Read Ciudad Online

Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Ciudad (29 page)

Porque pensamos de otro modo que los websters. Es decir, los hombres.

Y nuestros robots. Nuestros robots no son mejores que los que nos dejaron los hombres. Unas pocas modificaciones sin importancia, unos cambios obviamente necesarios, pero ningún progreso real.

¿Pero a quién se le ocurrió soñar alguna vez con un robot mejor?

Una espiga de maíz mejor, eso sí. O un castaño mejor. O un arroz con grano de mayor tamaño. O un modo de mejorar la pasta con que reemplazamos la carne.

Pero un robot mejor… Un robot hace todo lo que queremos. ¿Para qué mejorarlo?

Y no obstante… Los robots reciben una llamada y se van a trabajar al Edificio, a construir algo que nos expulsará de la Tierra.

No lo entendemos. Naturalmente, no podemos entenderlo. Entenderíamos si conociésemos mejor a nuestros robots. Entonces podríamos evitar que los robots recibiesen la llamada, o, si lo recibiesen, lograr que no la atendieran.

Y ésa, por supuesto, sería una solución. Sin el trabajo de los robots no habría Edificio. Pues las hormigas nada podrían hacer sin ayuda ajena.

Aunque quizás Andrew se equivoca, pensó. Nosotros tenemos nuestra leyenda acerca de la aparición de la Hermandad de las Bestias, y los robots salvajes tienen la suya acerca de la caída del hombre. ¿Quién puede por ahora decidir de qué parte está la verdad?

Pero en la historia de Andrew no hay contradicciones. Hubo perros y hubo robots, y cuando los hombres desaparecieron, perros y robots tomaron caminos diferentes. Nosotros nos quedamos con algunos de esos robots para que nos sirviesen como manos. Algunos robots se quedaron con nosotros, pero ningún perro se quedó con los robots.

Una tardía mosca otoñal salió zumbando de un rincón del cuarto, aturdida por el resplandor del hogar. Voló alrededor de la cabeza de Homer y se le posó en el hocico. Homer la miró fijamente y la mosca alzó las patas y sacudió las alas con insolencia. Homer sacudió una pata y la mosca voló.

Alguien golpeó la puerta.

Homer alzó la cabeza, parpadeando.

—Adelante —dijo finalmente.

Era el robot Hezekiah.

—Han cazado a Archie —dijo.

—¿Archie?

—Archie, el coatí.

—Oh, sí —dijo Homer—. El que se escapó.

—Lo tienen ahí afuera —dijo Hezekiah—. ¿Quiere verlo?

—Hazlo entrar.

Hezekiah hizo una seña con un dedo, y Archie cruzó la puerta. Tenía la piel manchada de barro y arrastraba la cola. Detrás de él caminaban dos robots guardianes.

—Trató de robar un poco de maíz —dijo uno de los guardias—. Lo rodeamos, pero nos costó que no escapara.

Homer, tiesamente sentado, clavó los ojos en Archie. Archie le devolvió la mirada.

—No me hubieran apresado nunca si Rufus se hubiese quedado conmigo —dijo Archie—. Rufus era mi robot y me habría avisado a tiempo.

—¿Y dónde está Rufus ahora?

—Recibió la llamada —dijo Archie— y se fue al Edificio.

—Dime —dijo Homer—. ¿Le ocurrió algo a Rufus antes que se marchase? ¿Algo insólito? ¿Fuera de lo común?

—Nada —dijo Archie—. Excepto que cayó en una colonia de hormigas. Era un robot bastante torpe. Siempre aturdido, confundiéndose con las cosas. Sus coordenadas no funcionaban bien. Le faltaba algún tornillo.

Algo negro y diminuto saltó de la nariz de Archie y corrió por el suelo de la habitación. La pata de Archie se adelantó como un rayo y apresó la cosita negra.

—Será mejor que no se acerque —le advirtió Hezekiah a Homer—. Este animal está soltando pulgas.

