Authors: Ignacio Manuel Altamirano
— Aléjese usted, señor, y perdónela, como nosotros le perdonamos a usted. Amaba, y la ha matado usted acusando a Enrique.
— Y a mí también me ha matado usted, Fernando —murmuró sollozando Isabel— porque yo le amo también como ella...
Fernando estaba próximo a desplomarse, y se apoyó en la pared desvanecido. Las señoras se alejaron lentamente, porque Clemencia e Isabel vacilaban. Llegaron por fin a la puerta y subieron con pena a su carruaje, que partió con rapidez.
A las once de la noche Colima estaba en un profundo silencio, sólo interrumpido de rato en rato por el grito de los centinelas de la plaza y de los cuarteles y por los gritos melancólicos de los guardias nocturnos.
Enrique velaba en su capilla, abatido y lleno de terror. Tenía la fiebre que acomete a los reos de muerte cuando no tienen la fortuna de contar con un corazón templado y un alma estoica.
Aquel joven y brillante calavera había sido soldado más bien por vanidad que por organización, y aunque no se contaba de él ningún rasgo de valor, si no había avergonzado al ejército en algunas batallas a que había asistido, era porque siempre había procurado, con maña, esquivar los peligros más serios, sin por eso dar lugar a que se creyese que los huía.
Pero Enrique Flores no era de esos hombres que sonríen al ver acercarse la muerte. Gastado por los placeres de una vida sibarítica, no tenía en compensación esa fuerza de acero que no se destruye jamás en el espíritu de los valientes, y que no se subordina nunca a los nervios.
Sin creencias de ninguna especie, carecía también de la energía que da la justicia de una causa, que da el amor a la gloria. Él no había tenido más que ambición, y la ambición sólo sirve para sostener la audacia en los caminos de la fortuna; pero cuando está sola no sirve de nada en los negros momentos de la adversidad, y mucho menos en presencia de la muerte.
Enrique estaba desfallecido. Su corazón estaba próximo a estallar, como el de un niño o el de una mujer. No había allí el aliento de un hombre.
También es verdad que la convicción que tenía Enrique de ser culpable, y la consideración de que ante todo el mundo su delincuencia estaba probada, era bastante para quitarle su vigor. Además, un hombre que ha hecho en el mundo numerosas víctimas y que no ha vivido sino para gozar, no llevando en su memoria ese tesoro de consuelo de las buenas acciones que vale tanto como la gloria, no ve acercarse el fin de sus días sin estremecerse y sin abatirse.
Enrique, pues, tenía miedo, y oía el ruido del péndulo que anunciaba constantemente la marcha del tiempo, sintiendo que su golpe acompasado se repetía con indecible tormento en su corazón. Tenía los cabellos erizados y los ojos fuera de las órbitas. Mil visiones mentidas anunciaban que su cerebro era presa del delirio. Ora veía abrirse la tierra y ofrecerle el escondite seguro de un subterráneo, ora se abría la pared y daba paso a un genio bienhechor que le conducía afuera, ora el techo se levantaba para dejarle salir, y sentía que, convertido en ave, huía, hendiendo los aires, lejos de aquella ciudad maldita.
— Es preciso que esto acabe con un veneno —dijo lleno de amargura— y ¡Clemencia que no viene! ¡Quiere, pues, verme fusilar en la plaza pública!
De repente contuvo su respiración, se apretó con ambas manos las sienes para apagar sus latidos y quedó atento. Acababa de oír los pasos de alguno que se acercaba. Era un oficial, porque los acicates producían un sonido diferente de los del soldado, en las baldosas.
El centinela de vista que estaba junto a la puerta entrecerrada de la prisión hizo chocar la culata de su carabina contra el suelo, en señal de respeto, y la puerta se abrió.
Era Fernando Valle.
Enrique se levantó azorado.
— ¿Qué desea usted aquí, Fernando? —preguntó tartamudeando.
— ¡Chit! —dijo Valle— hablemos en voz baja y escúcheme usted. Cierro la puerta para que estemos mejor.
— ¿Viene usted a asesinarme?
Fernando sonrió con desprecio.
— Vengo a salvar a usted.
— ¡A salvarme! ¡Cómo!
— Escúcheme. Si usted no hubiese traicionado, es seguro que yo no habría tenido motivo para acusarle; de modo que la traición de usted es la verdadera causa de que se halle así, próximo a ser ejecutado.
Enrique sintió que un sudor glacial inundaba su frente.
