Read Clemencia Online

Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Clemencia (20 page)

Clemencia enseñó la carta a su madre moviendo la cabeza con amargura, y arrojó en una mesa la orden del cuartel general.

— Que se ha de llevar ese pliego, me dijo el señor.

— Es inútil —contestó Clemencia— vete.

— El llegará aquí a las ocho —añadió el correo.

— Bien: vete.

Como a las diez llegó el carruaje del señor R... y él se bajó fatigado y entró lleno de ansiedad.

— ¿Llegó a tiempo? —preguntó—. ¿Se salvó?

Clemencia se arrojó llorando en los brazos de su padre.

— ¡Cómo! ¡Cielos! ¿Fue tarde?

— Ah, no padre mío ¡fue inútil!

El señor R... un momento después supo todo lo acontecido, y fue indecible lo que pasó en su alma.

Aquella fue una escena atroz. En los corazones se sucedían diversos sentimientos, la tristeza, el arrepentimiento, el dolor, pero sobre todo el tedio, el tedio que produce el esfuerzo inútil y el sacrificio tributado a la maldad.

— Y aun hay más —dijo después de un momento el padre de Clemencia—. He sabido en el cuartel general muchas cosas que me han causado una pena profunda. El hombre generoso que nos proporcionó el carruaje en el camino de Zacoalco, no fue ese infame, sino ese pobre Fernando a quien tanto mal hemos hecho. Me lo dijo el general en jefe, pues que precisamente por eso Enrique le acusó, suponiendo que el postillón era un correo de Guadalajara, y además allí, en Zapotlán, tomó otro carruaje por la inutilidad en que estaba el mío, a causa del viaje, y el conductor, que es el que viene conmigo y a quien reconocí, me dijo que el joven oficial le dio aquella noche tres onzas de oro y un reloj que no había examinado; pero que después registrándole encontró el nombre de su dueño, que era
Fernando Valle
, y me lo enseñó y lo he visto yo, no me cabe duda. Así es que a su nobleza de conducta debe agregarse que no quiso que supiéramos que él era nuestro protector. De modo que yo regalé al otro mis caballos, y le tributamos nuestra necia gratitud, y ese infeliz mató su caballo, se quedó pobre, y va ahora tal vez a morir sin llevar de nosotros ninguna muestra de reconocimiento.

El dolor de aquellas desgraciadas señoras aumentó con este relato, como era natural, y Clemencia no sabía qué hacer. Estaba aturdida.

— Pero, en fin —exclamó el señor R... con resolución— señor, he sacrificado por ese villano la mitad de mi fortuna, aún me queda la otra para ofrecerla por este muchacho tan valiente, tan patriota y tan noble. Sólo que ¿cómo hacerlo? Me es imposible volver a Zapotlán. Escribiremos; ustedes se quedarán pobres, hijas mías, pero no tendrán un remordimiento.

— Trabajaré, padre mío, como una obrera, con tal de salvar a Valle. Su vida será mi herencia.

XXXV. El salvador

— ¿Saben ustedes lo que pasa? —dijo entretanto uno de los amigos de la familia.

— Ya lo sabemos —dijo el señor R...— Ahora ¿qué sucederá con ese oficial?

— Que lo fusilan sin remedio; el comandante está furioso. Ustedes comprenderán su cólera. Al amanecer, ese pobre joven que estaba encerrado en la prisión del coronel Flores hizo llamar con gran sorpresa de todos a su general, y le dijo simplemente que él había hecho escapar al reo.

— Y ¿sabe usted lo que ha hecho, desgraciado? —preguntó el general.

— Sí; ponerme en su lugar —dicen que respondió con serenidad el oficial—. Estoy listo, y cuanto más pronto mejor.

El comandante, sin embargo, acababa de despachar un extraordinario a Zapotlán.

— Le he encontrado —interrumpió el padre de Clemencia.

— Pues bien, aguarda la contestación del jefe, y creo que esto acabará pronto...

A las nueve de la noche el extraordinario volvió.

El general en jefe, indignado hasta el extremo, contestó luego dando orden de que al día siguiente en la mañana ejecutaran al comandante Valle, sin más fórmulas.

Con esta comunicación venía otra para el señor R... que decía:

Este Cuartel general releva al señor R... de todas sus ofertas y compromisos con el erario, pues queda satisfecho con castigar al criminal que dejó escapar al ex—teniente coronel don Enrique Flores.

Así pues, para colmo de dolor, la familia del señor R... volvía a recobrar la mitad de su fortuna comprometida para salvar a Flores, a costa de la vida del infeliz Fernando Valle.

El señor R... escribió al general en jefe, ofreciéndole todo su capital por la vida del desdichado joven; pero era preciso obtener una suspensión de la orden, de ejecutarse a la mañana siguiente, y el comandante se negó a concederla.

XXXVI. La fatalidad

Eran las diez de la noche y Valle me hizo llamar. Costó trabajo que me permitieran verle, pues lo sucedido con Flores hacía desconfiados a los jefes; pero lo conseguí al fin, y fui al calabozo del prisionero.

Apenas me vio cuando vino a abrazarme.

