Authors: Ignacio Manuel Altamirano
— Bien —dijo el general— mañana pondremos completamente en claro la conducta de usted, que según sé, no ha inspirado a sus jefes, desde hace tiempo, mucha confianza que digamos. Y de todos modos, usted será castigado por andar consiguiendo coches para las familias, con perjuicio de sus deberes... ya veremos mañana... vaya usted a su prisión...
— Mi general —dijo Fernando resueltamente— esperaba concluir la explicación de mi conducta esta noche, para dar a usted otro informe; pero ese, apoyado en pruebas... El traidor no soy yo, sino el que usted va a conocer en este momento. Desde la llegada del jefe de mi cuerpo quedé en Santa Ana con cincuenta soldados, y él, como usted lo sabrá, permanece en el pueblo de Santa Anita. Pues bien; antes de anoche me avancé unas cuatro leguas más cerca de Guadalajara, y allí hice alto. Tenía yo noticia de que la noche anterior se había visto venir hasta allí una partida de caballería enemiga. A las doce de la noche, ocultando mi fuerza perfectamente tras de una pequeña colina, me avancé hacia el camino, seguido sólo de un asistente de mi confianza, y como a unos cien pasos me detuve al pie de una arboleda, lugar en que se me había dicho por un vaquero que había estado la partida enemiga en la madrugada del día anterior. Una hora después, como a la una y media, vi que se acercaba un jinete que iba con dirección a Guadalajara. Al llegar frente a nosotros salimos al encuentro y le detuvimos. El se aterrorizó, y preguntándole quién era, nos contestó después de mucha resistencia que era correo del teniente coronel Flores, que iba a Guadalajara a entregar al general enemigo M... un pliego que llevaba oculto. Era un sargento de mi cuerpo, de los favoritos del teniente coronel, y tan luego como me conoció por la voz, me confesó que había ido ya dos veces a la plaza enemiga. Recogí el pliego, y pensando qué haría para ocultar a todos aquella presa y evitar que el teniente coronel tuviera conocimiento de que estaba denunciado, discurrí llamar inmediatamente a otro de mis asistentes, hombre de confianza y le previne, lo mismo que al que había estado conmigo, que maniatando al sargento—correo perfectamente y montando uno de mis muchachos a la grupa de su caballo, marchasen sin perdida de tiempo para Sayula. Me prometía llegar a la hacienda, escribir al general Arteaga para hacerle saber aquel incidente, y acompañarle el pliego consabido para conocimiento de él y de usted. Aun no podía leer el pliego, pero me presumía lo que encerraba. De todos modos, hice partir a los soldados antes de que hubiese luz, y les advertí que en el camino los alcanzaría un correo mío, que les daría las órdenes que habían de ejecutar. Después, como a las cuatro de la mañana, me uní a mi fuerza y regresé con ella a Santa Ana, donde encontré, con gran sorpresa mía, al oficial que me intimó la orden de prisión y que designó la escolta que me ha conducido hasta aquí. En Zacoalco alcancé a mis dos soldados y al sargento preso, y mientras descansamos hice decirles con mi criado que se adelantasen hasta este pueblo, a donde han llegado hoy antes que nosotros, auxiliados por los jueces de Acordada, a quienes han dicho que era un correo del enemigo que se remitía al cuartel general. El correo está allí, señor, y el pliego es éste.
— Veamos, veamos —dijo el general, que había escuchado con atención el relato de Valle, y dado muestras de una impaciencia extraordinaria.
Abrió el pliego, que era pequeño, muy lleno de dobleces, de modo que formaba un volumen reducidísimo. Le leyó con suma atención, así como otros dos papelitos que estaban adjuntos, y los pasó en seguida a su secretario, volviendo a leerlos con él.
— ¿Qué le parece a usted? —dijo al secretario con voz sorda y trémula de cólera— ¡mis órdenes! ¡Mis instrucciones reservadas! ¿Esperaba usted esto de ese famoso recomendado, de ese imbécil del general X...? ¡Una traición en toda forma! De modo que estábamos vendidos enteramente.
— Lo estamos aún, señor —replicó el secretario— mientras ese hombre esté allí. Ha sido una fortuna semejante revelación. Es preciso arreglar este negocio pronto... esta misma noche.
— Ya lo creo que esta misma noche. ¡Hola! ¡Un ayudante!
Se presentó un ayudante en el acto, el cual recibió órdenes en voz baja y salió apresuradamente.
— ¿Pero esta es la firma de ese pícaro?
— Su firma y su letra, señor general; aquí están sus comunicaciones todas.
— ¡Y le hemos ascendido! ¡Si tengo yo una confianza!
— Comandante —dijo luego dirigiéndose a Valle— ha hecho usted un servicio a la causa de la República con esto, y no tema usted por sus faltas anteriores. Demasiado grave es lo que hace su indigno jefe para que hagamos alto en las irregularidades de la conducta de usted. Ha hecho bien en manejarse con tal reserva. Está usted libre; llame a sus soldados y tráigame al sargento.