— Pero, en fin —continuó Fernando— yo le acusé; y la causa indirecta de su condenación soy yo. Tengo remordimientos por esto, y la muerte de usted emponzoñaría con su recuerdo mi vida entera. Quiero ahorrarme esta pena y, además, hay una mujer que moriría si lo fusilasen a usted. Quiero que viva y que sea feliz; ella lo ama y a su amor deberá usted su salvación. He aquí lo que vengo a proponerle. Usted se vestirá en este momento mi uniforme, se ceñirá mi espada y mis pistolas; he dicho que voy a salir a ver al general, con el objeto de que nadie extrañe verle a usted atravesar la puerta. Se echará usted el capuchón sobre la cabeza, y nadie podrá reconocerle. Se dirigirá usted a la casa de Clemencia, que mi asistente que irá con usted señalará, y allí encontrará de seguro caballos para escaparse. Todavía más, aconsejo a usted que no tome el camino de Tonila para Zapotlán, porque usted supondrá que correría peligro, sino el del paso del Naranjo, y de allí, con guías seguros que le dará su amada, puede usted dirigirse a Guadalajara por caminos extraviados, y Dios ayude a usted.
Enrique quedó estupefacto... no podía creer aquello.
— ¿Pero esto no es un lazo, Fernando?
— ¿Lazo para qué? —respondió sonriendo tristemente Valle— ¿para matarle? No tendría yo sino dejar que pasara la noche, y a las siete de la mañana estaría usted fusilado. Además, cuando un hombre como yo le habla así, no engaña. Yo puedo ser desgraciado, pero no desleal.
— Pero usted ¿qué hará?
— Eso no es cuenta de usted, caballero; yo sabré arreglarme.
— Es que podrían fusilado a usted en mi lugar.
— Puede ser, pero también puede ser que no. Sobre todo, recuerde usted que una mujer le ama, y que moriría si usted muriese.
— ¡Oh, Fernando, usted tiene un gran corazón; permítame usted que le abrace y que le dé gracias de rodillas; es usted mi salvador!
— Omita usted eso, señor, y vístase pronto, que los instantes corren y cualquiera cosa podría impedir...
Fernando se quitó su traje militar, es decir, su levita y su sobretodo, su kepí, se arrancó sus acicates de oro, se desciñó su espada y sus pistolas, y Enrique fue poniéndose todo hasta quedar perfectamente disfrazado. Fernando se envolvió en la capa de Enrique y se puso de espaldas a la luz que ardía en la mesa.
Luego que Enrique estuvo listo, Fernando le hizo señas de que saliese ya. Enrique, disimulando su temblor, se dirigió hacia la puerta y...
— ¡Adiós! —dijo a Valle.
— ¡Adiós! —respondió éste sin volver la cara.
El centinela volvió a chocar la culata de su carabina contra el suelo, el ruido de los pasos y de los acicates se alejó, luego se oyeron los pasos de otra persona, rechinó la puerta grande del edificio y todo quedó en silencio.
Fernando respiró como si algún enorme peso acabase de quitársele del corazón, después de lo cual apoyó los codos en la mesa y la frente en las manos, dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas, y murmuró con voz ronca:
— ¡No creía yo que había de morir así!
Clemencia e Isabel no dormían esa noche; la segunda parecía haber agotado sus lágrimas, y permanecía de rodillas en el retrete de Clemencia, al pie de un crucifijo de marfil y de una Virgen Dolorosa. La primera, con el cabello en desorden y medio envuelta en un mantón negro, consultaba a cada momento el péndulo y abría con frecuencia la ventana como si aguardase a cada instante un correo.
Su pobre madre, con los ojos inflamados de llorar, rezaba a ratos, y en otros hablaba con Mariana que sufría horriblemente de la cabeza y que veía con angustia a su pobre hija que tenía el aspecto de una moribunda.
Acababan de dar las doce de la noche, y Clemencia rompía un pañuelo de batista entre sus manos con impaciencia febril, cuando llamaron fuertemente a la puerta de la casa.
El criado velaba y fue a preguntar quién era.
— Abre, abre pronto —dijo afuera una voz.
El criado corrió los cerrojos y abrió.
Era una casa baja, como lo son generalmente en Colima. Oyéronse pasos en el corredor y ruido de acicates.
— ¡Un oficial! ¿Será enviado por Enrique? —dijo Clemencia levantándose apresuradamente.
Llamaron a la puerta de la sala, todas las señoras corrieron allá, y abrieron. Un militar se precipitó adentro con aire azorado. Echóse abajo el capuchón que cubría su semblante, era Enrique.
Isabel cayó desvanecida, las señoras temblaban, Clemencia, con los ojos fijos en su amante, quedóse pasmada y no pudo hablar.
— Soy yo, Clemencia ¿estamos solos?
Clemencia hizo señas afirmativamente sin poder articular palabra.
— No hay que espantarse, amor mío, seré breve: he aquí lo que ha pasado; pero antes de todo ¿hay un criado de confianza en la casa?
— Sí hay —respondió por fin Clemencia repuesta de su emoción.
— Pues que me ensille un caballo, pronto, y si hay otro, que me lo prepare para llevarle de mano; es preciso que yo huya ahora mismo.
La señora salió a dar las órdenes luego, y volvió.
— He aquí lo que ha pasado. ¡Fernando ha sido mi salvador!
— ¡Fernando! —dijeron a una voz las cuatro señoras.
— Sí, Fernando, que tiene una grande alma, una alma inmensa, el alma que se necesita para morir en lugar de un enemigo.