— Doctor —me dijo— perdone usted la molestia de un moribundo; tengo que pedir a usted otro favor, y me parece que será el último.

Yo no pude responderle, lloraba y se me anudaba la garganta. Aquella desgracia me había conmovido. El crimen de aquel joven era la más sublime generosidad.

— Hombre —continuó— agradezco a usted esta prueba de afecto, que es la única que habré recibido, pero vale para mí un mundo. No se aflija usted por mí, le aseguro que creo una fortuna que me fusilen. Estoy fastidiado de sufrir, la vida me causa tedio, la fatalidad me persigue, y me ha vencido, como era de esperarse. Me agrada que cese una lucha en que desde niño he llevado la peor parte. Voy a contar a usted algo de mi vida en cuatro palabras; usted indagará lo demás, y cuando se acuerde de mí procure usted añadir el estudio de lo que me ha pasado a los demás que haga, procurando descifrar esto que en la tierra llamamos
la mala suerte
. Yo no sé si en buena filosofía estará admitida la influencia de la Fatalidad, yo ignoro esas cosas; pero el hecho es que, sin haber hecho nada que me hubiese acarreado el castigo del cielo, que sintiéndome con una alma inclinada a todo lo noble y bueno, he sido muy infeliz y he visto cernirse siempre la tempestad de la desgracia sobre mi humilde cabaña, al mismo tiempo que he visto brillar el cielo con todas sus pompas sobre el palacio del malvado, que se levantaba frente a mí, insolente en medio de su fortuna.

Creo que es la primera vez que uso el estilo figurado, y pido a usted perdón por él, en gracia de que no volveré a usarle más.

No hay misterios en mi vida, como todo el mundo ha sospechado, no sé por qué. Soy hijo de una familia rica de Veracruz, avecindada hoy en México; pero el hogar paterno me negó desde niño su protección y sus goces, a causa de mis ideas y no de mi conducta.

Mi padre es un hombre honrado, pero muy austero en la observancia de sus principios religiosos y políticos. Es enemigo de las ideas liberales. Mi madre es un ángel de bondad, pero sumisa a la voluntad de mi padre, le obedece ciegamente.

Tengo tres hermanos y tres hermanas; usted conocerá a los unos y a las otras, y quedará usted contento. No piensan como yo los primeros; pero valen mucho, y son un modelo de belleza y virtud las segundas.

Desde muy pequeño vine a educarme a un colegio de México, mientras que dos de mis hermanos se educaban en Europa y otro más pequeño permanecía en casa. Yo conocía de religión las prácticas del culto y las ideas de mi tierna madre; y de política había yo oído a mi padre anatematizar los principios progresistas.

Pero a los tres años de estudiar me encontré un amigo ¡ay, el único cariño profundo de mi vida solitaria! Era un muchacho pobre, pero de un talento luminoso y de un corazón de león. Él no jugaba, no paseaba, no tenía visitas; en vez de distraerse, pensaba; cuando todos hablaban con sus novias él hablaba con los muertos, como decía Zenón, estudiaba de una manera asombrosa. Así es que el joven era un sabio, en la época en que todos son regularmente ignorantes.

Pues bien, este amigo me inspiró las ideas liberales, que abracé con delirio. Mi tutor, hombre que opinaba como mi padre, se espantó de este giro que tomaban mis aspiraciones, y me prohibió la amistad de aquel hermano mío. Yo me negué a separarme de él. Primer motivo de disgusto para mi familia. ¿Qué quiere usted? Cuando uno sacrifica un sentimiento noble como el de la amistad, a las preocupaciones, no merece tener amigos. Yo fui leal.

Después me retardé en ir a Veracruz a las vacaciones. Era que la madre de mi amigo se moría, y él estaba solo. Aquella señora pobre que vivía en una casa miserable carecía de todo, y su hijo sufría espantosamente al verla llena de privaciones. Yo vendí lo que tenía y le ayudé a asistirla; había sido para mí una madre; me adoraba... Me quedé, pues, unos días de diciembre para acompañarla hasta que murió. Llegué tarde a mi casa, atribuyéronlo a despego mío hacia la familia, y mi padre me trató con severidad. Yo fui a expiar mi falta a la casa, y los goces de la distracción y del cariño me fueron negados.

Mi adorada madre lloraba e imploraba el fin de mi castigo. Por fin lo obtuvo, pero no volví al colegio. Me dedicaron a aprender un oficio y estuve en una armería un año. Usted ve que soy débil, los trabajos del armero me fatigaban y, por otra parte, deseaba yo estudiar, tenía sed de saber, y sabía yo con envidia, con noble envidia, que uno de mis hermanos se recibía de ingeniero en París y que otro estudiaba medicina en Alemania. ¿Me dirá usted que por qué eran tan severos conmigo en mi casa y por que era yo el hijo despreciado? Yo no lo sé. No había ninguna de esas razones dolorosas que suelen en una familia condenar a un hijo al papel de víctima. No; jamás los celos habían emponzoñado mi hogar; y, por otra parte, mi semejanza con mi padre, lejos de hacerme odioso, parece que me hacía acreedor, al menos, a la igualdad en el afecto.

