Cita con la muerte (22 page)

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Authors: Agatha Christie

Sarah dijo con calma:

—No es lo mismo. Ésta no es una... una mentira profesional. Gerard asintió en señal de aprobación.

—Sí, es verdad. La entiendo perfectamente, mademoiselle. Poirot se aclaró otra vez la garganta.

—Repasemos ahora nuestro horario. Veamos:

Los Boynton y Jefferson Cope abandonan el campamento 3.05 (ap.)

El doctor Gerard y Sarah King abandonan el campamento 3.15(ap.)

Lady Westholme y la señorita Pierce abandonan el campamento 4.15

El doctor Gerard regresa al campamento 4.20 (ap.)

Lennox Boynton regresa al campamento 4.35

Nadine Boynton regresa al campamento y habla con la señora Boynton 4.40

Nadine Boynton deja a su suegra y se va a la carpa 4.50 (ap.)

Carol Boynton regresa al campamento 5.10

Lady Westholme, la señorita Pierce y el señor Jefferson Cope regresan al campamento 5.40

Raymond Boynton regresa al campamento 5.50

Sarah King regresa al campamento 6.00

Descubren el cadáver 6.30

"Como observarán, media un intervalo de veinte minutos entre las cinco menos diez, hora en que Nadine Boynton se separó de su suegra, y las cinco y diez, hora en que Carol volvió al campamento. Por lo tanto, si Carol dice la verdad, la señora Boynton tuvo que ser asesinada en esos veinte minutos.

"¿Quién pudo matarla? La señorita King y Raymond Boynton estaban juntos. El señor Cope, además de que no tenía ningún motivo para cometer el crimen, tiene una coartada. Estaba con lady Westholme y la señorita Pierce. Lennox Boynton estaba con su esposa en la carpa. El doctor Gerard estaba en su tienda con un ataque de malaria. El campamento se hallaba desierto, los criados dormían. ¡Era el momento ideal para cometer un crimen! ¿Había alguna persona que pudiera haberlo cometido?

La mirada de Poirot se dirigió pensativa a Ginebra Boynton.

—Había una persona. Ginebra Boynton pasó en su tienda toda la tarde. Eso es lo que nos han dicho, pero, en realidad, hay evidencias de que no estuvo en la tienda todo el tiempo. Ginebra Boynton hizo un comentario muy significativo. Dijo que el doctor Gerard la llamaba por su nombre cuando estaba con fiebre. Y el doctor Gerard nos ha contado también que durante su ataque de malaria soñó con el rostro de Ginebra Boynton. ¡Pero no era un sueño! Lo que vio fue realmente la cara de Ginebra Boynton, de pie junto a su cama. Él pensó que era un efecto de la fiebre, pero era la pura realidad. Ginebra estuvo en la tienda del doctor Gerard. ¿No sería posible que hubiera ido allí a devolver la aguja hipodérmica después de usarla?

Ginebra Boynton levantó su cabeza coronada de su cabello rojo dorado. Sus grandes y bellos ojos miraron fijamente a Poirot. Eran singularmente inexpresivos. Parecía una santa indefinida.


¡Non!
—gritó el doctor Gerard.

—¿Es acaso tan impensable desde el punto de vista psicológico? —preguntó Poirot.

El francés bajó los ojos.

Nadine Boynton dijo ásperamente:

—¡Es totalmente imposible!

La mirada de Poirot se posó rápidamente en ella.

—¿Imposible, madame?

—Sí.

Hizo una pausa. Se mordió el labio. Después continuó:

—No toleraré que se acuse a mi cuñada. Nosotros... todos nosotros sabemos que es imposible.

Ginebra se movió un poco en su silla. Las líneas de su boca dibujaron una sonrisa, la sonrisa inocente, encantadora y casi inconsciente de una muchacha muy joven. Nadine repitió:

—¡Imposible!

Su suave rostro se había endurecido y expresaba determinación. Los ojos con los que se encontró Poirot eran duros y resueltos.

