Cita con la muerte (2 page)

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Authors: Agatha Christie

—¿Se va a quedar aquí mucho tiempo? —le preguntó siguiendo las reglas convencionales de toda conversación.

—Unos días solamente. Después quiero ir a Petra.

—¡Vaya! Yo también estaba pensando en ir allí, si no lleva demasiado tiempo llegar. Tengo que estar de vuelta en París el día catorce.

—Se necesita aproximadamente una semana, creo. Dos días para ir, dos de estancia y dos para volver.

—Tengo que ir a la agencia de viajes esta mañana para ver cómo puedo arreglarlo. Un grupo de personas entró en el comedor y se sentó. Sarah los observó con cierto interés y bajó la voz.

—¿Se ha fijado en esos que acaban de entrar? ¿No recuerda haberlos visto la otra noche en el tren? Salieron de El Cairo al mismo tiempo que nosotros.

El doctor Gerard se ajustó el monóculo y dirigió su mirada al otro lado de la sala.

—¿Americanos? Sarah asintió.

—Sí, una familia norteamericana. Pero bastante fuera de lo común, según creo.

—¿Fuera de lo común? ¿En qué sentido?

—Bueno, fíjese en ellos, sobre todo en la vieja.

El doctor Gerard obedeció. Su aguda y profesional mirada voló rápidamente de un rostro a otro.

En primer lugar vio a un hombre alto y un tanto desgarbado, que aparentaba unos treinta años. Tenía una cara agradable, pero sus facciones revelaban debilidad y su expresión parecía extrañamente apática. Después había dos atractivos jóvenes. EI chico tenía un perfil casi griego. "También le pasa algo —pensó el doctor Gerard—. Sí, está con los nervios en tensión." La chica es sin duda su hermana, pues el parecido entre ambos es muy grande. También está nerviosa. Hay otra muchacha, más joven, de cabellos rojos dorados, que forman una especie de halo alrededor de su cabeza. Sus manos no se están quietas: estiran y desgarran el pañuelo que tiene en su regazo. Y aún hay otra mujer, joven, tranquila, de cabello negro y palidez cremosa, cuyo apacible rostro recuerda el de alguna Madonna de Luigi. Nada hay en ella que denote nerviosismo. Y en el centro del grupo... "¡Cielos! —pensó el doctor Gerard, con ingenua y francesa repulsión—. ¡Qué mujer más horrible!" Vieja, hinchada, abotargada, sentada en medio de todos ellos con la inmovilidad de un viejo y desfigurado Buda, era como una gran araña en el centro de su tela.

—La maman no es precisamente bonita, ¿eh? —dijo dirigiéndose a Sarah, al tiempo que se encogía de hombros.

—Hay algo bastante siniestro en ella, ¿no cree? —preguntó Sarah.

El doctor Gerard volvió a examinarla. Esta vez su mirada fue profesional, no estética.

—Hidropesía... Cardíaca —y añadió una frase en su jerga médica.

—Sí. ¡Eso es! —Sarah prescindió de la parte científica—. Pero hay algo extraño en la actitud de los otros hacia ella, ¿no le parece?

—¿Sabe usted quiénes son?

—Se llaman Boynton. La madre, un hijo casado, su mujer, otro hijo más joven y dos hijas menores.

—La famille Boynton recorre el mundo —murmuró el doctor Gerard.

—Sí, pero hay algo muy extraño en la manera que tienen de recorrerlo. Nunca hablan con nadie. Y ninguno de ellos puede hacer nada sin el consentimiento de la vieja.

—Es una matriarca —dijo Gerard, pensativo.

—Creo que es una completa tirana —dijo Sarah.

El doctor Gerard se encogió de hombros y comentó que la mujer americana dominaba la tierra. Era un hecho bien conocido en todo el mundo.

—Sí, pero hay algo más —insistió Sarah—. Los tiene a todos acobardados, completamente dominados. ¡Es algo indecente!

