Authors: Ignacio Manuel Altamirano
— Enrique no puede enamorarse sino de una mujer que hable a su alma —pensaba.
Pero inmediatamente, y cándida e inexperta como era, sentía que en las miradas de Enrique y en su sonrisa había algo que no era enteramente puro, algo semejante al deseo, algo que parecía abrasar, y la niña recordaba que sus mejillas se habían encendido, y sus labios habían temblado, y palpitado su corazón al sentir la influencia de esos ojos azules que parecían despedir llamas sobre todo aquello en que se fijaban.
Entonces un misterioso terror se apoderaba de ella, y había alguna voz íntima que le decía que aquel hombre era peligroso para su virtud y para su reposo, o bien que Clemencia, la mujer de las miradas de fuego, era la que debía cautivar la naturaleza sensual del joven mexicano.
Tan diversos pensamientos estuvieron atormentando a la bella rubia durante algunas horas, hasta que la llegada de algunos amigos jóvenes de Guadalajara, que tenían costumbre de hacerle la corte, vino a distraerla de su penosa agitación.
Pero, en lugar de que la visita y la conversación de sus antiguos adoradores pudieran consolarla y aun hacerle olvidar sus preocupaciones anteriores, sólo sirvieron para darles más fuerza.
Isabel, que permanecía obstinadamente callada o que apenas se dignaba mezclar en la conversación algunas palabras sin sentido, había estado observando, fijamente y como pensativa, a los jóvenes, los había comparado con aquella imagen que tenía tan presente en la memoria y concluía con hacer un pequeño movimiento de impaciencia, que cualquiera que hubiese leído en su alma habría traducido de este modo.
— Ninguno es como él.
Y en efecto, no podían comparársele desde ningún punto de vista.
Los pobres muchachos se despidieron sin comprender el porqué de aquella taciturnidad y preocupación que habían notado en la bella rubia, por lo regular tan risueña, tan franca y comunicativa.
Vino la noche, y con ella el insomnio de la mujer enamorada y el tropel de profundas meditaciones y de vehementes sentimientos.
Nuevas reflexiones la asaltaron en las horas de reposo, otra vez vino la imagen de Clemencia a aparecérsele con todo el brillo de una hermosura irresistible y con la actitud y la sonrisa del triunfo, y todo esto, unido al violento deseo de que fuera de día y de volver a ver al bello oficial, la hizo pasar en una verdadera tortura las primeras horas de aquella noche malhadada.
Había llegado para Isabel el fatal instante de amar. Los afectos que antes abrigaba en su alma y que se habían apoderado de ella, lenta y tibiamente, desaparecieron para dar lugar sólo a ese amor imperioso que había venido como la tempestad y que había herido como el rayo.
Todavía no era una pasión, pero sin duda alguna podía llegar a serlo; e Isabel lo comprendía en el vago temor que sentía al pensar en Enrique, y que la obligaba a rezar para buscar apoyo en Dios, contra ese sentimiento que parecía dominar su corazón de una manera tan desconocida como inesperada.
Al día siguiente, Isabel estaba tan pálida, tan pensativa, demostraba tal agitación y tal malestar, que su madre, alarmada, no pudo menos de preguntarle la causa de aquella novedad que era tan perceptible. Isabel pretextó un fuerte dolor de cabeza, procuró ocultar a los ojos de todos sus sensaciones, fingiendo una alegría que a medida que era más extraordinaria parecía menos natural.
Vistióse con esmero, y aun podría decirse con coquetería. Sentóse al piano; pero cambiando a menudo papeles y no concluyendo ninguna pieza que comenzaba, más bien parecía agitada por una impaciencia febril, que inspirada por el numen de la melodía. Jugaba con las teclas, improvisaba, mezclaba las armonías tristes de los maestros italianos con las notas profundas de la música alemana o con las alegres y ligeras de los maestros franceses. En fin, pensaba tocando y traducía en el piano sus pensamientos desordenados y confusos, y se volvía frecuentemente hacia la puerta, como si esperase la aparición que evocaba en lo íntimo de su alma.
Así pasaron como siglos las horas de la mañana. Llegó la tarde, e Isabel pensó salir a dar un paseo para distraerse; pero temiendo que su primo y su amigo no la encontrasen, en caso de venir, prefirió quedarse sufriendo aquellos dulces tormentos de la expectativa y de la soledad.
No se engañó: dieron las cuatro, y la voz armoniosa de Enrique sonó en los corredores. El corazón de Isabel palpitó apresurado y, cubierto de rubor el semblante, la joven miró a la puerta por donde en efecto aparecieron los dos oficiales.
Fernando notó con algún asombro la impresión que causaba en su prima la llegada de él y de su amigo, pues no parecía sino que la hermosa joven era una tímida niña de doce años, no acostumbrada aún al trato social. Se hallaba turbada visiblemente.
