Authors: Ignacio Manuel Altamirano
Ahora, adiós, doctor. ¡Ah! acepte usted también mi caballo como un obsequio humilde; le compré en diez onzas a un criado del señor R..., el padre de esa joven, de esa mujer a quien muero amando. No tengo más que dejar, pues he dado mis armas a Flores anoche.
Ahora deseo recogerme un instante; tengo que rogar a Dios que me perdone mis faltas y fortalecerme con la idea de que en la otra vida no sufriré como aquí.
No ocultaré a usted que estoy triste; la tristeza es la sombra de la muerte cercana. ¿Por qué me había de escapar de esa ley de la naturaleza? Además, amigo mío, no hubiera yo querido morir así. Yo soñaba con la gloria; yo anhelaba derramar todavía más mi pobre sangre en los altares de la patria; yo me hacía la ilusión de sucumbir con la muerte de los valientes; a la sombra de mi bandera republicana.
Al decir esto, dos gruesas lágrimas rodaban por las mejillas de Fernando, y sus labios se agitaron un momento en un temblor convulsivo; pero él se apresuró a enjugarse los ojos y añadió sonriendo:
— Pero ¿qué hemos de hacer? Puesto que es ya tarde para volver al pasado, pidamos a Dios para nosotros la paciencia y el reposo. Mañana dormiré para siempre. Adiós, amigo mío.
Yo sofocaba mis gemidos. Le estreché en mis brazos y le dije tartamudeando:
— Usted merecía vivir y ser grande.
Al día siguiente, al dar las siete de la mañana, una columna de doscientos caballos escoltaba un carruaje que se dirigía hacia ese rumbo pintoresco y hermosísimo de Colima, que se llama la Albarradita, lugar lleno de extensas huertas donde la exuberante vegetación de la tierra caliente se muestra con todos sus encantos. Millares de palmeras elevan sus gigantescos penachos sobre las cercanías cubiertas con inmensas cortinas de verdura y de flores, y los naranjos, los limoneros, los zapotes dan sombra a los cafetos inclinando sobre las flores de nieve o los rojos frutos de estos arbustos, sus ramajes recamados de oro.
A esa hora las aves cantaban regocijadas entre los árboles, corría una brisa tibia y cargada con los aromas del azahar y de la magnolia. El cielo estaba azul y limpio, y apenas algunas nubecillas como vellones transparentes se alejaban para perderse del lado del mar. El volcán elevaba hasta el cielo su punta de nieve en que parecían romperse chispeando los rayos del sol naciente.
La naturaleza toda parecía elevar un himno a Dios, solemne y dulce. Y en medio de esta alegría del cielo y de la tierra, debajo de ese manto infinito de zafiro y de luz, atravesaba aquel cortejo militar silencioso y terrible.
Allí iba un reo de muerte que iba a mezclar sus últimos suspiros a los cantos de fiesta con que la naturaleza saluda al Creador al aparecer el nuevo día.
La columna atravesó todo lo largo de la hilera de cármenes de la Albarradita, y cerca de un grupo de palmeras que se alzaban solitarias sobre un prado gracioso, y en que el invierno no había podido tostar el manto de la primavera, el cortejo hizo alto. Allí estaba el cuadro de infantería formado y un gentío inmenso aguardaba. El carruaje se detuvo afuera del cuadro, abrióse la portezuela y Fernando bajó tranquilo, y con paso seguro y firme avanzó entre una doble hilera de soldados, conducido por un oficial.
Llevaba abrochada su levita militar, puestas sus botas fuertes y su kepí inclinado graciosamente hasta los ojos.
Al tiempo de entrar en el cuadro, otro carruaje llegaba a galope por el lado opuesto, y de él se apeaban apresuradamente tres señoras vestidas de negro cubiertas con largos velos, y un caballero de edad.
