Cita con la muerte (8 page)

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Authors: Agatha Christie

Lady Westholme miró con satisfacción el coche que se alejaba.

—Los hombres siempre se creen capaces de imponerse a las mujeres —dijo.

Sarah pensó que tendría que ser muy valiente el hombre que se creyera capaz de imponerse a lady Westholme. Le presentó al doctor Gerard, que acababa de salir del hotel.

—He oído hablar de usted —declaró lady Westholme estrechándole la mano—. Hace unos días, en París, estuve con el doctor Chantereau. Últimamente me he ocupado intensamente de la cuestión de los locos indigentes. ¿Les parece que entremos mientras esperamos que venga otro coche?

Una menuda señora, de mediana edad y cabellos entrecano, que se encontraba por allí, resultó ser la señorita Annabel Pierce, el cuarto miembro de la expedición. También ella fue arrastrada al vestíbulo bajo el ala protectora de lady Westholme.

—¿Trabaja usted, señorita King?

—Sí, acabo de licenciarme en medicina.

—Bien —dijo lady Westholme en tono de aprobación—. Si algún logro ha de alcanzarse en este mundo, fíjese en lo que le digo, serán las mujeres las que lo consigan.

Incómoda por primera vez ante la conciencia de su sexo, Sarah siguió mansamente a lady Westholme. Se sentaron.

Mientras esperaban, lady Westholme explicó que había rechazado una invitación para alojarse en casa del embajador durante su estancia en Jerusalén.

—No quería que todo el protocolo oficial me estorbara. Deseaba ver las cosas por mí misma.

—"¿Qué cosas?" —se preguntó Sarah.

Lady Westholme siguió diciendo que se había hospedado en el Hotel Salomón para tener más libertad de movimientos. Y añadió que había hecho ya algunas sugerencias al director del establecimiento acerca de cómo podía mejorar su funcionamiento.

—¡Eficiencia! ¡Ése es mi lema! —dijo lady Westholme.

¡Verdaderamente, debía de serlo! Al cabo de un cuarto de hora, llegó un coche amplio y sumamente confortable y a su debido tiempo, después de que lady Westholme dispusiese cómo debía ser colocado el equipaje, la expedición partió.

La primera parada fue en el Mar Muerto. Comieron en Jericó. Después, lady Westholme, armada de un Baedeker, salió con la señorita Pierce, el doctor y el guía a hacer un recorrido por el viejo Jericó. Mientras tanto, Sarah permaneció en el jardín del hotel.

Le dolía un poco la cabeza y quería estar sola. Notaba cómo la invadía una profunda depresión, una depresión que no podía explicarse. Se sentía repentinamente inquieta y desinteresada, sin ganas de hacer turismo y aburrida por sus compañeros de viaje. En aquel momento deseó no haber iniciado nunca aquella excursión a Petra. ¡Iba a salirle muy cara y además estaba casi segura de que no se lo pasaría bien! La atronadora voz de lady Westholme, los interminables gorjeos de la señorita Pierce y las protestas del guía contra los sionistas, estaban destrozando sus nervios. Casi el mismo disgusto le producía el doctor Gerard, con aquel aire de saber exactamente lo que ella sentía. Se preguntó dónde estarían los Boynton en aquel momento. Tal vez habían ido a Siria, a Baalbek o a Damasco. Raymond. Se preguntó qué estaría haciendo. Era extraño que recordara tan claramente su cara, su ansiedad, su timidez, su tensión nerviosa...

¡Qué diablos! ¿Para qué seguir pensando en gente a la que seguramente no volvería a ver? Recordó la escena que había tenido hacía unos días con la vieja. ¿Qué fue lo que se apoderó de ella en aquel momento para abordar a la anciana y soltarle todas aquellas tonterías? Seguramente alguien más oyó parte de aquella conversación. Se figuraba que lady Westholme debía de estar muy cerca cuando ocurrió el incidente. Sarah trató de recordar exactamente lo que había dicho. Seguramente debió de sonar como una serie de absurdos proferidos por una histérica. ¡Dios! ¡Vaya forma de ponerse en ridículo! Pero, en realidad, no era culpa suya sino de la señora Boynton. Había algo en aquella mujer que hacía que cualquiera perdiese el sentido de la proporción.