Alargó su mano pequeña y fina, primero a Valle y después a Flores, y se conmovió al sentir la blanda presión de los dedos de éste, sus labios se agitaron procurando balbucir algunas palabras de saludo, se desprendió más ruborizada todavía, y salió ligeramente del salón, diciendo a los oficiales:
— Voy a avisar a mamá: tomen ustedes asiento.
— ¿Serán aprensiones mías —dijo Fernando— o Isabel se ha puesto encendida, y luego pálida, al vernos llegar? ¿Ha notado usted?
— Es natural —respondió Enrique— no está usted en México; las provincianas son siempre tímidas.
— Pero ayer no observé yo esta emoción.
— No pondría usted cuidado seguramente. Pero, chico, usted es quien está ahora notablemente pálido y conmovido; parece usted un delincuente delante de su juez.
A esta sazón llego la señora con Isabel. La primera cambió con los jóvenes los cumplimientos de costumbre, después de lo cual, Enrique, fiel a su promesa de no hacer la corte a la prima y de proporcionar a Valle la oportunidad de consagrarse enteramente a ella, entabló con la señora una conversación interesante, como lo sabía hacer el galante oficial, muy acostumbrado al trato de las mujeres de toda edad, cuyo gusto y propensiones adivinaba luego para poder lisonjearlas con más seguridad.
Mariana, así se llamaba la señora, que sea dicho de paso rayaba en los cuarenta años y que era mujer distinguida y de una educación superior, conservando todavía una belleza fresca y notable, pareció encantarse con Enrique. Las numerosas relaciones de éste en México, le permitían informar a Mariana, que había vivido allí algún tiempo y que conocía perfectamente el mejor círculo, acerca de las novedades ocurridas durante aquellos últimos años en todas las familias.
Enrique hacía la descripción del estado de la sociedad mexicana en aquella época de guerra, retrataba con habilidad sin igual a las hermosuras en boga, refería la historia de los matrimonios recientes y de los amores célebres; pero todo esto con tal tino; con tal donaire, con un tacto tan exquisito, que Mariana acabó por creer que aquel joven era adorable.
La señora reía frecuentemente, demostrando el mayor placer al escuchar los dichos agudos, los epigramas delicados, las observaciones picantes que salían a cada momento de los labios de Enrique, y aun se volvía para decir a su hija, llamándole la atención:
— Pero ¿oyes esto, Isabel?
Y entonces la joven dejaba de escuchar la pobre conversación de Fernando para oír a Flores, que acababa por interesar a ambas vivamente en su relato.
Entretanto Fernando murmuraba algunas frases tímidas para entretener a su prima, que no estaba atenta sino a Enrique, a quien miraba por largos intervalos sin poner cuidado a sus palabras. Enrique le parecía más hermoso, más interesante que el día anterior.
Ni siquiera reparaba en que su primo Valle parecía más triste, más pálido y más sombrío. Y como éste notó que Isabel apenas le respondía en monosílabos y apartaba de él sus miradas para fijarlas en el gallardo militar, acabó por quedar en silencio, disimulando con un aire de distracción el sentimiento que comenzaba a punzar su corazón como un puñal.
Tenía celos ya. Era seguro que Isabel amaba a su amigo o, por lo menos, sentíase dispuesta a amarle.
De repente se detuvo un carruaje en la puerta.
— ¡Es Clemencia! —dijeron la señora e Isabel, y se levantaron para recibirla.
En efecto, la hermosísima morena apareció en la puerta, abrazó y besó a sus amigas, y alargó risueña una mano enguantada y aristocrática a los dos oficiales.
— Me alegro mucho de ver a ustedes por aquí —les dijo— hemos hablado tan poco ayer, que me permitirán ustedes en mi calidad de provinciana, que espere tener noticia minuciosa de mis amigas de México, y de muchas cosas que, a los que vivimos tan lejos, nos interesan sobremanera.
— El señor Flores —dijo Mariana— acaba de referirme cosas de aquella capital, que me han encantado. No hay talento como el suyo para conversar, y nadie puede informar mejor... conoce a todo el mundo.
Enrique saludó agradecido a la señora, y volviéndose a Clemencia:
— Seré muy dichoso, señorita —le dijo— si puedo dar a usted razón de sus relaciones en México. En efecto, conozco a todo el mundo allí, y poseo todo ese caudal de noticias íntimas que ni pueden encontrarse en los periódicos ni contenerse en las cartas, y que sólo se conservan en la memoria de los iniciados como yo en ciertos círculos.
Generalizóse entonces la conversación. Enrique desplegó toda la riqueza de sus facultades; como conversador y como hombre de mundo y de educación distinguida, hizo conocer, sin ostentación, lo numeroso y distinguido de sus relaciones sociales; era el amigo de las mujeres más bellas de México, de los hombres más elegantes y aristocráticos, y si a esto se agrega que había viajado mucho y que estaba dotado de ese talento especial de los que han frecuentado mucho los círculos distinguidos, y que, sin ser profundo en nada, deslumbra a primera vista, se comprenderá muy bien que Enrique cautivó a su bello auditorio. Isabel le escuchaba con arrobamiento. Clemencia fijaba en él sus lánguidos ojos negros, bañándole con sus miradas ardientes y voluptuosas. Mariana reía alegremente.