Eran Clemencia, su pobre madre que no quería abandonarla, Isabel y el señor R... que, no teniendo más voluntad que la de su hija, se dejaba arrastrar, y entonces lo hacía con toda su voluntad. La apasionada hija de Jalisco, cuyos sentimientos se desbordaban luego de su corazón y no podían permanecer disimulados un momento, había procurado inútilmente penetrar en la prisión de Fernando para pedirle perdón de rodillas y asegurarle que le admiraba hoy, y quizá le amaba ya tanto como el día anterior le había ultrajado y aborrecido. Entonces determinó hacerlo a la hora de la ejecución. ¿Qué importaba esto a aquella joven que desafiaba a la sociedad con tanto valor, y que estaba acostumbrada a imponer su voluntad como una ley?
Dirían que era una loca; y bien, sí, tenía esa sublime locura del corazón cuyas extravagancias, la admiración popular convierte en leyendas, eterniza en cantos y adora en el santuario de su alma. ¿Acaso Clemencia era la primera mujer que se abrazaba al cadalso de un ser querido? Desde el Gólgota, desde antes, ha habido mujeres santas que han perfumado con sus lágrimas el pie del patíbulo en que han expirado los mártires.
Así, pues, Clemencia se precipitó entre la multitud, impetuosa, palpitante y pugnando por penetrar en el cuadro. Pero el gentío era inmenso y estaba tan compacto, que a no ser una columna, nadie podía atravesarle.
La pobre joven, seguida de sus acompañantes y arrastrando a Isabel que iba casi desfallecida, rogaba, empujaba, prometía oro, gritaba llorando que la dejasen pasar, que era de la familia del reo, que quería hablarle por última vez, que quería verle.
En vano; la muchedumbre tal vez por compasión le cerraba el paso. Y el cuadro se conmovía, y se escuchaba una voz seca e imperiosa ordenar un movimiento. ¡Gran Dios! Fernando iba a morir y Clemencia ni le vería siquiera.
De repente reinó un silencio mortal.
— Por piedad —gritó Clemencia— paso, yo necesito verle... por el amor de Dios... lo suplico.
La muchedumbre asombrada y triste abrió paso, pero aún quedaba que atravesar la fila de soldados.
Clemencia iba a suplicar a un granadero que la dejara pasar, cuando quedó clavada en el suelo, y muda de horror y de dolor.
Estaba frente a frente a Fernando, aunque a lo lejos. El joven estaba hermoso, heroicamente hermoso. No había querido vendarse, se había quitado su kepí que había puesto a un lado en el suelo y, pálido pero con la mirada serena y con una ligera y triste sonrisa, elevando los ojos al cielo, esperaba la muerte.
Los cinco fusileros estaban a dos pasos de él y le apuntaban. Las palmeras a cuya sombra se hallaba, estaban quietas, como pendientes de aquella escena terrible.
Clemencia quiso gritar para atraer siquiera sobre ella la última mirada de Fernando; pero no pudo, la sangre se heló en sus venas, su garganta estaba seca, era el momento terrible... Se oyó una descarga, se levantó una ligera humareda que fue a perderse en los anchos abanicos de las palmas, y todo concluyó.
Fernando había caído muerto con el cráneo hecho pedazos y atravesado el corazón.
— Levanten a esta señora que se ha desmayado, mujeres —gritó el soldado a cuya espalda había estado Clemencia.
Un grupo de mujeres del pueblo levantó a la joven, y luego su padre la tomó en brazos y la condujo al carruaje adonde Isabel estaba escondida y llena de terror con la madre de su amiga.
Los fusileros se retiraron llorando: ¡era tan valiente aquel joven oficial!
La tropa se volvió a la ciudad y la gente se dispersó. Sólo el carruaje de Clemencia permaneció allí todavía. Unos soldados quedaron junto al cadáver para recogerle; pero esperaban la camilla y pasó media hora.
De repente Clemencia bajó otra vez de su carruaje, pero su padre la retuvo con fuerza, y ella, abatida y débil, sucumbió, y volvió a entrar en el coche, donde la recibieron desmayada su madre y amiga.
El señor R... llegó junto al cadáver y, pidiendo permiso, sacó de su carterita unas tijeritas y cortó un mechón de cabellos de Fernando, que guardó cuidadosamente, después de lo cual volvió al carruaje, que partió para la ciudad.
Clemencia volvió de su nuevo desmayo en su casa, y ya recuperada y más tranquila.
— Padre mío —dijo— ¿dónde está eso?