El doctor Gerard apareció y se dejó caer en una silla, al tiempo que se secaba la frente.

—¡Uf! ¡A esa mujer deberían envenenarla! —declaró.

Sarah se sobresaltó.

—¿A la señora Boynton?

—¿La señora Boynton! ¡No! ¡Quería decir a lady Westholme! Parece mentira que lleve tantos años casada y que su marido no lo haya hecho aún. ¿De qué debe de estar hecho ese hombre? Sarah se echó a reír.

—Ya sabe, es uno de esos que sólo cazan y pescan —aclaró.

—Desde el punto de vista psicológico, hace muy bien. Calma sus ansias de matar en las llamadas criaturas inferiores.

—Creo que está muy orgulloso de las actividades de su mujer.

—¿Porque la retienen mucho tiempo fuera de casa, quizá? —sugirió el francés. Luego añadió—: ¿Qué dijo usted hace un instante? ¿Mencionó a la señora Boynton? Sin duda sería una gran idea envenenarla también. ¡La solución más sencilla para ese problema familiar! De hecho son muchas las mujeres a quienes habría que envenenar. Todas las que se han hecho viejas y feas.

Subrayó sus palabras con una expresiva mueca. Sarah se echó a reír y le gritó:

—¡Ustedes, los franceses, son terribles! ¡No encuentran utilidad para ninguna mujer que no sea joven y atractiva!

Gerard se encogió de hombros.

—Lo que pasa es que somos más honestos que los demás. Tampoco los ingleses beben los vientos por las mujeres feas... no, no.

—¡Qué deprimente es la vida! —dijo Sarah con un suspiro.

—Usted no debe suspirar,
mademoiselle
.

—Pues hoy me siento totalmente con la moral por tierra.

—Es natural.

—¿Qué significa eso de que es natural? —replicó Sarah bruscamente.

—Usted misma podría encontrar la respuesta si examinara honestamente su estado de ánimo.

—Creo que son nuestras compañeras de viaje las que me deprimen —dijo Sarah—. Es horrible, ya lo sé, pero lo cierto es que odio a las mujeres. Cuando son inútiles y tontas como la señorita Pierce, me enfurecen, y cuando son inteligentes y capaces como lady Westholme, todavía me indignan más.

—Es inevitable que esas dos personas la molesten. Lady Westholme está hecha a medida para la vida que lleva. Tiene éxito y es completamente feliz. La señorita Pierce ha trabajado durante muchos años como institutriz y, de pronto, una inesperada herencia le ha permitido realizar el sueño de toda su vida, viajar. Hasta ahora, el viajeha colmado sus expectativas. Por lo tanto, usted, que no ha conseguido lo que deseaba, siente antipatía por las personas que han tenido más suerte en la vida.

—Supongo que tiene razón —replicó sombríamente Sarah—. ¡Es usted terrible leyendo los pensamientos ajenos! Estoy tratando de engañarme a mí misma y usted no me lo permite.

En aquel momento, llegaron los otros. El guía parecía el más rendido de los tres. Estaba tan agotado, que durante el viaje hasta Amman apenas explicó nada. Ni siquiera mencionó a los judíos, lo cual representó un alivio para los demás viajeros. Su locuaz y frenético relato acerca de las iniquidades de aquéllos había sido, desde que partieran de Jerusalén, una verdadera prueba de resistencia para los nervios de todos. La carretera subía sinuosa desde el Jordán, serpenteando y cambiando constantemente de dirección. A ambos lados se veían matas de adelfas repletas de flores rosas.