Fernando estaba olvidado: triste destino de los humildes, de los taciturnos y de los huraños.
— Me han hablado —dijo Clemencia a Enrique— del talento de usted en el piano, y aseguran los que me han informado y que conocen a usted muy bien, que no tienen labios con qué elogiarle. Según eso, es usted un militar como se ven pocos en nuestros días, porque los artistas no se encuentran regularmente en el ejército. Ya se ve, usted no es soldado de profesión sino que ha tomado la espada para defender a su patria ¿no es esto?
— Es verdad, señorita, no soy soldado de profesión, y en esta parte me declaro profano delante de Fernando. El sí que es soldado, y tan soldado, que ha comenzado su carrera cargando el fusil. No se ruborice usted ¡vaya! eso no es deshonra; ha sido sirviendo a la patria, y nada importa la clase cuando desde ella ha sabido usted elevarse.
— No: yo no me ruborizo por esa causa —murmuró Fernando.
— ¿Soldado raso? —preguntó Mariana— es extraño. ¿Querría usted explicarme por qué ha sido esto? No es lo común que los jóvenes del nacimiento de usted sienten plaza de soldados rasos.
— Señora... balbuceó Valle notablemente conmovido.
— Pero Mariana, no sea usted indiscreta —se apresuró a decir Clemencia— estas cosas no se preguntan... Volvamos a lo del piano, que se nos olvida... Ha de saber usted, Flores, que Isabel es una verdadera artista, conoce la música admirablemente, y en el piano es de una fuerza que se sorprenderá de encontrar en estas regiones apartadas...
— ¡Clemencia! —interrumpió Isabel llena de rubor.
— Hija mía, es la verdad ¿para que ocultarla? Tú lo niegas siempre, y es natural porque antes que todo eres modesta; pero tus amigas tenemos orgullo de tu talento, y lo hemos de alabar debidamente.
— ¡Oh que fortuna, Isabel, que fortuna! —dijo con entusiasmo Enrique— este es un hallazgo, un tesoro... es la dicha que nos sonríe en el camino del sacrificio.
— Clemencia —observó llena de vergüenza Isabel— tú tendrás la culpa de que el señor vaya a encontrarme espantosamente torpe... ¿Por qué eres así?
— Pero es la verdad, caballero, es la verdad, y usted va a convencerse de ella... Yo toco también; pero Isabel queda muy superior a mí. Y para que usted pueda comparar, voy a sentarme al piano, después tocará ella, y por último, esperamos que usted nos confundirá a las dos; pero seremos las primeras en ofrecer flores al vencedor.
Y diciendo y haciendo, la encantadora morena se levantó de su asiento, y cimbrándose como un junco, se dirigió al piano. Enrique la acompañó y, a indicación de ella, buscó en un aparador de madera de rosa el papel de música que deseaba, y permaneció de pie, a su lado, devorándola con los ojos.
Clemencia prefería todo aquello que estaba en armonía con su carácter, y en música desdeñaba lo puramente melancólico y tierno, así como se impacientaba con las elevadas e intrincadas combinaciones de la escuela clásica.
Ella necesitaba música enérgica para traducir los sentimientos de su alma ardiente y poderosa. Necesitaba el desorden, la inspiración robusta y atrevida, el delirio en la armonía. Verdi era el maestro favorito de Clemencia. El piano expresaba los arrebatos furiosos de la pasión bajo aquellas manos de diosa.
Enrique estaba subyugado y se sentía, a su pesar, preso entre las mallas terribles con que parecía rodearle la magia irresistible de aquella mujer.
— Esto es inexplicable —se decía interiormente— ¡yo dominado! Pues esto no debe ser.
Fernando, por su parte, estaba en el colmo de la desesperación. Había notado en el hermoso semblante de Isabel las contracciones del dolor y de los celos. Cada vez que Clemencia se volvía hacia Enrique con su mirada de fuego y con su sonrisa de sirena, un ligero temblor agitaba el cuerpo de la angelical rubia, que unas veces apretaba convulsivamente el brazo del sillón en que se apoyaba, y otras parecía reprimir penosamente las lágrimas que los celos hacían asomar a sus ojos.
De modo que para Valle no era ya dudoso que Isabel amaba a Enrique. Esto lo hacía reclinarse en su sillón como desfallecido por el tormento. Jamás había sentido en su corazón la cruel punzada de los celos, aquel dolor le había sido desconocido enteramente, y se preguntaba si no sería más cuerdo para él, que había pensado sacrificarse por la patria, retirarse de aquella casa, no volver a ver a su prima, y refugiarse en sus deberes de soldado, para escapar a los peligros de una pasión que acababa con sus fuerzas.