Clemencia sintió que le faltaban las fuerzas.
Enrique contó brevemente lo que acababa de pasar en la prisión, refiriendo palabra por palabra lo que le había dicho Fernando. El asombro de las señoras crecía a cada instante. Enrique añadió:
— Yo no conozco el camino del Naranjo, y me perdería; necesito primero disfrazarme con traje de paisano, y luego llevar un guía que, después de atravesar el paso, me dirija a Guadalajara.
— ¿A Guadalajara? —respondió Clemencia.
— Sí, Clemencia, a Guadalajara, yo no estaré seguro sino allí.
— Pero allí están los franceses.
— Precisamente por eso. Este no es el momento de ocultar la verdad ya. Sepan ustedes que, en efecto, los pliegos que cogió Valle eran míos. Yo estaba en comunicaciones con aquella plaza, y ahí se me brinda con una banda de general. Debí pasarme con todo mi cuerpo y con algunos otros, pero desgraciadamente me retardé y fui descubierto.
— ¿Luego usted traicionaba? —preguntó Clemencia interrumpiéndole con violencia.
— Traicionar no es la palabra, vida mía; en política estos cambios no son nuevos, y el rencor de los partidos los bautiza con nombres espantosos. Pero el tiempo vuela y es preciso salvarme. Señora ¿tendría usted la bondad de traerme un traje y de arreglar lo de los caballos?
— Sí, señor, todo.
Sacáronle un traje completo, que Enrique se vistió con una prontitud maravillosa. Luego el criado, dispuesto también, avisó que los caballos esperaban.
Enrique abrazó de prisa a las señoras y a Isabel, que apenas tuvo fuerzas para moverse; pero al llegar a Clemencia, a quien alargaba los brazos con ternura, la joven, irguiéndose con una altivez que iluminó su semblante con el brillo de una hermosura divina, alargó una mano para rechazarle.
— Vaya usted con Dios, señor Flores —le dijo— vaya usted con Dios, y que él le salve.
— Pero, Clemencia, ¿qué es esto? ¿Me rechaza usted? ¡Dios mío! ¿Por qué?
— Quisiera morirme esta noche, caballero, mejor que saber todo esto. Aléjese usted: todo lo comprendo.
— ¿De modo que no podré esperar ver a usted pronto en Guadalajara?
— No me verá usted nunca, señor, nunca.
— Señor, huya usted —dijo la madre de Clemencia empujando a Enrique.
Este salió vacilando como un ebrio, montó a caballo seguido del criado, atravesó el zaguán y se alejó al paso por la calle, y momentos después se oyó el galope de los caballos que acabó por perderse en el silencio de la noche.
Las cuatro señoras habían quedado mudas y cabizbajas. Clemencia no pudo más, y cayó desplomada en una silla.
— ¿Es que le amas todavía? —le preguntó tímidamente Isabel.
— Es que le desprecio con toda mi alma. Aquí no hay más que un hombre de corazón, y es el que va a morir —respondió Clemencia, convulsa y próxima a desmayarse.
— ¡Qué horrible es todo esto! —dijo después de un instante Mariana.
— ¡Qué horrible es —dijo Clemencia con una indignación que le volvió toda su energía— haber amado a semejante miserable, haber corrido por Colima, como una loca, suplicando y llorando, y haber expuesto todos los días la dignidad de un padre anciano para salvar a un hombre que ha acabado por aceptar el sacrificio de la vida de otro, y por confesar con vanidad que es un traidor! ¡De modo que ese infeliz Fernando no era un calumniador, de modo que le hemos ultrajado injustamente, de modo que habrá tenido un infierno en el corazón, y que va a morir asesinado por nuestra crueldad...!
Y Clemencia, que hasta allí había contenido sus lágrimas, rompió a llorar; pero con tanta violencia que las señoras se acercaron a ella y la estrecharon entre sus brazos.
Isabel lloraba también silenciosamente.
— Esto es verdaderamente para morirse, madre mía —continuó Clemencia bañada en llanto—. El desengaño ha sido terrible; pero él no me destroza el corazón, como la idea de que soy yo la que va a matar a ese noble joven. Antes creí que era yo también la causa de que Enrique fuese calumniado por su rival celoso; pero ya veo que no fue así; su crimen le condenaba. A Fernando, sí, yo soy quien le mata.
Después de estas palabras ya no hubo más que silencio, sollozos y abatimiento de Clemencia, que mesaba en su dolor sus hermosos cabellos negros, que devoraba sus lágrimas y que daba las señales de la más frenética desesperación.
Amanecía cuando se oyó el galope de un caballo en la calle, y a poco llamaron de nuevo en el zaguán. Era un correo del padre de Clemencia, que apenas pudo hablar de fatiga.
— He corrido como nunca —dijo— aquí está una carta.
El señor R... decía a su hija:
He cedido la mitad de mi fortuna en favor del ejército, pero Enrique ha sido indultado. ¡Qué trabajo costó! Adjunto la orden para el comandante; que se lleve luego. ¡Ojalá que sea tiempo!