Llegaron a Amman a última hora de la tarde y, después de una corta visita al teatro grecorromano, se fueron a dormir pronto. Tenían que salir muy temprano al día siguiente, ya que les quedaba por delante toda una jornada de viaje a través del desierto hasta llegar a Maan.

Partieron poco después de las ocho. Todos los pasajeros estaban muy silenciosos. Era un día caluroso y sin viento. A mediodía, cuando pararon para comer, hacía un calor verdaderamente sofocante. Las altas temperaturas y la necesidad de permanecer hacinados dentro del coche durante largo tiempo alteraron un poco los nervios de todos.

Lady Westholme y el doctor Gerard sostuvieron un violento altercado acerca de la Sociedad de las Naciones. Lady Westholme apoyaba con fervor esta institución. El francés, por su parte, decidió ejercitar su ingenio y su gracia a expensas de la misma. De la actitud de la Sociedad en relación con Abisinia y España, pasaron a la disputa por las fronteras de Lituania, de la cual Sarah no había oído hablar jamás, y de ahí a las actividades de la Sociedad contra las mafias de la droga.

—¡Tiene que admitir que han hecho un estupendo trabajo! ¡Estupendo! —dijo lady Westholme con tono irritado.

El doctor Gerard se encogió de hombros.

—Tal vez sí. ¡Y un estupendo gasto también!

—Es un asunto muy serio. Según la Ley de Drogas Peligrosas... La disputa continuó.

—Es muy interesante viajar con lady Westholme —dijo la señorita Pierce a Sarah, con su vocecilla vacilante.

—¿Usted cree? —replicó agriamente su interlocutora.

Pero la señorita Pierce no percibió su tono y continuó con la misma ingenuidad:

—He visto tantas veces su nombre en los periódicos. Hay que ser una mujer muy inteligente para entrar en la vida pública y mantenerse sin ayuda de nadie. ¡Siempre estoy contenta cuando una mujer logra alcanzar alguna meta!

—¿Por qué? —preguntó Sarah furiosamente.

La señorita Pierce se quedó con la boca abierta y tartamudeó un poco.

—Bueno, porque... quiero decir... sólo porque... bueno... ¡Es tan agradable cuando la mujeres demuestran que son capaces de hacer cosas!

—No estoy de acuerdo —dijo Sarah—. ¡Es agradable cuando cualquier ser humano es capaz de hacer algo que valga la pena! No importa lo más mínimo si es un hombre o una mujer. ¿Por qué tendría que importar?

—Bueno, claro —dijo la señorita Pierce—. Sí, confieso que... por supuesto, mirándolo desde ese punto de vista...

Pero parecía un poco triste. En un tono más cortés, Sarah dijo:

—Lo siento, pero es que yo odio esa diferenciación entre los sexos: "las muchachas modernas tienen una actitud totalmente práctica ante la vida" y ese tipo de cosas. ¡No es en absoluto verdad! Algunas chicas son prácticas y otras no lo son. Algunos hombres son sentimentales y atolondrados, otros son serenos y lógicos. Hay solamente cerebros de diferentes clases. El sexo sólo importa allí donde está directamente implicado.

La señorita Pierce enrojeció ligeramente ante la mención de la palabra "sexo" y hábilmente cambió de tema.

—Uno no puede evitar el pensar que ojalá hubiera un poco de sombra —murmuró—. Pero, sinceramente, pienso que todo este vacío es tan hermoso, ¿no le parece? Sarah asintió.

Sí, pensaba, el vacío era maravilloso. Curativo, pacificador. Nadie que pudiera perturbarla con agotadoras relaciones interpersonales. ¡Ningún ardiente problema íntimo! En ese momento, por fin, se sentía libre de los Boynton. Libre de aquel extraño y compulsivo deseo de interferir en las vidas de personas cuya órbita no tocaba la suya ni siquiera remotamente. Se sintió tranquila y pacificada. Allí estaba la soledad, el vacío, el espacio... En definitiva, la paz.

