Read Cita con la muerte Online
Authors: Agatha Christie
—No me dejes, Nadine.
Hablaba como un niño. Nadine volvió la cabeza hacia otro lado, para que él no pudiera ver el súbito dolor que reflejaban sus ojos. Luego se arrodilló a su lado.
—Entonces ven conmigo. ¡Ven conmigo! Puedes hacerlo. ¡Puedes hacerlo sólo si tú quieres!
Él se apartó de ella.
—No puedo... no puedo. ¡Te lo juro! No tengo... ¡Oh Dios mío!... No tengo el suficiente valor...
El doctor Gerard entró en la oficina de los señores Castle, agentes de turismo, y encontró a Sarah King frente al mostrador. La joven lo miró.
—Buenos días. Estoy concretando los detalles de mi viaje a Petra. Me han dicho que al final usted viene también.
—Sí, he podido arreglarlo.
—¡Cuánto me alegro!
—¿Seremos muchos?
—Me han dicho que somos otras dos mujeres, usted y yo. Un coche completo.
—Será delicioso —dijo Gerard con una leve reverencia. Luego, a su vez, se dedicó a arreglar sus asuntos.
Más tarde, con el correo en su manos, se reunió con Sarah que salía en ese momento de la oficina. Era un día seco y soleado y el aire era un tanto fresco.
—¿Qué hay de nuestros amigos los Boynton? —preguntó el doctor Gerard—. He estado haciendo un recorrido de tres días por Belén y Nazaret.
Lentamente y de mala gana Sarah explicó sus frustrados intentos de establecer alguna relación con ellos.
—Así que he fracasado —concluyó—. Y hoy se marchan.
—¿Adónde van?
—No tengo ni idea.
Sarah continuó con tono de derrota:
—Tengo la sensación de haberme comportado como una idiota.
—¿En qué sentido?
—Al entrometerme en los asuntos de otras personas. Gerard se encogió de hombros.
—Eso es cuestión de opiniones.
—¿Se refiere a si uno debe interferir o no en los problemas ajenos?
—Sí.
—¿Usted..?
El francés parecía divertido.
—¿Quiere decir si es mi costumbre meterme en la vida de los demás? Francamente, le diré que no.
—¿Entonces cree que he hecho mal al entrometerme?
—No, no. Me malinterpreta usted —Gerard hablaba rápida y enérgicamente—. A mi modo de ver, es una cuestión discutible. Si uno ve que se está cometiendo un error, ¿debe intervenir para corregirlo? Esta intromisión en los asuntos ajenos puede hacer un gran bien o un daño enorme. No es posible establecer ninguna regla en este sentido. Hay personas que poseen un verdadero sentido de la intromisión. ¡Lo hacen bien! Otras lo hacen con torpeza y, por lo tanto, sería mejor que se abstuvieran. Por otra parte, hay que considerar el tema de la edad. Los jóvenes tienen la valentía que les dan sus ideales y convicciones. Sus valores son más teóricos que prácticos. ¡Todavía no han podido comprobar por experiencia que los hechos suelen contradecir la teoría! ¡Si uno tiene confianza en sí mismo y está convencido de que lo que hace es lo correcto, puede llegar a lograr cosas que merecen verdaderamente la pena! (¡Y, de manera accidental, causar también bastante daño!) Por otra parte, la persona de mediana edad tiene experiencia, ha descubierto ya que, al tratar de interferir en los asuntos ajenos, las consecuencias pueden ser más dañinas que beneficiosas, y que de hecho lo son con más frecuencia. ¡Prudentemente, reprime su impulso de entrometerse! El resultado es obvio: el joven vehemente causa un daño y un beneficio. ¡La persona de mediana edad, con su cautela, no causa ni una cosa ni la otra!
—Todo eso no me es de mucha ayuda —objetó Sarah.
—¿Y cuándo puede una persona ayudar a otra? Es su problema, no el mío.
—¿Quiere decir que usted no piensa hacer nada con relación a los Boynton?
—No. No tendría ninguna posibilidad de éxito.
—¿Entonces, yo tampoco?
—Usted, tal vez sí.
—¿Por qué?