Un instante después Fernando apareció con los tres.
— Aquí están, mi general.
— Acércate, sargento: ¿por qué vienes preso?
— Mi general, aquí mi comandante le dirá a usted; me encontró en el camino de Guadalajara...
— ¿Quién te mandaba? ¿A qué ibas?
— Señor, mi teniente coronel Flores me ha enviado dos veces a Guadalajara a llevar comunicaciones al general M... y llevaba yo anteanoche otro pliego cuando mi comandante me hizo prisionero.
— ¿Es éste el pliego que llevabas?
— Sí, mi general, ese es, lo llevaba yo cerrado y pegado con lacre.
— Bien ¿tú conoces al general M...?
— Sí señor, he servido con él en tiempo de los mochos, y por eso me escogió mi teniente coronel. Yo le suplicaba que no me mandara a donde estaban los franceses; pero él me dijo que eran asuntos del gobierno nuestro, y que además me recomendaba el secreto porque no convenía que ninguno lo supiera; y me dio dinero y me prometió hacerme oficial dentro de pocos días.
— ¿Y el general M... mandaba también pliegos?
— Sí, señor, yo se los llevé a mi teniente coronel, y la noche antes de que me aprehendieran vino el mismo general a hablar con mi jefe; yo acompañé a éste con otros veinte hombres.
— Y ¿no oíste qué decían?
— No, mi general, nos quedamos lejos; pero yo advertí que los que venían con el general M... eran franceses, porque los oí hablar y tenían una lengua diferente de la nuestra.
— Está bien, retírate bribón, y prepárate, porque te voy a fusilar por traidor.
— Mi general —dijo el desgraciado sargento afligido— yo no tengo culpa; mi jefe me mandaba y yo obedecía... tengo familia, señor...
— Bien; vete. Que ese sargento permanezca incomunicado —dijo el general a un ayudante.
El sargento salió.
— ¿Qué tal es este sargento, comandante?
— Es bueno, mi general, cumplido y subordinado. Estoy seguro de que ha dicho a usted la verdad. Es uno de los que quieren más al teniente coronel; pero el pobre tal vez no cree faltar a sus deberes obedeciendo.
— Bueno; retírese usted, y silencio por ahora.
— Pierda usted cuidado, mi general.
El cuartel maestre entró.
— Vea usted lo que pasa —dijo el general alargando el pliego de Flores al cuartel maestre.
— ¡Infame! —murmuró éste.
— ¿Están listos los cuerpos?
— Sí, señor.
— Pues en marcha ahora mismo. Que estén mañana en Sayula y pasado mañana en Santa Ana. Es preciso que ese bribón no conozca que sabemos su traición, y luego que esté todo arreglado, ya sabe usted, con una buena escolta y caminando día y noche, acá. Nos importa averiguarlo todo y saber a qué atenernos. Esta es una cadena que tiene eslabones más gruesos de lo que aparecen. Ese cuerpo de caballería no me inspira ya confianza, está minado desde Guadalajara. Así es que por compañías, y bien vigiladas, que se dirija también para acá. Esta noche que quede arrestado el general X... pues me parece algo complicado en el negocio.
— Está bien, señor. ¿No tiene usted nada más qué ordenar?
— Nada más por ahora.
— Con permiso de usted.
— A trabajar nosotros —dijo el general a su secretario.
Y un momento después los dos estaban inclinados sobre la mesa, mientras que los ayudantes dormían sentados y envueltos en sus capas en la pieza inmediata, y los centinelas se paseaban a lo largo de los corredores.
En la plaza de Zapotlán había ese movimiento que se nota cuando va a salir una fuerza. Dos cuerpos de caballería se formaban en columnas, y poco después desfilaban silenciosamente, dirigiéndose por el camino de Sayula. Un general iba a su cabeza, y llevaba las instrucciones más detalladas sobre las órdenes que iba a ejecutar.
Entretanto, allá en la hacienda de Santa Anita el teniente coronel Enrique Flores, que había recibido una nueva comunicación de Guadalajara, no sabía cómo explicarse que su sargento no hubiese venido aún; ni que no le dijesen nada acerca del pliego que había enviado con aquel emisario, cuyo pliego era el más interesante quizá de todos, por contener las instrucciones reservadas que el cuartel general había circulado a todos los jefes de la línea avanzada.
¿Habría traición en esto? ¿Pero en qué consistía? Por lo demás, tenía conocimiento ya de que Fernando la noche en que había enviado al sargento a Guadalajara, había estado avanzando hasta cuatro leguas más allá de Santa Ana; pero ninguno le decía más, y estaba tranquilo por ese lado. Sin embargo, la tardanza del sargento le tenía inquieto y agitado por diferentes pensamientos; había mandado tocar
¡a caballo!
varias veces y otras tantas había dado contraorden. No sabía por qué; pero sentía crecer su odio a Fernando cada vez más, y esperaba con impaciencia saber noticias del cuartel general.
