Clemencia (15 page)

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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

— De seguro, mi jefe: en Santa Ana, donde nos detuvimos un rato, supimos por cierto por un mozo de la hacienda que trajo la noticia. Se estaban acuartelando cuando él salió.

— Bueno, y ¿dice usted que la familia del señor R... se quedó en el camino?

— Sí, señor; y figúrese usted con la noche tan fría y el camino tan desamparado, allí están las señoras maltratadas por el golpe del carruaje que se rompió y volcó. Mi amo quería quedarse en Santa Ana, pero la niña no quiso y tuvo el capricho de llegar hasta Zacoalco. ¡Estaba tan inquieta y tan impaciente la pobrecita, y suceder esto!

— ¡Ah, no ha podido resistir la ausencia de Enrique! —dijo el comandante en voz muy baja.

El comandante era Fernando Valle que regresaba con su escuadrón, de orden del cuartel general, a situarse en la hacienda de Santa Ana, en observación del enemigo.

Después de meditar un breve instante añadió para sí:

— ¡Pérfida! ¡Cuánto le amo y cuánto mal me ha hecho!... En fin ¡volvamos bien por mal!

— Capitán, necesito volver urgente a Zacoalco con este correo que trae despachos importantes de Guadalajara; usted queda mandando la columna que hará alto aquí, mande usted echar pie a tierra y que se estén los soldados brida en mano, hasta mi vuelta que no tardará dos horas. Yo me voy solo con el correo.

— Muy bien, mi comandante.

— Venga usted —dijo Valle al mozo— y sígame a todo galope.

Pasaron a un costado de la columna, donde dio el comandante todavía algunas órdenes brevísimas a dos o tres oficiales, y se alejaron después rápidamente los dos jinetes con dirección a Zacoalco.

Media hora después penetraban en el pueblo y se detenían en la plaza.

— Aguárdeme usted aquí —dijo Valle al mozo, y se dirigió a una casa en cuyo zaguán tocó repetidas veces. Abriéronle por fin, entró, se apeó y fue a tocar de nuevo en una puerta interior.

— Capitán, capitán, ábrame usted, soy yo, Valle.

La persona interpelada se levantó apresuradamente y vino a abrir.

— Fernando ¿qué se ofrece? ¿Qué hay? ¿Pues no se había usted marchado a las diez?

— Es verdad; pero he tenido necesidad de volver, y sobre ello, mi viejo capitán; ruego a usted mucho que me guarde el secreto; es una pequeña contravención a las órdenes que he recibido. Marchaba con mi columna para la hacienda de Santa Ana, cuando a dos leguas de aquí me encontré al mozo de una familia de Guadalajara que quiero mucho, el cual me dijo que el carruaje en que aquélla venía se volcó en el camino, y que había quedado detenida por eso; que él venia a este pueblo a conseguir otro carruaje, si era posible, o a llevar un carpintero. Usted comprenderá que ni uno ni otro son fáciles de obtener aquí. Entonces me acordé de que usted había traído un coche porque sus enfermedades no le permiten caminar a caballo; pero pensé que si no venía yo en persona a pedírselo a usted no lo daría, y tiene usted razón, mi viejo capitán, usted lo necesita mucho; pero por nuestra amistad, por lo que usted más quiera, le suplico que me lo facilite para auxiliar a esa familia a quien debo muchos favores...

— ¡Hum! Fernando, la cosa es peliaguda... Usted sabe que no puedo moverme, y ¿cómo continúo hasta Sayula desde aquí?

— ¡Oh! no hay cuidado, usted prestará el carruaje hasta Sayula, pues de otro modo la familia siempre tendría que detenerse aquí. Pero llegará mañana a ese pueblo y regresará el carruaje a Zacoalco pasado mañana, para que usted continúe su camino. Ya usted ve que lo que le pido es un día de fastidio en este pueblo; pero no olvidaré tamaño sacrificio.

— Bien, muchacho, bien, tome usted el carruaje. ¡Qué diablo! no faltaba más que yo negara un tan pequeño servicio a quien debo la vida y tantos...

— Vamos, no siga usted, mi capitán, recuerde usted que he sido su soldado y que...

— Y que hoy es usted mi jefe, bien merecido, hijo mío; valientes como usted no se encuentran por todas partes...

— Calle usted, mi capitán, calle y reciba mi agradecimiento...

— ¿Ya sabe usted que han entrado los franceses a Guadalajara?

— Acabo de saberlo por el mismo criado; pero usted ¿cómo lo supo?

— Ha pasado por aquí un extraordinario que llegó momentos después de que usted salió; ese hombre avisó al alcalde que nos lo dijo a nosotros. Según eso va usted a tener pelotera, porque yo no dudo que ellos destaquen alguna fuerza con dirección a este camino.

— No será tan pronto, mi capitán, y si sucede me alegrará muchísimo, ya tengo deseos por mil razones de encontrarme con ellos.

— Vaya usted con Dios, muchacho, llévese el carruaje; apuesto a que en esa familia viene alguna linda por cuyos bigotes anda usted corriendo a estas horas.