—Porque usted posee cualidades especiales. El atractivo de su juventud y de su sexo.
—¿Sexo? Ya veo.
—Siempre se acaba por volver al sexo, ¿verdad? Ha fracasado con la chica. Eso no significa que vaya a fracasar también con el hermano. Lo que me acaba de contar (lo que Carol le contó a usted) muestra con toda claridad qué es lo que amenaza la autocracia de la señora Boynton. Lennox, el hijo mayor, la desafió con la fuerza de su juventud y su hombría. Salió a escondidas de casa, fue a bailes. El deseo del hombre de tener una compañera fue más fuerte que el hechizo hipnótico. Pero la vieja conocía muy bien el poder del sexo (sin duda ha visto algo de eso a lo largo de su carrera). Trató el problema con mucha astucia. Llevó a la casa a una muchacha hermosa pero pobre, propició un matrimonio y de esa forma adquirió otra esclava.
Sarah negó con la cabeza.
—No creo que la joven señora Boynton sea una esclava.
—Quizá no —admitió Gerard—. Seguramente, como era una muchacha dócil y tranquila, la vieja señora Boynton subestimó su fuerza de voluntad y su carácter. Nadine Boynton era entonces demasiado joven e inexperta para darse cuenta de la verdadera situación. Ahora lo ve claro, pero es demasiado tarde.
—¿Cree usted que ha perdido la esperanza?
El doctor Gerard movió dubitativamente la cabeza.
—Si tuviera planes, nadie lo sabría. Hay alguna posibilidad y Cope tiene que ver con ello. El hombre es por naturaleza un animal celoso. Y los celos son una fuerza muy grande. Lennox Boynton podría aún ser arrancado de la inercia en la que se está hundiendo.
Con un tono deliberadamente neutro y profesional, Sarah preguntó:
—¿Y le parece que hay alguna posibilidad de que yo pudiera hacer algo con relación a Raymond?
—Sí.
Sarah suspiró.
—Supongo que debería haberlo intentado. En fin, de todos modos, ahora ya es demasiado tarde... y no me gusta la idea.
Gerard la miró divertido.
—¡Eso es porque es usted inglesa! Los ingleses tienen un complejo con relación al sexo. Creen que "no es demasiado agradable".
La indignada respuesta de Sarah lo dejó indiferente.
—Sí, sí; ya sé que es usted muy moderna y que usa libremente en público las palabras más desagradables que puede encontrar en el diccionario, que es usted una profesional y que está completamente desinhibida.
Tout de même
, se lo repito, tiene los mismos rasgos que su madre y su abuela. Todavía es usted la misma señorita inglesa ruborosa. ¡Aunque ya no se ruborice!
—¡Nunca había oído tantas bobadas!
Guiñando un ojo y sin turbarse lo más mínimo, el doctor Gerard añadió:
—Y eso la hace muy atractiva.
Esta vez, Sarah se quedó sin habla. Precipitadamente, el doctor Gerard levantó su sombrero.
—Me marcho antes de que pueda empezar a decir todo lo que piensa —dijo, y salió disparado hacia el hotel.
Sarah lo siguió a paso más lento.
Había mucha actividad. Varios coches cargados con equipajes estaban a punto de partir. Lennox y Nadine Boynton y el señor Cope se encontraban de pie junto a un gran automóvil ultimando los preparativos. Un guía bastante gordo hablaba con Carol en un inglés casi ininteligible.
Sarah pasó de largo junto a ellos y entró en el hotel. La señora Boynton, envuelta en un grueso abrigo, estaba sentada en una silla, esperando el momento de partir. Al mirarla, Sarah sintió una extraña repugnancia. Aquella mujer se le aparecía como una figura siniestra, como una encarnación del mal.
Sin embargo, de pronto, vio a la vieja como una figura inútil y patética. ¡Haber nacido con semejante ansia de poder, semejante deseo de dominio, y haber alcanzado tan sólo una pequeña tiranía doméstica! ¡Si sus hijos pudieran verla como la veía Sarah en aquel momento, como un objeto de compasión, una vieja estúpida, maligna, patética y afectada!
Siguiendo un impulso, Sarah se acercó a ella.