—Tener demasiado poder es malo para las mujeres —declaró Gerard con repentina seriedad y meneando la cabeza—. Es difícil para una mujer no abusar de su poder. Miró de reojo a Sarah. Estaba observando a la familia Boynton, o mejor dicho, a un miembro en particular de dicha familia. El doctor Gerard esbozó una rápida sonrisa de gálica comprensión. ¡Ah! ¿Así que era eso? Insinuadoramente, murmuró:

—Ha hablado con ellos, ¿verdad?

—Sí, al menos con uno de ellos.

—¿Con el hijo más joven?

—Sí, en el tren, viniendo de Kantara. Estaba de pie en el pasillo. Le hablé. No había timidez en su manera de afrontar la vida. Estaba interesado en la humanidad y tenía un carácter amistoso aunque impaciente.

—¿Qué la impulsó a hablarle? —preguntó Gerard.

Sarah se encogió de hombros.

—¿Por qué no iba a hacerlo? Suelo hablar con la gente que me encuentro cuando viajo. Me interesan las personas. Lo que hacen, lo que piensan o sienten...

—En otras palabras, los pone usted bajo el microscopio.

—Supongo que se le puede llamar así —admitió la joven.

—¿Y cuáles han sido sus impresiones en este caso?

—Bueno... —vaciló—. Fue muy extraño. Para empezar, el chico se puso colorado hasta la raíz del pelo.

—¿Es eso tan raro? —preguntó Gerard secamente.

Sarah rió.

—¿Cree que pensó que yo era una desvergonzada y que me estaba insinuando? No, a mí no me lo parece. Los hombres siempre saben discernir, ¿verdad?

Miró interrogativamente y con toda franqueza al doctor Gerard. Éste asintió con la cabeza.

—Me dio la impresión —dijo Sarah con lentitud, frunciendo ligeramente el ceño— de que se sentía... ¿Cómo podría decirlo? Se sentía a la vez excitado y aterrado. Enormemente excitado y, al mismo tiempo, asustado de un modo absurdo. Eso es raro, ¿no? Siempre me ha parecido que los americanos están muy seguros de sí mismos, más incluso de lo que sería normal. Un chico americano de, por ejemplo, veinte años sabe mucho más del mundo y tiene mucho más savoir—faire que un muchacho inglés de la misma edad. Y ese chico debe de tener más de veinte años.

—Yo diría que tiene veintitrés o veinticuatro.

—¿Tantos?

—Creo que sí.

—Sí... Quizá tenga razón... Es sólo que parece muy joven...

—No se ha desarrollado mentalmente. En él persiste la infantilidad.

—¿Entonces tengo razón al pensar que hay algo en él que no es muy normal?

El doctor Gerard se encogió de hombros, sonriendo levemente ante la seriedad de la joven.

—Mi querida y joven dama, ¿alguno de nosotros es totalmente normal? Sin embargo, estoy de acuerdo con usted en que probablemente se trata de una neurosis de algún tipo.

—Seguramente relacionada con esa horrible anciana.

—Parece sentir por ella una gran antipatía —declaró Gerard, mirando curiosamente a la joven.

—Sí, la siento. Tiene una mirada malévola.

—Eso les ocurre a muchas madres cuando sus hijos se sienten atraídos por muchachas fascinadoras —murmuró Gerard.

Sarah se encogió de hombros con impaciencia. Los franceses eran todos iguales, pensó, ¡obsesionados por el sexo! Aunque ella, por supuesto, como psicóloga concienciada que era, estaba predispuesta a admitir que en la mayoría de los fenómenos hay una base sexual subyacente. Los pensamientos de Sarah se desviaron hacia las consideraciones psicológicas usuales.