—No es una pulga —dijo Archie, resoplando de indignación—. Es otra cosa. La cacé esta tarde.

La cosita negra se deslizó entre las garras de Archie y cayó al suelo, de pie. Echó a correr, esquivó a Archie y como un rayo llegó junto a Hezekiah y comenzó a subir por la pierna del robot.

Homer se incorporó con rapidez, comprendiendo de pronto.

—¡Rápido! ¡Cazadla! ¡Cazadla! No dejéis que…

Pero la cosita había desaparecido.

Homer se sentó otra vez, con lentitud. Habló serenamente ahora, serena e implacablemente.

—Guardias —dijo—, llevaos a Hezekiah bajo custodia. No lo dejéis solo un minuto, no permitáis que se escape. Informadme de todo lo que haga.

Hezekiah retrocedió.

—Pero yo no he hecho nada…

—No —dijo Homer suavemente—, no has hecho nada, aún. Pero lo harás. Recibirás la llamada y querrás escapar e ir al Edificio. Y antes tenemos que averiguar qué te impulsa a hacerlo. Qué es y cómo funciona —dio media vuelta, mostrando los dientes con una sonrisa perruna—. Y ahora, Archie…

Pero Archie no estaba.

Había una ventana abierta. Y Archie había desaparecido.

Homer se agitó en su lecho de paja, sin poder despertar del todo, con un gruñido atravesado en la garganta.

Me estoy poniendo viejo, pensó. Pesan demasiados años sobre mí, como sobre las colinas. En otra época, cuando llamaba alguien, saltaba en seguida de la cama, todavía con un poco de paja en los pies y el pelo, ladrando con todas mis fuerzas para que oyeran los robots.

Volvieron a oírse aquellos golpes y Homer se incorporó.

—Adelante —dijo—. Basta de golpes y adelante.

Se abrió la puerta y apareció un robot, pero más grande que todos los que Homer había visto hasta entonces. Un robot brillante, alto y macizo, con un cuerpo pulido que brillaba como un fuego débil en la oscuridad. Y encaramado en uno de los hombros del robot estaba Archie, el coatí.

—Soy Jenkins —dijo el robot—. He vuelto esta noche.

Homer tragó saliva y volvió a sentarse.

—Jenkins —dijo—. Hay cuentos… leyendas… de hace mucho tiempo.

—¿Nada más que leyendas? —preguntó Jenkins.

—Nada más —dijo Homer—. Leyendas acerca de un robot que nos cuidaba. Andrew me habló de él como si lo hubiese conocido. Y se cuenta que los perros le regalaron un cuerpo maravilloso, y…

La voz de Homer bajó hasta dejar de oírse. Pues el cuerpo del robot que estaba ante él con el coatí en el hombro… no podía ser sino aquel regalo de cumpleaños.

—¿Y la casa de los Webster? —preguntó Jenkins—. ¿La cuidáis todavía?

—La cuidamos —dijo Homer—. Está como siempre. Es uno de nuestros deberes.

—¿Y los websters?

—No hay websters.

Jenkins movió afirmativamente la cabeza. Su cuerpo tan sensible ya le había dicho que allí no había websters. No había vibraciones de websters. No había pensamientos de websters en las mentes que había sondeado.

Y así debía ser.

Cruzó lentamente la habitación, con pisadas suaves como las de un gato a pesar de su peso. Y Homer sintió el afecto y la bondad de aquella criatura metálica, la protección que suponía aquella fuerza.

Jenkins se agachó junto a él.

—Estás en dificultades —dijo.

Homer lo miró fijamente.

—Las hormigas —prosiguió Jenkins—. Archie me lo dijo. Me dijo que tenéis dificultades con las hormigas.

—Fui a la casa de los Webster a esconderme —dijo Archie—. Temía que me apresaran otra vez y pensé que esa casa…

—Cállate, Archie —le dijo Jenkins—. No sabes nada de eso. Me dijiste que no sabías nada. Sólo que los perros estaban en dificultades con las hormigas —miró a Homer y añadió: —Me imagino que serán las hormigas de Joe.