—Adiós, señora Boynton —dijo—. Le deseo un buen viaje.
La anciana la miró. En aquellos ojos, la malicia luchaba con la ofensa.
—Ha procurado usted ser lo más grosera posible conmigo —continuó Sarah. (¿Estaba loca? —se preguntó—. ¿Qué demonios era lo que la impulsaba a hablar de aquella manera?)
—Ha procurado evitar que su hijo y su hija hicieran amistad conmigo. ¿No le parece que todo eso es muy estúpido e infantil? Le gusta pasar por un ogro, pero en realidad es usted patética y bastante ridícula. Si yo fuera usted, dejaría de hacer todo este teatro. Supongo que me odiará por decirle todo esto, pero es lo que pienso y tal vez algo quedará. Todavía podría disfrutar de tantas cosas. Le aseguro que es mucho mejor ser amistoso y amable. Si lo intentara, podría serlo.
Hubo una pausa.
La señora Boynton parecía estar congelada, petrificada, inmóvil como un muerto. Al fin, se pasó la lengua por los labios secos y abrió la boca... pero durante unos instantes siguió sin pronunciar palabra.
—Hable —instó Sarah—. ¡Dígalo! No importa lo que sea. Tan sólo reflexione acerca de lo que yo le he dicho a usted.
Por fin, la señora Boynton habló con una voz apagada y ronca, pero penetrante. Sus ojos de basilisco miraban no a Sarah, sino por encima de su hombro, como si no se dirigiese a la joven, sino a algún espíritu familiar.
—Yo nunca olvido —dijo—. Recuérdelo. Nunca he olvidado nada. Ni una acción, ni un nombre, ni una cara...
No había nada en las palabras en sí; pero el veneno con el que fueron dichas hizo que Sarah retrocediese un paso. Y entonces, la señora Boynton se echó a reír. Era, sin lugar a dudas, una risa horrible.
Sarah se encogió de hombros.
—¡Pobre desgraciada! —dijo.
Dio media vuelta. Al dirigirse hacia el ascensor, tropezó con Raymond Boynton. Impulsivamente y con prisa, le habló:
—Adiós. Espero que se divierta. Quizá algún día volvamos a encontrarnos —le sonrió, una cálida y amistosa sonrisa, y luego siguió rápidamente su camino.
Raymond quedó como transformado en piedra. Estaba tan perdido en sus pensamientos que el hombrecillo con bigote negro que intentaba salir del ascensor tuvo que repetirle varias veces:
—Pardon.
Al fin, Raymond lo oyó y se hizo a un lado.
—Perdone —se excusó—. Estaba... pensando.
Carol se acercó a él.
—Ray, ve a buscar a Jinny. Subió a su habitación. Estamos a punto de salir.
—Bien, le diré que baje enseguida. Raymond entró en el ascensor.
Hércules Poirot se quedó parado un momento y lo siguió con la mirada. Tenía las cejas arqueadas y la cabeza ladeada, como si estuviera escuchando.
Al fin movió la cabeza como si asintiera y mientras atravesaba el comedor miró atentamente a Carol, que se había reunido con su madre.
Luego llamó al jefe de camareros, que pasaba por allí.
—Pardon. ¿Podría decirme quiénes son aquellas personas que están allí?
—Son los Boynton, señor. Americanos.
—Gracias —dijo Hércules Poirot.
En el tercer piso, el doctor Gerard, que se dirigía a su habitación, se cruzó con Ginebra y Raymond Boynton, que iban hacia el ascensor. Justo en el momento en que iban a entrar, Ginebra dijo:
—Un momento, Ray. Espérame en el ascensor.
Dio media vuelta y corrió por el pasillo. Al doblar la esquina, alcanzó al médico.
—Por favor... tengo que hablar con usted. El doctor Gerard la miró asombrado.
La joven se acercó más a él y lo cogió por el brazo.
—¡Se me llevan! Quizá vayan a matarme... Yo no pertenezco a su familia, ¿sabe? Mi nombre de verdad no es Boynton...
Hablaba cada vez más deprisa. Las palabras se apelotonaban unas encima de otras.