— Algo hay de eso —contestó el comandante, montando a caballo y diciendo adiós al viejo capitán.

Este llamó al dueño del carruaje, le advirtió que tenía la obligación de volver de Sayula a cumplir su contrato, y que arreglara en cuanto a la gratificación por su viaje extraordinario, con el comandante.

El carruaje se dispuso y salió del mesón con tres tiros de mulas.

— Amigo mío —dijo Valle al del carruaje— va usted a traer una familia que está a cuatro leguas de aquí, y sin detenerse en este pueblo, porque le manifestará usted que le es urgente estar de vuelta pasado mañana de Sayula, para conducir al capitán con quien tiene usted compromiso, la llevará usted hasta esa población, en la que les será fácil conseguir otro coche, de los muchos que se fueron con el general. Ahora usted no recibirá de esa familia gratificación ninguna; aquí tiene usted tres onzas y este reloj de oro que vale tres veces más y que conservará usted en mi nombre.

— Es bastante, jefe, y sobrado, y yo le doy a usted un millón de gracias.

— Partamos, pues.

El carruaje partió a escape.

Pero al llegar a la salida del pueblo, Valle comenzó a sentir que su pobre caballo no podía más y que estaba próximo a caerse.

— Sea por Dios —dijo bajándose— mi pobre, mi único caballo, mi compañero de trabajos... se muere, no hay duda... y era natural... veinte leguas de camino, pocos descansos, tres días de fatigas... y una carrera de dos leguas en media hora, es lo suficiente para que el pobrecillo sucumba, no hay remedio.

No bien acababa de decir esto cuando el infeliz caballo cayó muerto.

Valle gritó al postillón, que se detuvo.

— Grita al cochero que haga alto.

El carruaje se detuvo también.

— Mira, muchacho —continuó Valle— mi caballo ha reventado y no tengo otro; el tuyo está todavía muy bien y me parece muy fuerte.

— Ah, señor, es muy bueno, es de los de mi amo.

— Pues bien, te lo compro.

— Señor... es de él...

— Bien, dile que se lo vendiste al oficial que proporcionó el coche, no lo llevará a mal.

— Costó doscientos pesos, señor...

— Arreglado: te doy diez onzas, y no más porque no tengo; pero te daría una mano por un caballo en este momento.

— Está bueno, señor, vale que el amo no se enojará, porque él también hubiera dado una hacienda por un carruaje, hace dos horas.

El postillón recibió sus diez onzas, que contó minuciosamente, quitó la silla a su caballo, la metió en el carruaje, en seguida se metió él mismo. Valle quitó su montura militar del caballo muerto, del que se despidió con una lágrima, ensilló el caballo que acababa de comprar y se puso a la portezuela del coche que volvió a partir. Una hora después llegaron a donde estaba la columna; allí Valle despidió al postillón, advirtiéndole que el carruaje era de un amigo suyo y que no recibiría paga alguna, porque la familia del señor R... era una familia querida para él, por lo cual estaba advertido el conductor del carruaje de no recibir un maravedí. El postillón le dio las gracias en nombre de su amo, y partió en el coche con toda celeridad.

Fernando mandó montar a caballo y continuó lentamente su camino, con la frente oculta bajo su capucha y en el mayor silencio. Si hubiese habido luz para examinar su semblante, se habría espantado cualquiera al notar la expresión de profunda tristeza que nublaba sus ojos y que daba a su sonrisa un aire de desesperación concentrada.

XXVII. Alter tulit honores

No la veré, no podré verla —murmuró al cabo de un instante— y más vale. Que crea que es Enrique, y será mejor.

Después, volviéndose hacia un muchacho que le acompañaba montado en una jaquita, tan flaca como ligera, le dijo:

— Oye, guía ¿no hay un camino que corte de aquí directamente para la hacienda de Santa Ana?

— Para la hacienda no, pero yo conozco una vereda que va a dar al pueblo de Santa Anita, y como está tan cerca de la hacienda, es lo mismo.

— Pues bien, toma la vereda. ¿Es buena para la caballería?

— Un poco pedregosa; pero muy poco, es un pedazo malo, lo demás es como aquí.

— Bien: adelante.

El guía fue a guiar al sargento, jefe de la descubierta, y la columna comenzó a desfilar por la vereda. Dejémosla seguir para Santa Anita y volvamos al lugar donde quedó la familia.

Comenzaba a rayar la aurora cuando el padre de Clemencia creyó escuchar el ruido de un carruaje. Le pareció demasiada fortuna para ser creíble; pero un momento después un mozo destacado por aquel lado del camino vino corriendo a decirle que en efecto era un carruaje el que se acercaba, tirado por seis mulas.

El señor R... despertó a la familia alborozado.

— Dios nos protege, hijas mías; he ahí un coche que viene de Zacoalco.

Las señoras se levantaron contentas. El carruaje llegó y se detuvo. El postillón se apeó.