—Así que usted conoció a Joe —dijo Homer—. Así que hubo un hombre llamado Joe.

Jenkins se rió entre dientes.

—Sí, se complacía en enredar las cosas. Pero era simpático a veces. Tenía el diablo en el cuerpo.

—Están construyendo —dijo Homer—. Están construyendo un edificio. Y llaman a los robots para que trabajen para ellas.

—Bueno —dijo Jenkins—. También las hormigas tienen derecho a construir edificios.

—Pero están construyendo con demasiada rapidez. Nos arrojarán de la Tierra. Otros mil años y habrán cubierto toda la superficie de la Tierra.

—¿Y no tenéis adónde ir? ¿Es eso lo que os preocupa?

—Sí, tenemos a donde ir. Sobran lugares. Todos los otros mundos. Los mundos de los duendes.

Jenkins movió la cabeza de arriba abajo, con gravedad.

—Estuve en uno de esos mundos. El primero después de éste. Llevé allí a algunos websters hace cinco mil años. Acabo de regresar. Y sé cómo te sientes. Ningún otro mundo es la casa de uno. Durante esos cinco mil años, sentí nostalgia de la Tierra, casi todos los días. Regresé a la casa de los Webster y encontré allí a Archie. Me contó lo de las hormigas, así que vine para acá. Espero no molestaros.

—Nos alegra mucho que haya vuelto —dijo Homer.

—Esas hormigas —dijo Jenkins—. Me imagino que queréis contenerlas.

Homer afirmó con la cabeza.

—Hay un modo —dijo Jenkins—. Sé que hay un modo. Los websters tenían un modo de contenerlas. Pero no puedo recordarlo. Ha pasado tanto tiempo. Y es un modo muy simple. Muy simple.

Alzó una mano y se rascó la barbilla.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Archie.

—¿Eh?

—¿Por qué se rasca la cara de ese modo? ¿Para qué lo hace?

Jenkins dejó caer la mano.

—Es sólo una costumbre, Archie. Algo que hacían los websters. Así pensaban. Lo aprendí de ellos.

—¿Le ayuda eso a pensar?

—Bueno, quizá. Quizá no. Parecía que a los websters les ayudaba. Bueno, ¿qué haría un webster en un caso como éste? Los websters podrían ayudarnos. Sé que podrían.

—Los websters en el mundo de los duendes —dijo Homer.

Jenkins sacudió la cabeza.

—Ya no hay más websters allí.

—Pero usted dijo que se llevó a algunos.

—Sí. Pero ya no hay más ahora. He estado solo en ese mundo durante casi cuatro mil años.

—Entonces ya no hay más websters en ninguna parte. Andrew me dijo que el resto se fue a Júpiter. ¿Dónde está Júpiter, Jenkins?

—Sí, aún hay algunos —dijo Jenkins—. Algunos websters se quedaron. En Ginebra.

—No será nada fácil. Ni siquiera para un webster —dijo Homer—. Esas hormigas son listas. Archie le habrá contado lo de esa pulga que encontró.

—No era una pulga —dijo Archie.

—Sí, me lo contó —dijo Jenkins—. Me dijo que había saltado sobre Hezekiah.

—No saltó sobre él —dijo Homer—. Se metió dentro. No era una pulga. Era un robot. Un robot minúsculo. Abrió un agujero en la armadura de Hezekiah y se le metió en el cerebro. Luego cerró el agujero desde el interior.

—¿Y qué hace Hezekiah ahora?

—Nada —dijo Homer—. Pero estamos seguros de que lo hará tan pronto como ese robot de las hormigas haya terminado su trabajo. Oirá la llamada. Oirá la llamada y se irá a trabajar al Edificio.

Jenkins movió afirmativamente la cabeza.

—Se los llevan —dijo—. No pueden hacer solas ese trabajo, de modo que se apoderan de los robots —alzó otra vez la mano y volvió a rascarse la barbilla—. Me pregunto si Joe sabía lo que hacía cuando se puso a representar el papel de dios.

