vaya. Que se acueste un poco y duerma.

—¡Mamá! No estoy cansada. Quiero ir con ellos.

—Estás cansada. Tienes dolor de cabeza. Tienes que cuidarte. Vete a dormir. Yo sé lo que es mejor para ti.

—Pero...

Con la cabeza hacia atrás, la muchacha miró a su madre fijamente con aire de rebeldía. Después bajó los ojos en señal de derrota...

—¡Estúpida niña! —dijo la señora Boynton—. Ve a tu tienda.

Salió cojeando de la carpa. Los demás la siguieron.

—¡Madre mía! —exclamó la señorita Pierce— ¡Qué gente tan rara! ¿Y qué extraño color tiene la madre! Casi púrpura. Seguro que es el corazón. Este calor debe de ser terrible para ella.

Sarah pensó: "Esta tarde los deja libres. Sabe que Raymond quiere estar conmigo. ¿Por qué? ¿Es una trampa?".

Después de comer y de haber ido a su tienda para cambiarse y ponerse un fresco traje de hilo, aquel pensamiento aún la preocupaba. Desde la noche anterior, sus sentimientos hacia Raymond habían derivado hacia una pasión y una ternura protectoras. Así pues, eso era el amor, esa agonía que se siente por otra persona, ese deseo de evitar a toda costa cualquier dolor al ser amado... Sí, amaba a Raymond Boynton. Era como san Jorge y el dragón, pero al revés. Era ella quien tenía que rescatarlo y Raymond quien se hallaba encadenado.

Y la señora Boynton era el dragón. Un dragón cuya repentina amabilidad resultaba, a juicio de la suspicazmente de Sarah, definitivamente siniestra.

Eran aproximadamente las tres y cuarto cuando Sarah bajó a la carpa. Lady Westholme estaba sentada en un sillón. A pesar del calor que hacía, llevaba puesta todavía su práctica falda de tweed. En el regazo tenía un informe de la Comisión Real. El doctor Gerard estaba hablando con la señorita Pierce, que se encontraba de pie junto a su tienda sosteniendo un libro, cuyo título era La búsqueda del amor, descrito en la contraportada como un emocionante relato de pasión e incomprensión.

—No es bueno acostarse enseguida después de comer —explicaba la señorita Pierce—. Es malo para la digestión. Se está muy bien y muy fresco a la sombra de la carpa. ¡Oh, Dios mío! ¿Cree usted que esa anciana sabe lo que hace poniéndose al sol ahí arriba?

Todos alzaron la vista hacia el promontorio que tenían frente a ellos. Como la noche anterior, la señora Boynton estaba sentada allí, como un Buda inmóvil, a la entrada de su cueva. No se veía a ningún otro ser viviente. Todo el personal del campamento estaba durmiendo. A poca distancia, siguiendo la línea del valle, se divisaba un pequeño grupo de personas que caminaban juntas.

—Por una vez —dijo el doctor Gerard—, la buena mamá permite que se diviertan sin ella. ¿Será alguna nueva diablura?

—¿Sabe? Es exactamente lo mismo que he pensado yo —dijo Sarah.

—¡Vaya par de mentes suspicaces las nuestras! Vamos, reunámonos con los fugitivos.

Dejando a la señorita Pierce entregada a su apasionante lectura, se marcharon. Una vez que hubieron llegado a la curva que dibujaba el valle, alcanzaron al otro grupo, que caminaba despacio. Por una vez, los Boynton parecían felices y despreocupados.

Al poco rato, Lennox y Nadine, Carol y Raymond, el señor Cope, que lucía una amplia sonrisa, y los recién llegados, Gerard y Sarah, reían y charlaban animosamente.

Se apoderó de ellos una súbita hilaridad. En la mente de todos estaba la idea de que aquél era un placer cogido al vuelo, un deleite robado que había que disfrutar completamente. Sarah y Raymond no se apartaron de los otros. Por el contrario, Sarah iba con Carol y Lennox. Muy cerca, detrás de ellos, el doctor Gerard charlaba con Raymond. Nadine y Jefferson Cope caminaban un poco más alejados.