Sólo que, por supuesto, no estaba sola para disfrutarla. Lady Westholme y el doctor Gerard habían acabado con las drogas y, en ese momento, discutían acerca de las muchachas inocentes que eran exportadas clandestinamente a los cabarets de Argentina. A lo largo de la conversación, el doctor Gerard había hecho gala de una frivolidad que lady Westholme, carente de todo sentido del humor, como verdadera

mujer de la política que era, encontró absolutamente deplorable.

¿Seguimos adelante? —sugirió el guía, y volvió a empezar con las iniquidades de los judíos.

Faltaba aproximadamente una hora para el crepúsculo cuando, por fin, llegaron a Maan. Extraños hombres de expresión feroz formaron una multitud alrededor del coche. Después de un breve alto en el camino, continuaron el viaje. Observando el llano y desértico paisaje, Sarah se sentía perpleja y se preguntaba dónde podría estar la rocosa fortaleza de Petra. Se divisaban kilómetros y kilómetros a su alrededor. No había montañas ni colinas por ninguna parte. ¿Faltaba mucho todavía para el final del viaje?

Llegaron al poblado de Ain Musa, donde debían dejar los coches. Había unos caballos aguardándolos, unos animales delgados y de aspecto lastimoso. Lo inadecuado de su vestido supuso una gran molestia para la señorita Pierce. Lady Westholme iba ataviada con pantalones de montar, que si bien no embellecían precisamente su figura, eran sin lugar a dudas muy prácticos.

Guiaron a los caballos fuera del poblado por un camino resbaladizo lleno de cantos rodados. La tierra se desprendía y los caballos bajaban haciendo zig—zag. El sol estaba a punto de ponerse.

Sarah estaba muy cansada, después del largo y caluroso viaje en coche. Sus sentidos estaban aturdidos. La cabalgada fue como un sueño. Parecía como si lo más profundo del infierno se abriera bajo sus pies. El camino descendía sinuosamente, penetrando en el suelo. Las siluetas de las rocas se alzaban a su alrededor, mientras ellos bajaban hacia las entrañas de la tierra, a través de un laberinto de precipicios rojos. En aquel momento, los riscos se encumbraban a ambos lados, formando un pasillo. Sarah se sintió ahogada, amenazada por aquella garganta que se hacía cada vez más estrecha.

Confusamente, pensó: "Estamos descendiendo hacia el valle de la muerte... el valle de la muerte".

Siguieron avanzando. Se hizo de noche. El vivo color rojo de las paredes palideció. Y todavía no se detenían. Cabalgaban siguiendo los meandros del camino, aprisionados, perdidos en las entrañas de la tierra.

"Es fantástico e increíble —pensó Sarah—. Una ciudad muerta" Y de nuevo, como un estribillo, volvían a su mente las mismas palabras: el valle de la muerte...

Encendieron linternas. Los caballos siguieron avanzando por los sinuosos y estrechos pasos. De repente, llegaron a un espacio abierto. Los riscos descendieron.

Frente a ellos, a lo lejos, divisaron un conjunto de luces.

¡Es un campamento! —dijo el guía.

Los caballos aceleraron el paso. No mucho, porque estaban demasiado hambrientos y abatidos. Sin embargo, mostraron un leve entusiasmo. El camino discurría ya a lo largo de un lecho de agua. Las luces fueron aproximándose.

Vieron un agrupamiento de tiendas de campaña. Una hilera más elevada se encontraba instalada de cara a un elevado risco. También se veían cuevas abiertas en la roca.

Estaban llegando. Unos beduinos acudieron a su encuentro. Sarah elevó la vista hacia una de las cuevas. En ella se distinguía una figura sentada. ¿Qué era aquello? ¿Un ídolo? ¿Una gigantesca imagen?

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