El día 19 de diciembre, al anochecer, un cuerpo de caballería llegaba a la ciudad de Colima, custodiando a tres o cuatro oficiales prisioneros.
Llegó a la plaza, pasó lista y se acuarteló después. El jefe, que era un general, pasó a la casa del gobernador y comandante militar, habló con él largamente, le entregó comunicaciones del cuartel general del ejército del Centro, al cual estaba subordinado el expresado gobernador, después de lo cual el citado jefe volvió al cuartel, se informó de si los presos estaban incomunicados, dio varias órdenes y se retiró a su alojamiento.
Al día siguiente se tuvo noticia de que uno de los presos era un coronel acusado de traición a la patria. Ya se comprenderá que ese coronel era Enrique Flores. El general en jefe había querido que este delincuente fuera procesado en Colima y no en Zapotlán. Para esto había tenido sus razones. Presumía que Flores obraba de acuerdo con algunos jefes más caracterizados del ejército, según se deducía de sus propias comunicaciones, y para dar mayor independencia al fiscal y a los jueces, había querido que este juicio se siguiese en una plaza que, sin estar lejos del cuartel general, estuviese enteramente separada del ejército.
En efecto, en Colima, entonces, a donde yo estaba hacía unos quince días, pues mis enfermos iban en aumento, había una brigada mixta a las órdenes del gobernador del Estado, que se tenía como de reserva por aquel tiempo.
Colima, como la ciudad más importante de las que poseía aún el ejército republicano, y cercana a Zapotlán, donde el general en jefe había fijado su residencia, estaba entonces llena de oficiales, tenía una maestranza en actividad y servía, en fin, de almacén del ejército. Además, estaba llena de emigrados de Guadalajara que, sea por repugnancia o por falta de recursos, no habían querido embarcarse para San Francisco. Había, pues, gran animación en esta linda y coqueta ciudad, tan pintoresca por su fertilidad y su situación, y tan alegre por el carácter de sus habitantes.
Como el general estaba impaciente por descubrir todos los secretos de la conspiración que sospechaba, y como, por otra parte, la famosa Ley de 25 de enero de 1862 no permitía demoras, un fiscal militar que había comenzado desde Zapotlán la causa del teniente coronel Flores, la continuó en Colima al día siguiente de llegar el preso, y la continuó con una actividad febril.
Dos días después la causa se hallaba en estado de verse en Consejo. El reo no había querido reconocer sus comunicaciones desde Zapotlán, y negó obstinadamente haber mantenido relaciones con el enemigo, atribuyendo al odio del comandante Valle todo cuanto se probaba en su contra. No reconoció tampoco los papeles que se le encontraron en sus maletas y en el lindo escritorio que conocemos, y que eran comunicaciones del enemigo, en las que se le ofrecía la banda de general y otras cosas, a nombre de Bazaine y de la Regencia.
Pero estaba enteramente convicto. Ni hubiera podido ser de otro modo, denunciado como estaba por el sargento aprehendido por Valle y por varios oficiales de su cuerpo, a quienes había logrado seducir.
El fiscal pidió a la comandancia la reunión del Consejo; ésta la dispuso, previa consulta del asesor, y en la tarde misma el tribunal militar estuvo reunido. Flores se defendió cuanto pudo, aunque esperaba salvarse, no por alegatos, que ninguno tenía, sino por recomendaciones e influjos con que contaba cerca del cuartel general.
Así es que a las diez de la noche el Consejo le condenó a ser fusilado. La comandancia aprobó la sentencia al otro día, y se ordenó la ejecución para la mañana siguiente.
Debo advertir que con la fuerza que había llegado custodiando a Flores había venido también un escuadrón de su cuerpo, mandado por Valle. Este joven no podía ocultar su disgusto, por venir al lugar en que suponía que iba a ser ejecutado su enemigo.
Su conciencia no le acusaba, es verdad, de haber hecho mal en presentar las pruebas de la traición de Flores. Se había defendido, y en tal caso, ni él era quien le llevaba a la muerte, ni era tampoco para un oficial republicano motivo de pesar el que se castigase ejemplarmente la traición a la Patria en aquellos momentos de lucha y de prueba.
Pero con todo, Fernando, generoso por organización, deploraba aquella circunstancia, pensaba en el pesar profundo que la muerte del gallardo joven iba a causar en el alma de la mujer que él amaba, pesar que iba a llevar hasta el delirio la pasión de Clemencia, y esto sólo bastaba para que le fuera repugnante semejante muerte, y más repugnante aún la consideración de que él estaba expuesto al odio justo o injusto de la enamorada joven y de su familia.
Había más todavía. Enrique que, como sabemos, era adorado de sus soldados que estaban dispuestos a seguirle no sólo a las filas enemigas, sino que le hubieran acompañado hasta en el bandidaje del camino real, murmuraban en voz alta de la conducta del comandante que no contaba aún en su mismo escuadrón sino con muy pocos defensores.