Fue el francés quien deshizo la comitiva. Desde hacía un rato, notaba ciertos espasmos. De pronto se paró.

—Les pido mil perdones. Me temo que debo volver.

Sarah lo miró.

—¿Le ocurre algo?

Él asintió con la cabeza.

—Sí, fiebre. Me ha ido subiendo desde que terminamos de comer.

Sarah lo examinó escrutadoramente.

—¿Malaria?

—Sí. Tomaré una dosis de quinina. Espero que no sea muy grave. Un recuerdo de mi visita al Congo.

—¿Quiere que lo acompañe? —preguntó Sarah.

—No, no. He traído conmigo el maletín con las medicinas. ¡Condenada fiebre! Vayan, vayan. Todos ustedes.

Se alejó rápidamente en dirección al campamento.

Durante un minuto, Sarah lo miró alejarse indecisa. Después se encontró con los ojos de Raymond, le sonrió y se olvidó del francés.

Durante un rato, los seis, Carol, Lennox, el señor Cope, Nadine, Raymond y ella, permanecieron juntos. Después, como quien no quiere la cosa, Raymond y Sarah siguieron por su lado. Caminaron un poco más, escalaron por unas rocas, bordearon unos salientes y, por fin, se pararon en un lugar sombreado.

Hubo un largo silencio. Después, Raymond preguntó:

—¿Cómo te llamas? Ya sé que tu apellido es King, pero ¿cuál es tu nombre?

—Sarah.

—Sarah. ¿Puedo llamarte así?

—Por supuesto.

—Sarah. ¿Por qué no me cuentas algo acerca de ti misma?

Recostándose contra las rocas, le contó su vida en Yorkshire, donde estaba su casa,

le habló de sus perros y de la tía que la había criado.

Luego, a su vez, Raymond le contó algo de su propia vida, de un modo muy

inconexo.

Después de eso hubo un largo silencio. Tenían las manos unidas. Estaban allí sentados, como niños, cogidos de las manos y extrañamente contentos.

Entonces, al tiempo que el sol empezaba a declinar, Raymond se agitó:

—Voy a regresar ahora —dijo—. No, no contigo. Quiero volver solo. Hay algo que tengo que decir y hacer. Cuando lo haya hecho, cuando me haya probado a mí mismo que no soy un cobarde, entonces... entonces... no me avergonzaré de venir a ti y pedirte que me ayudes. Voy a necesitar de verdad tu ayuda. Es probable que tenga que pedirte dinero prestado.

Sarah sonrió.

—Me alegro de que seas realista. Puedes contar conmigo.

—Pero primero tengo que hacer esto yo solo.

—¿Hacer qué?

La cara infantil de Raymond se endureció súbitamente.

—Tengo que poner a prueba mi coraje. Es ahora o nunca —dijo.

Luego, bruscamente, dio media vuelta y se marchó.

Sarah apoyó la espalda contra la roca y miró cómo se perdía su figura. Algo en sus palabras la había alarmado ligeramente. Raymond parecía tan tenso, parecía hablar tan en serio. Por un momento, deseó haberlo acompañado...

Pero se reprendió a sí misma severamente por ese deseo. Raymond había querido estar solo para probar su recién adquirido valor. Era su derecho.

No obstante, ella rogó con toda su alma que aquel valor no le fallase...

El sol se ponía cuando Sarah avistó de nuevo el campamento. A medida que se acercaba, pudo distinguir, en medio de la pálida luz, la inexorable figura de la señora Boynton, todavía sentada en la boca de la cueva. Sarah se estremeció un poco ante la visión de aquella imagen inmóvil...

Al pasar por el camino que quedaba justo debajo, se apresuró y llegó a la carpa iluminada.