Salió de sus meditaciones con un sobresalto. Raymond Boynton atravesaba en ese momento la sala hacia la mesa central. Eligió una revista y volvió sobre sus pasos. Al pasar junto a Sarah, ésta lo miró y le preguntó:

—¿Ha estado visitando la ciudad?

Eligió sus palabras al azar, interesada tan sólo por el modo en que serían recibidas. Raymond casi se detuvo, enrojeció, dio un respingo, como un caballo nervioso, y su mirada se dirigió aprensivamente al centro de su grupo familiar.

—¡Oh! Sí, claro... Sí, por supuesto, yo...

Luego, súbitamente, como si hubiera recibido una espoleada, se apresuró a regresar junto a su familia y ofreció la revista a su madre.

La grotesca figura en forma de Buda alargó una mano gruesa y la cogió. Sus ojos, observó el doctor Gerard, estaban clavados fijamente en la cara del muchacho. Lanzó un gruñido y ni siquiera dio las gracias. El doctor notó que luego miraba duramente a Sarah. Su rostro, imperturbable, no mostraba expresión alguna. Hubiera sido imposible saber lo que pasaba por la mente de aquella mujer.

Sarah miró su reloj y lanzó una exclamación:

—Es más tarde de lo que pensaba. Se levantó y dijo:

—Doctor Gerard, muchas gracias por el café. Tengo que escribir unas cartas. El francés se puso en pie y estrechó su mano.

—Espero que volvamos a vernos —dijo.

—¡Oh, sí, desde luego! ¿Irá usted a Petra?

—Procuraré ir.

Sarah le dedicó una sonrisa y salió del comedor. Al hacerlo pasó junto a la familia Boynton.

El doctor Gerard, que los observaba atentamente, vio cómo la mirada de la señora Boynton se clavaba en su hijo y cómo los ojos del muchacho se encontraban con los de ella. Cuando Sarah pasó, Raymond Boynton volvió la cabeza, no hacia la joven, sino hacia el otro lado. Fue un movimiento lento y forzado; parecía como si la vieja señora Boynton hubiese tirado de una cuerda invisible.

Sarah King se dio cuenta de que él la evitaba y era lo bastante joven y lo bastante humana para sentirse molesta por ello. ¡Habían mantenido una conversación tan amistosa en aquel pasillo balanceante del tren! Habían comparado sus notas acerca de Egipto y se habían reído del ridículo modo de hablar que tenían los vendedores callejeros. Sarah le había contado una anécdota acerca de un camellero, que la había abordado diciéndole, en un tono esperanzado y a la vez insolente: "¿Tú, dama inglesa o americana?", y al que ella había respondido: "No, china". ¡Y el placer que había sentido al comprobar el total aturdimiento de aquel hombre cuando la miraba!

Sarah pensó que el muchacho se había comportado como un encantador y ansioso colegial. Incluso podría decirse que había habido algo casi patético en su ansiedad. Y ahora, sin ninguna razón, parecía avergonzado y se portaba como si fuera un grosero. Era francamente descortés.

—No volveré a preocuparme por él —decidió Sarah indignada.

Porque Sarah, sin ser excesivamente vanidosa, tenía un concepto muy alto de sí misma. Se sabía muy atractiva para el sexo opuesto y no estaba dispuesta a aceptar un desprecio.

Quizá se había mostrado demasiado amable con aquel muchacho. Por alguna razón oscura, había sentido lástima por él.

En cambio, en aquel momento resultaba evidente que no era más que el típico joven americano descortés, engreído y grosero.

En vez de escribir las cartas de las que había hablado, Sarah King se sentó frente al tocador, peinó hacia atrás su cabellera y, fijando la vista en aquellos desconcertados ojos color avellana que le devolvían la mirada desde el espejo, se puso a repasar su vida.