— Aquí, hija querida, aquí; pero por Dios que no nos hagas sufrir.
Y le alargó los cabellos que había cortado.
— ¡Ah! —dijo Clemencia tomándolos con delirio y besándolos repetidas veces—. A ti era a quien debería haber amado —dijo—, y cayó sobre sus almohadas desecha en llanto.
La familia del señor R... recogió después el cadáver de Valle, y le dio sepultura con la adoración que se debe a un mártir.
Algunos meses después estábamos derrotados y perdidos en aquel rumbo. Todo el mundo había defeccionado o huía. Los franceses eran dueños de Jalisco y de Colima.
Yo vine a Michoacán como pude; pero después, las enfermedades que me tenían agonizante me obligaron a venirme a encerrar a México, a mi pesar.
Al día siguiente de mi llegada era la fiesta de Corpus, y yo sin creer que hacía mal pasé a la casa de la familia de Fernando y entregué al portero la carta que había traído guardada, encargando que la subiera en el acto.
¡Ah! amigos míos, eso fue atroz. Era el cumpleaños del padre de mi pobre amigo. Se llamaba Manuel. Estaba la familia en el banquete, que había concluido, y era la hora de los brindis. Las hermanas de Fernando con numerosas amigas suyas estaban en el balcón viendo desfilar la columna, pues había habido gran parada y se hallaban muy divertidas. Yo me detuve en el zaguán para ver pasar también aquella tropa para mí aborrecida. Llegaba frente a nosotros un cuerpo de caballería, y a su frente venía un gallardo coronel que caracoleaba un soberbio caballo, y veía al balcón con ese aire de
don Juan
que acostumbraban usar los militares buenos mozos.
Era Enrique Flores, el miserable autor de la muerte de Fernando. Al pasar debajo de los balcones saludó graciosamente, y se quedó mirando un instante a las hermosas.
Estas le devolvieron un saludo con una deliciosa coquetería.
Pero no bien acabaron de saludar, cuando se metieron espantadas. Era que el viejo aristócrata había tomado la carta, y al leerla había dado un gran grito de dolor.
— ¿Qué es eso? —preguntó la señora.
— ¡Han matado a Fernando! —pudo apenas gritar el anciano, y se quedó clavado en su silla.
La señora leyó la carta también y se desmayó; las hermanas de Fernando llegaron, y un momento después, en aquella casa que antes resonaba con las alegrías del festín, no se oían más que sollozos y gritos de desesperación.
En cuanto a Clemencia, la hermosa, la coqueta,
la sultana
, la mujer de las grandes pasiones, pudieron ustedes conocerla el año pasado. Era hermana de la Caridad en la Casa Central; allí la visité; pero ¡cuán mudada estaba! Hermosa todavía, pero con una palidez de muerta.
— Poco me falta que sufrir doctor, me dijo: esto se va acabando.
Y mostrándome un pequeño relicario oculto debajo de su hábito:
— He aquí lo que me queda —me dijo—, un hábito que me consagra a los que sufren, y esto que me consagra a la muerte... ¿Sabe usted?... son sus cabellos... espero que él me habrá perdonado desde el cielo.
Y los ojos de la infeliz joven se llenaron de lágrimas.
Algunos meses hace que partió para Francia.
El menor de los defectos de esta pobre novelita es que para cuento parece demasiado larga. Pero no hay que tomar formalmente la ficción de que el doctor relate esto en una noche. Es un artificio literario, como otro cualquiera, pues necesitaba yo que el doctor narrara, como testigo de los hechos, y no creí que debía tener en cuenta el tamaño de la narración. Además, a pesar de mi pequeñez me amparan, para hacer perdonable lo largo del cuento, los ejemplos de Víctor Hugo en
Bug-Jargal
, de Dickens en varios de sus
Cuentos de Navidad
, de Erkmann Chatrian en sus
Cuentos populares
, de Enrique Zschokke en sus
Cuentos suizos
, y de Hoffman en muchos de los suyos. En lo que sí no tengo amparo es en lo demás, y no me queda más recurso que apelar a la bondad de los lectores.
EL AUTOR
FIN DE
"CLEMENCIA"
[1]
Arena, en lengua náhuatl