Lady Westholme estaba sentada tejiendo un jersey azul marino, con una madeja de lana colgada alrededor del cuello. La señorita Pierce bordaba unos anémicos nomeolvides en un mantel, a la vez que era informada de cómo deberían reformarse debidamente las leyes del divorcio.

Los criados entraban y salían preparándolo todo para la cena. Los Boynton estaban sentados en unas tumbonas leyendo, en el otro extremo de la carpa. Mahmoud apareció, gordo y digno, y los llenó de reproches: "Muy agradable paseo después del té había sido arreglado para tener lugar, pero todos ausentes del campamento... El programa totalmente arruinado... Muy instructiva visita a arquitectura nabatea...".

Sarah se apresuró a decir que se habían divertido mucho.

Salió hacia su tienda para lavarse antes de la cena. Cuando volvía a la carpa, se detuvo junto a la tienda del doctor Gerard y lo llamó en voz baja.

—Doctor Gerard.

No hubo respuesta. Levantó el toldo y miró dentro. El doctor estaba tendido en la cama y no se movía. Sarah se retiró sin hacer ruido, con la esperanza de que estuviese dormido.

Un criado se le acercó, señalando hacia la carpa. La cena estaba lista. Bajó. Todo el mundo estaba reunido allí, alrededor de la mesa, con excepción del doctor Gerard y de la señora Boynton. Enviaron a uno de los sirvientes para que anunciase a la anciana que la cena estaba servida. Entonces, hubo una repentina conmoción afuera. Dos criados muertos de miedo entraron corriendo y, visiblemente excitados, le dijeron algo en árabe al guía.

Mahmoud dirigió una inquieta mirada a su alrededor y salió. Impulsivamente, Sarah fue detrás de él.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—La vieja señora —replicó—. Abdul dice está enferma... no puede mover.

—Echaré un vistazo.

Sarah aceleró el paso. Siguiendo a Mahmoud, escaló por la roca y caminó hasta que llegó junto a la voluminosa figura de la señora Boynton. Cogió una de sus fláccidas manos y le tomó el pulso. No lo encontró. Se inclinó sobre ella...

Cuando se incorporó, estaba muy pálida. Volvió sobre sus pasos hasta la carpa. Antes de entrar, se detuvo un momento, contemplando el grupo reunido al otro extremo de la mesa. Cuando habló, su propia voz le sonó brusca y artificial.

—Lo siento mucho —dijo, esforzándose por dirigir sus palabras al cabeza de familia, Lennox—. Su madre ha muerto, señor Boynton.

Y curiosamente, como si los viera desde una gran distancia, contempló los rostros de cinco personas para las que aquel anuncio significaba la libertad.

Segunda Parte
Capítulo I

El coronel Carbury sonrió a su invitado, sentado al otro lado de la mesa, y levantó la copa.

—Brindemos por el crimen.

Los ojos de Hércules Poirot centellearon reconociendo lo apropiado del brindis. Había ido a Amman con una carta de presentación del coronel Race para el coronel Carbury.

Carbury se había interesado por conocer a aquella persona mundialmente famosa, cuyas dotes le eran alabadas por su viejo amigo y aliado en el Servicio de Inteligencia. "¡La más escrupulosa deducción psicológica que haya visto jamás!" —había escrito Race a propósito de la solución del asesinato de Shaitana.

—Hemos de enseñarle todo lo que podamos del vecindario —dijo Carbury, retorciendo un bigote manchado y algo desigual.

Era un hombre rechoncho y poco pulido, de mediana estatura, semicalvo y con unos vagos y mansos ojos azules.

No tenía en absoluto la apariencia de un soldado. Tampoco parecía muy despierto ni respondía a la idea que uno se hace de un ordenancista. Sin embargo, en Transjordania era un poder.

—Está Jerash —dijo. ¿Le interesan esas de cosas?

—¡Me interesa todo!

—Sí —dijo Carbury—. Es la única manera de reaccionar ante la vida.

Hizo una pausa.

—Dígame, ¿alguna vez ha observado que su peculiar oficio, de algún modo, le persigue?

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