Pero era ridículo. Joe no podía haberlo sabido. Ni siquiera un mutante podía saber lo que ocurriría doce mil años después.

Había pasado tanto tiempo, pensó Jenkins. Habían ocurrido tantas cosas. Bruce Webster estaba comenzando a experimentar con los perros. Soñaba sólo en hacerlos hablar, pensar, para que recorrieran junto con el hombre el camino del destino. Sin imaginar siquiera que unos pocos siglos más tarde el hombre se esparciría por los cuatro vientos de la eternidad y dejaría la Tierra a los robots y los perros. Sin siquiera imaginar que hasta el nombre de esos seres sería sepultado por el polvo de los años, que la raza sería conocida por el apellido de una familia.

Y sin embargo, pensó Jenkins, ninguna familia más indicada para dejar así su nombre que la de los Webster. Puedo recordarlos como si fuera ayer. En aquellos días yo mismo me consideraba un Webster.

El Señor sabe que traté de serlo. Hice lo que pude. Cuando la raza del hombre desapareció, cuidé los perros de los Webster, y al fin llevé los últimos sobrevivientes de esa raza a otro mundo para que no estorbaran a los perros. Para que los perros pudiesen modelar a su gusto la Tierra.

Y ahora hasta estos últimos sobrevivientes habían desaparecido. Se habían ido a alguna parte, quién sabe adónde. Me gustaría saberlo. Escaparon a algún mundo de la fantasía humana. Y los hombres de Júpiter no son ni siquiera hombres, sino otra cosa. Y Ginebra está cerrada al mundo.

Aunque no puede estar más cerrada, ni más distante, que el mundo de donde vengo. Si pudiese recordar cómo dejé el mundo de los duendes y fui a casa de los Webster… entonces, quizá, podría entrar en Ginebra.

Un poder nuevo, se dijo a sí mismo. Una nueva habilidad. Algo que se ha estado desarrollando en mí, sin que yo lo supiese. Algo que cualquier hombre, cualquier robot… y hasta quizá cualquier perro… podría hacer si conociese el camino.

Aunque quizá sea mi cuerpo lo que hace posible esos viajes. Este cuerpo que los perros me regalaron cuando cumplí siete mil años. Un cuerpo que es más que un cuerpo de carne. Un cuerpo que puede penetrar en los pensamientos de un oso o los sueños de un zorro, que puede adivinar los felices pensamientos de un ratoncito que corre por la hierba.

Los deseos cumplidos. Eso puede ser. La respuesta a ese anhelo raro e ilógico de cosas que no pueden ser, o que raramente son. Pero que son en verdad posibles si uno conoce el camino, si uno puede dirigir la mente y el cuerpo de tal modo que cualquier deseo pueda cumplirse.

Paseé por las colinas mil veces, recordó. Paseé por allí porque no podía irme, porque la nostalgia era demasiado fuerte, un poco metido en mí mismo pues había allí cosas, diferencias, que no quería ver.

Caminé por allí un millón de veces y fue necesario todo ese tiempo para que el poder tomase en mí suficiente fuerza y me permitiera volver.

Pues había caído en una trampa. La palabra, el pensamiento, el concepto que me habían llevado a ese mundo servían para ir, aunque no para volver. Pero había un modo de regresar. Un modo que yo no conocía. Que todavía no conozco.

—Decía usted que hay un modo —dijo Homer.

—¿Un modo?

—Sí, un modo de detener a las hormigas.

Jenkins hizo un signo afirmativo.

—Voy a descubrirlo. Voy a Ginebra.

Jon Webster despertó.

Y esto es raro, pensó, pues yo dije para siempre.

Iba a dormir por toda la eternidad, y la eternidad no tiene fin.

Todo lo demás era niebla, y olvido, pero esto en cambio brillaba claramente en su cerebro. Para siempre, y esto no era para siempre. Una palabra le entró en la mente, como si alguien golpeara con suavidad una puerta muy lejana.

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