— ¡Ah, señor! ¡Qué fortuna tan grande! Antes de llegar al pueblo encontré una caballería. El que la manda es un joven, según pude ver, y luego que le dije que era su merced el que estaba aquí detenido con su familia por la rotura del coche, se sorprendió mucho, se afligió como si fuera alguna cosa de su merced, y dejó a un oficial encargado de la tropa y se fue conmigo al pueblo. Allí entró a una casa y salió con este carruaje que dice que es de un amigo suyo, que le suplica a su merced que le lleve nomás hasta Sayula para que de allí se vuelva a conducir a ese amigo suyo, y que no pague nada al conductor, porque tiene orden de no recibir ni un ochavo.

El caballero al oír esto se quedó perplejo. Pero Clemencia, con su viveza de costumbre, dijo conmovida:

— Papá... ese oficial es Flores... estoy segura. ¿Quién más que él es capaz de ese rasgo de galantería?

Isabel frunció las cejas al oír esto.

— Es muy posible que sea él —concluyó el anciano—. ¿Qué señas tiene, muchacho?

— Señor, no le vi bien: tenía cubierta la cabeza con un capuchón que le tapaba parte de la cara; pero es un joven, me pareció alto, y monta muy bien a caballo.

— Es él... no hay duda papá —volvió a decir Clemencia.

— ¿Conoce usted al oficial que envía el carruaje? —preguntó el padre de Clemencia al conductor.

— No señor —contesto éste secamente— es la primera vez que le veo ahora.

— Pero ¿no oyó usted si se llama Flores?

— Me parece que sí, señor.

— ¡Oh noble corazón! —dijo la madre de Clemencia, mientras que Isabel palidecía y reprimía una lágrima.

— Y ¿vamos a encontrarle? —preguntó Clemencia al postillón.

— Seguramente, porque viene para acá.

— ¡Dios mío! —murmuró en voz baja la joven— y ¿a dónde va cuando yo salgo precisamente por estar cerca de él? Y luego añadió en voz alta:

— ¿Cree usted, papá, que vayan las tropas liberales a atacar Guadalajara?

— Sería un desatino abandonar una plaza para atacarla después a los tres días. Esto creo yo que se hace cuando se cuenta con otros elementos.

— Pero entonces ¿a dónde marcha esa caballería?

— Irá a observar al enemigo. ¿Pues no sabes que el general Uraga ha dispuesto defender las Barrancas y establecer allí una línea formidable de defensa?

Clemencia se entristeció profundamente.

Pero los mozos habían acabado de arreglar el carruaje y de colocar las cargas en las mulas. La familia se colocó en los asientos y el coche empezó a andar.

— Allá va una tropa de caballería —gritó un mozo que iba delante, señalando en efecto una larga hilera de jinetes que desfilaba a lo lejos por un costado del camino y que se veía muy bien con la luz cada vez más clara del día. Empezaba a amanecer.

Las señoras se asomaron a la portezuela.

— ¡Ingrato! —dijo para sí Clemencia—. ¿Y por qué no ha querido verme? ¡Ah, temería por su corazón!

Y la rubia a su vez pensaba que tal vez adivinando o sabiendo que ella venía también, no había querido verla para no sufrir con su presencia.

Y las dos jóvenes se ocultaron una de otra y de las señoras, para no dejar ver sus ojos llenos de lágrimas, y luego volvieron a asomarse a la portezuela hasta que la columna se perdió a lo lejos entre las sombras del lomerío.

XXVIII. Prisión y regalos

Entretanto ocurrían en Zapotlán, donde Uraga había situado su cuartel general, los siguientes cambios.

El coronel del cuerpo de caballería a que pertenecían Flores y Valle había sido ascendido a general y recibido el mando de una brigada. Enrique, como lo dije hace poco, había recibido su despacho de teniente coronel desde antes de salir de Guadalajara, y en calidad de tal se quedó con el mando de su cuerpo. El general en jefe tenía afecto a este oficial por las recomendaciones que hacían de él frecuentemente, tanto el antiguo coronel como otros muchos amigos que el joven tenía en el cuartel general.

Convenía para los nuevos planes que el jefe del ejército del Centro acababa de formar, que algunas fuerzas de caballería avanzaran hasta las cercanías de Guadalajara, con el objeto de observar los movimientos del enemigo. En caso de avanzar éste hacia la nueva línea de defensa, tales fuerzas debían replegarse y unirse al grueso del ejército liberal.

Flores había pedido al general que su cuerpo fuese uno de los avanzados. Se le concedió y se le ordenó asimismo que marchara a situarse con él en puntos cercanos a la expresada ciudad. Enrique con tal objeto marchó llevando el resto del cuerpo, pues ya sabemos que uno de los escuadrones había avanzado hasta Santa Ana con Fernando Valle a su cabeza. Este joven ignoraba hasta el día seis las novedades ocurridas en su cuerpo; pero las supo el día ocho algunas horas antes de que llegara a la hacienda de Santa Ana el teniente coronel Flores con el otro escuadrón.

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