Acababa de pasar por una difícil crisis emocional. Un mes antes había roto su compromiso con un joven doctor, cuatro años mayor que ella. Se habían sentido siempre muy atraídos el uno por el otro, pero sus caracteres eran demasiado parecidos. Sus peleas y desacuerdos habían sido continuos. Sarah tenía un temperamento demasiado dominante para aguantar las imposiciones de nadie. Sin embargo, como muchas mujeres cultivadas, había creído admirar la fuerza y siempre se había dicho a sí misma que deseaba ser sometida. Cuando encontró a un hombre capaz de imponerle su dominio, se dio cuenta de que aquello no le gustaba en absoluto. El romper su compromiso le había causado mucho dolor, pero era lo bastante sensata para darse cuenta de que la mera atracción mutua no era base suficiente sobre la que levantar la felicidad de toda una vida. De modo que se había recetado a sí misma unas interesantes vacaciones en el extranjero, un viaje que le ayudase a olvidar, antes de empezar otra vez a trabajar en serio.

Los pensamientos de Sarah volvieron del pasado al presente. "Me gustaría hablar con el doctor Gerard de su trabajo —pensó—. Ha realizado cosas maravillosas. Si al menos me tomara en serio... Quizá si viene a Petra..."

Luego pensó nuevamente en aquel extraño y rudo norteamericano. No le cabía duda alguna de que aquel extraño comportamiento se debía a la presencia de su familia, pero, con todo, sentía cierto desprecio hacia él. ¡Era ridículo que alguien se portara de aquella forma! ¡Especialmente un hombre!

No obstante...

Una extraña sensación la invadió. En todo aquello había algo raro.

De pronto, dijo en voz alta:

Ese muchacho necesita que lo salven. ¡Yo me encargaré de ello!

Capítulo III

Después de que Sarah abandonara el comedor, el doctor Gerard permaneció unos minutos sentado donde estaba. Luego se acercó a la mesa de las revistas, cogió el último número de Le Matin y fue a sentarse a pocos metros de la familia Boynton. Su curiosidad se había despertado.

Al principio le había divertido el interés de la joven inglesa por aquella familia norteamericana y había deducido sagazmente que aquél se hallaba inspirado por otro interés, más particular, en uno de los miembros de la misma. Pero en aquel momento, todo lo que aquella familia tenía de poco común aguijoneaba su espíritu imparcial de científico. Sentía que allí había algo de enorme interés psicológico.

Muy discretamente, camuflado detrás del periódico, se dedicó a estudiarlos. Empezó por el joven a quien la atractiva inglesa dedicaba tanta atención.

Sí, pensó Gerard, sin duda el tipo que podía atraer a una mujer como ella.

Sarah King poseía fuerza, equilibrio, nervios firmes, frialdad de juicio y una voluntad decidida. El doctor Gerard juzgaba al joven como un ser muy sensible, perceptivo, tímido y fácil de sugestionar. Con ojo clínico descubrió que el muchacho se encontraba en aquellos momentos en un estado de fuerte tensión nerviosa. Era obvio. El doctor Gerard se preguntó por qué. Estaba desconcertado. ¿Por qué un joven que gozaba de evidente buena salud y que estaba disfrutando de un viaje por el extranjero habría de encontrarse a punto de sufrir un ataque de nervios?

El doctor dirigió su atención hacia los otros componentes del grupo. La joven de cabellos castaños era indudablemente la hermana de Raymond. Tenían las mismas características físicas. Los dos eran de huesos menudos, bien formados y de aspecto aristocrático. Sus manos eran igualmente finas, tenían el mismo mentón, limpiamente perfilado, y la cabeza de ambos permanecía erguida con la misma elegancia sobre un largo y esbelto cuello. Y también la chica estaba nerviosa... Hacía leves movimientos compulsivos, sus ojos brillantes se hallaban subrayados por una profunda sombra. Su voz, al hablar, era demasiado rápida y parecía falta de aliento. Estaba vigilante, alerta, y se la veía incapaz de relajarse.

—Y también está asustada —decidió Gerard—. ¡Sí, tiene miedo!

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