El detective se inclinó hacia delante e hizo una media reverencia.

—Madame, es usted muy inteligente —dijo.

Nadine respondió tranquilamente.

—¿Qué quiere decir con eso, señor Poirot?

—Quiero decir que durante todo este tiempo me he ido dando cuenta de que usted tiene lo que yo llamaría "una gran cabeza".

—Me halaga.

—No creo. Desde el primer momento ha abordado el asunto con calma y de una manera colectiva. Mantuvo unas relaciones de mínima tolerancia con la madre de su marido, considerando que era lo mejor que podía hacer, pero interiormente la juzgó y la condenó. Creo que ya hace algún tiempo que se dio cuenta de que la única posibilidad que tenía su esposo de ser feliz consistía en que hiciese un esfuerzo para irse de la casa y hacer su propia vida, por más penosa y difícil que esa vida pudiera resultar. Usted estaba deseosa de asumir todos los riesgos y pretendía influir en él para que hiciera lo mismo. Pero fracasó. Lennox Boynton había perdido el ansia de libertad. Estaba conforme con hundirse en la apatía y la melancolía.

"No tengo ninguna duda, madame, de que ama a su marido. Su decisión de abandonarlo no estaba motivada por un gran amor hacia otro hombre. Creo más bien que se trataba de un acto desesperado y usted lo acometió como último recurso. Una mujer en su situación, sólo podía intentar tres cosas. Podía tratar de convencer a su marido. Eso, como he dicho, fracasó. Podía amenazarlo con marcharse. Pero es posible que incluso esa amenaza hubiera dejado impasible a Lennox Boynton. Tal vez lo habría hundido más aún en la miseria, pero no lo habría empujado a rebelarse. Había una última y desesperada posibilidad. Podía irse con otro hombre. Los celos y el instinto de posesión son los más profundos y arraigados instintos del hombre. Demostró su sabiduría al tratar de tocar ese instinto salvaje subyacente. Si Lennox Boynton hubiera dejado que se fuese con otro sin oponer resistencia alguna, entonces habría significado que estaba definitivamente perdido y, en ese caso, usted hubiera podido, a pesar de todo, empezar una nueva vida en otra parte.

"Pero vamos a suponer que incluso ese último y desesperado recurso hubiese fallado. Su marido está muy afectado por su decisión, pero a pesar de todo no reacciona como usted hubiera esperado, como lo hubiera hecho el hombre primitivo poseído por un arrebato de celos. ¿Hay algo que pueda salvar a su marido de la completa ruina mental? Sólo una cosa. Si su suegra muriera, tal vez no sería demasiado tarde. Su marido podría empezar una nueva vida como un hombre libre, podría construir su independencia y su hombría partiendo de sí mismo.

Poirot hizo una pausa y después repitió suavemente:

—Si su suegra moría...

Los ojos de Nadine seguían fijos en él. Con voz impasible y suave dijo:

—Está usted sugiriendo que yo ayudé a que ese suceso se produjera, ¿verdad? Pero no puede hacerlo, señor Poirot. Después de anunciarle a la señora Boynton mi decisión de dejar a mi marido, fui directamente a la carpa y me reuní con Lennox. No salí de allí hasta que encontraron a mi suegra muerta. Puedo ser culpable, en el sentido de que le causé un gran disgusto. Eso, por supuesto, implica que fue una muerte natural. Pero si, como usted dice (aunque hasta ahora no tiene ninguna evidencia de ello y no podrá tenerla hasta que se efectúe una autopsia), fue asesinada, entonces yo no tuve ocasión de hacerlo.

Poirot dijo:

—Usted no abandonó la carpa hasta que su suegra fue hallada muerta. Eso es lo que acaba de decir. Ése, señora Boynton, fue uno de los puntos que me parecieron más curiosos en este caso.

—¿Qué quiere decir?

—Está aquí, en mi lista. EI punto nueve: "A las seis y media, cuando la cena estuvo lista, un criado recibió la orden de ir a avisar a la señora Boynton".

—No entiendo —dijo Raymond.