—Le confiaré mi secreto. Soy... soy de una familia de sangre real. ¡De verdad! Soy la heredera de un trono. Por eso... siempre hay enemigos a mi alrededor. Intentan envenenarme... por todos los medios. ¡Si usted pudiese ayudarme... a huir!
Se interrumpió. Se oyeron pasos.
—¡Jinny!
Hermosa, con aquella súbita expresión de sobresalto, la muchacha se llevó un dedo a los labios, lanzó a Gerard una mirada suplicante y se alejó corriendo.
—¡Ya voy, Ray!
El doctor Gerard siguió su camino con las cejas muy arqueadas. Lentamente, meneó la cabeza y frunció el ceño.
Era la mañana de la partida hacia Petra.
Sarah bajó y en la entrada principal se encontró con una corpulenta mujer de aspecto autoritario y cara de caballo, a quien ya había visto anteriormente en el hotel, que protestaba enérgicamente por las dimensiones del auto.
—¡Es demasiado pequeño! ¿Cuatro pasajeros? ¿Y un guía? Entonces, necesitamos un coche más grande. Tenga la bondad de llevárselo y volver con otro que sea del tamaño adecuado.
El representante de los señores Castle intentó en vano alzar su voz para explicarse. Aquél era el tipo de coche que se usaba habitualmente. Era muy cómodo. Un coche más grande no iba bien para viajar por el desierto. La fornida mujer lo arrolló como una apisonadora, metafóricamente hablando. Después desvió su atención hacia Sarah.
—¿Es usted la señorita King? Soy lady Westholme. Estoy segura de que usted también opina que este coche es demasiado pequeño.
—Bueno —dijo Sarah con cautela—. Creo que efectivamente uno más grande sería más cómodo.
El joven representante de la agencia Castle murmuró que un automóvil de mayores proporciones supondría un aumento en el precio.
—El precio está fijado —replicó lady Westholme—. Y desde luego no estoy dispuesta a pagar ningún suplemento. En el folleto dice claramente que el viaje se hará "en un coche amplio y confortable". Están obligados a cumplir lo que prometen.
Reconociéndose vencido, el empleado de la agencia se retiró murmurando que iba a ver si podía hacer algo al respecto.
Lady Westholme se volvió hacia Sarah y la miró con una sonrisa triunfante en su curtido rostro. Las rojas aletas de su nariz de caballo se dilataron exultantes. Lady Westholme era una figura muy conocida en el ambiente político inglés. Lord Westholme, noble de mediana edad y notable ingenuidad, cuyos únicos intereses en la vida eran cazar, pescar y tirar al blanco, regresaba de los Estados Unidos y conoció, entre sus compañeros de viaje, a una tal señora Vansittart. Poco después, la señora Vansittart se convertía en lady Westholme. A menudo, aquel matrimonio era puesto como ejemplo de los peligros que entrañan los viajes transoceánicos. La nueva lady Westholme vestía siempre trajes de tweed y calzaba zapatones sólidos y fuertes, criaba perros, intimidaba a los lugareños y obligaba, implacable, a su marido a que se ocupara de la vida pública. Por fin, dándose cuenta de que la política no era precisamente el métier de lord Westholme en esta vida y que nunca lo sería, le permitió, graciosamente, dedicarse por entero a sus actividades deportivas y ella misma se presentó al Parlamento. Habiendo sido elegida por una inmensa mayoría, lady Westholme se lanzó con vigor a la vida política. Pronto empezaron a aparecer caricaturas de ella (lo cual es siempre una señal inequívoca de éxito). Como personaje público, defendía los anticuados valores de la familia y los trabajos de asistencia social entre las mujeres. Además daba entusiásticamente su apoyo a la Sociedad de las Naciones. Tenía puntos de vista muy claros en lo referente a cuestiones como la agricultura, la vivienda y los programas de demolición y reconstrucción de los barrios pobres. ¡Era muy respetada y casi universalmente odiada! Existía una gran probabilidad de que, cuando su partido volviera a gobernar, se la nombrara para una subsecretaría. En aquel momento, debido a una división en el gobierno nacional entre los laboristas y los conservadores, los liberales habían llegado inesperadamente al poder.