—Yo tampoco —dijo Carol.

Poirot miró a ambos alternativamente.

—¿No lo entienden, eh? "Un criado fue enviado". ¿Por qué un criado? ¿Acaso no estaban ustedes, todos ustedes, siempre pendientes de la anciana? ¿Acaso no la escoltaban siempre uno u otro a las horas de comer? Era una inválida. Le costaba enormemente levantarse de una silla sin ayuda. Siempre había alguno de ustedes tomándola del brazo. Me parece, por lo tanto, que, una vez lista la cena, lo normal hubiera sido que alguien de su familia hubiera ido a ayudarla. Pero ninguno de ustedes se ofreció a hacerlo. Todos se quedaron allí sentados, paralizados, mirándose los unos a los otros, preguntándose quizá por qué nadie iba a buscarla.

Nadine dijo con aspereza:

—¿Todo eso es absurdo, señor Poirot! Todos estábamos cansados aquella noche. Tendríamos que haber ido a por ella, lo admito, pero... justamente aquella noche... simplemente... no lo hicimos.

—Exacto, exacto... ¡Justamente aquella noche! Usted, madame, era seguramente la que más se ocupaba de ella. Era una de las obligaciones que había aceptado por inercia. Pero esa noche no se ofreció para ir a ayudarla. ¿Por qué? Eso es lo que yo me preguntaba, ¿por qué? Y ahora le diré cuál es mi respuesta: porque usted sabía perfectamente que estaba muerta...

"No, no, no me interrumpa, madame —Poirot levantó la mano sin apasionamiento—. Ahora me va a escuchar a mí, Hércules Poirot. Hubo testigos de su conversación con su suegra. ¡Testigos que pudieron ver, pero que no pudieron oír! Lady Westholme y la señorita Pierce estaban demasiado lejos. La vieron hablar, aparentemente, con su suegra, pero ¿qué pruebas reales tenemos de lo que allí sucedió? Quiero exponerle una pequeña teoría. Usted tiene cerebro, madame. Si, a su tranquila manera, decidió usted llevar a cabo, digamos, la eliminación de la madre de su marido, debió de hacerlo todo con inteligencia y con la debida preparación. Tiene acceso a la tienda del doctor Gerard durante su ausencia, mientras él está en la excursión de la mañana. Está casi segura de que encontrará una droga apropiada para el caso. Sus prácticas como enfermera le son de mucha utilidad en ese aspecto. Elige el digitoxín, el mismo tipo de medicamento que está tomando la anciana, y se lleva también la aguja hipodérmica del doctor, ya que, para su contrariedad, la suya ha desaparecido. Espera poder restituir la jeringuilla antes de que el doctor se dé cuenta de su falta.

"Antes de proceder con su plan, hace un último intento de empujar a su marido hacia la acción. Le comunica su intención de casarse con Jefferson Cope. Aunque su marido se lleva un gran disgusto, no reacciona como usted había esperado, de modo que se ve forzada a poner en práctica su plan de asesinato. Regresa al campamento y cambia unas palabras con lady Westholme y la señorita Pierce al pasar junto a ellas. Sube a donde está sentada su suegra. Tiene preparada la jeringuilla con la droga. Como hábil enfermera que es, le resulta fácil asirle la muñeca e inyectársela. Está hecho antes de que su suegra se dé cuenta de nada. Desde el valle, sólo ven que está usted hablando con ella, inclinándose sobre ella. Después, deliberadamente, va a buscar una silla y se sienta a su lado, aparentemente enfrascada durante algunos minutos en una amistosa conversación. La muerte debió de ser casi instantánea. Está hablando con una mujer muerta, pero ¿quién podría adivinarlo? Después, vuelve a dejar la silla en su lugar y se va a la carpa, donde encuentra a su marido leyendo un libro. ¡Y tiene mucho cuidado de no abandonar el lugar! Está segura de que la muerte de la señora Boynton será atribuida a un paro cardíaco (de hecho, se debió a un paro cardíaco). Sólo hubo un fallo en sus planes. No puede volver a dejar la jeringuilla en la tienda del doctor Gerard, porque el doctor está allí dentro, temblando a causa de la malaria y, aunque usted no lo sabe todavía, ya ha echado en falta la aguja hipodérmica. Ése, madame, fue el error de un crimen que, de otro modo, sería perfecto.

Hubo un silencio mortal. Después, Lennox Boynton se levantó de un salto y gritó:

—¡No! ¡Eso es una maldita mentira! Nadine no hizo nada. No pudo haber hecho nada. Mi madre... mi madre ya estaba muerta.

—¿Ah? —los ojos de Poirot miraron fijamente a Lennox.— Así que, después de todo, fue usted quien la mató, señor Boynton.

De nuevo, el silencio. Lennox se dejó caer en su silla y se llevó las manos temblorosas a la cara.

—Sí... es verdad... yo la maté.

—¿Cogió el digitoxín de la tienda del doctor Gerard?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Como... como dijo usted... por la mañana.

—¿Y la jeringuilla?

—¿La jeringuilla? Sí.

—¿Por qué la mató?

—¿Todavía lo pregunta?

—Sí, se lo estoy preguntando, señor Boynton.

—Pero si ya lo sabe...,mi mujer me abandonaba...se iba con Cope.

—Sí, pero usted se enteró de eso por la tarde.

Lennox lo miró fijamente.

—Sí, claro. Cuando estábamos fuera...

—Pero robó el veneno y la jeringuilla por la mañana, antes de saberlo.

—¿Por qué diablos me acosa con preguntas?

Hizo una pausa y se pasó una mano temblorosa por la frente.

—¿Qué importa todo eso?

—Importa mucho. Le aconsejo, señor Lennox Boynton, que me diga la verdad.

—¿La verdad? —Lennox lo miró fijamente.

—Eso es lo que he dicho: la verdad.

—¡Dios mío! —exclamó Lennox—. Se la diré, pero no sé si me creerá —respiró hondo—. Aquella tarde, al separarme de Nadine, estaba completamente deshecho. Nunca había pensado que ella pudiera abandonarme por otro hombre. ¡Estaba... estaba como loco! Me sentía como si estuviera borracho o convaleciente de alguna grave enfermedad.

Poirot asintió y dijo:

—Lo sabía. Lady Westholme hizo una descripción perfecta de su modo de andar cuando pasó junto a ella. Por eso sabía que su esposa mentía cuando me dijo que le había dado la noticia de su marcha después de volver al campamento. Prosiga, señor Boynton.

—Apenas sabía lo que hacía, pero, a medida que me acercaba al campamento, mis ideas se fueron aclarando. ¡Me di cuenta de que la culpa era sólo mía! ¡Me había portado como un miserable gusano! Tenía que haber desafiado a mi madrastra y haber huido de su lado muchos años antes. Y se me ocurrió que tal vez entonces no sería aún demasiado tarde. Allí estaba ella, el viejo demonio, sentada allá arriba como un ídolo obsceno, destacándose entre las rojas montañas. Subí dispuesto a terminar con aquello. Quería decirle lo que pensaba y comunicarle que me marchaba. Pensé que incluso podría irme aquella misma noche, irme con Nadine y llegar hasta Maan o a cualquier otra parte.

—¡Oh, Lennox, amor mío!

Lennox exhaló un largo y suave suspiro. Luego prosiguió:

—Y entonces... ¡Oh, Dios mío! ¡Me podrían haber derribado con un simple roce! ¡Estaba muerta! Allí sentada... muerta. No... no supe qué hacer. Estaba mudo, atontado. Todas las cosas que pensaba gritarle se quedaron atascadas dentro de mí. No puedo explicarlo. Me sentí como una piedra, como si me hubiera convertido en piedra. Hice algunas cosas mecánicamente. Recogí su reloj de pulsera. Lo tenía sobre el regazo. Se lo puse en la muñeca, aquella horrible muñeca fláccida y muerta...

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