Así, de armero, yo procuraba ganar la ternura paternal. Me acuerdo de una famosa espada que hice para ofrecerla a mi padre en su cumpleaños. ¡Cómo trabajé en forjarla y en cincelarla!

Llegó el día, y entre los regalos enviados por mis hermanos de Europa y ofrecidos por mis hermanas, creí que mi espada y mis otros dijes de herrería me alcanzarían una sonrisa, un abrazo y el perdón de mis faltas. No fue así: el carácter de mi padre para mí se ennublecía cada día más; apenas vio mis regalos y los arrojó con desdén en un rincón. Yo derramé lágrimas en silencio, y no me consolé sino cuando mi madre, a hurtadillas, vino a hacerme una caricia y me dirigió algunas palabras de ternura.

Algunos amigos de mi padre le hicieron reflexionar que era demasiado severo con un muchacho tan endeble y tan enfermizo como yo, y a moción suya me envió a una casa española de Veracruz para dedicarme al comercio.

Pero el comercio me fastidiaba, estaba yo consumiéndome de tristeza. En esa época llegó el gobierno liberal e hizo de Veracruz su baluarte. A poco el ejército reaccionario vino a poner sitio a la plaza. Qué quiere usted, doctor, el fastidio que me causaba el comercio, las ideas liberales que me entusiasmaban, los toques de guerra que me hacían hervir la sangre, el peligro que me seducía, todo influyó en mí y, después de escribir una carta muy respetuosa a mi padre, en que le pedía perdón por seguir otros principios que los suyos, me alisté como soldado raso, y desde entonces pertenezco al ejército. Quise comenzar mi carrera desde esa clase. Ascendí a sargento y luego, cuando triunfamos y fui a México, he visto frecuentemente a mis hermanos en su carruaje pasar junto a mí, dirigiéndome una sonrisa de lástima.

Intenté una vez ver a mi padre y a mi madre para arrodillarme delante de ellos e implorar su perdón y su gracia, y escribí con tal objeto; pero recibí la orden de no presentarme jamás en casa. Por eso he vivido apartado de mi familia, sin verla ni aun en momentos en que me moría del pecho. Esperé la muerte solitario; mi buen amigo había muerto también de tifo, y yo no tuve más asistencia que la del hospital militar. Entonces pedí mi licencia, se me concedió y viví trabajando como armero de día, y estudiando de noche; pero vino la guerra extranjera y volví a presentarme de soldado raso. Por eso muchos creen que he comenzado a servir hace dos años. Concurrí el 5 de Mayo, después al sitio de Puebla, a las órdenes del general Herrera y Cairo, que hoy está en el interior, y he ganado mis ascensos merced al deseo que he tenido de distinguirme en las armas.

He ahí mi historia, historia de dolor, de miseria y de resignación; jamás me he sublevado contra la dureza de mi suerte, jamás he manchado mi vida con una acción innoble. He sido liberal, he ahí mi crimen para mi familia, he ahí el título de gloria para mí. Mi padre sabrá que he sido un soldado oscuro en el ejército republicano, pero jamás un criminal. Conservo su nombre puro, y aun el motivo que me lleva al cadalso es un motivo de que se enorgullecería cualquiera. ¡He faltado a las leyes militares, pero no a las de la humanidad! Quizá hago un mal a la patria, pero para mí ahorro lágrimas y evito la desventura a un corazón que ama con delirio.

En cuanto al estado de mi corazón, confieso a usted que nunca he amado antes de llegar a Guadalajara, porque francamente no he sido simpático a las mujeres; y alguna vez que me he inclinado a alguna, pronto su desvío me ha hecho comprender que la molestaba, y, tímido por carácter, pero altivo en el fondo, me sentía humillado y me retiraba pronto.

En Guadalajara tuve mi primera pasión. Usted lo sabe tal vez; esa joven tan hermosa y buena, que ha estado ayer loca de dolor por Flores, fue la que yo amé. Ella fue la causa; me miraba de una manera que me engañó; creí que podría llegar a quererme, quizá por una originalidad de su carácter, o quizá porque adivinara que yo tenía un corazón sensible y bueno. Pero fue un error mío, que no conocía sino cuando ya estaba perdido y ciegamente enamorado. Y aún lo estoy, doctor; crea usted que hacía tiempo que no experimentaba un dolor tan amargo como el que sentí ayer al oírla dirigirme, en su justo sentimiento, palabras que aún me despedazan el corazón.

Deseo que me haga usted un favor. He escrito esa carta para mi padre. Tenga usted la bondad de enviársela para que sepa que su pobre hijo ha dejado de existir. Hoy me han traído un libro para leer. Eran los cuentos de Hoffmann. He leído dos; y como un desgraciado busca siempre en lo que lee los pensamientos que están en consonancia con sus penas y sus propias ideas, he copiado en ese papel esos dos; guarde usted ese papel en su cartera, y cuando le vea, recuérdeme. Me es grato pensar que usted me recordará. La memoria de un alma compasiva es la más santa de las tumbas.

Other books

Your Planet or Mine? by Susan Grant
Flying to America by Donald Barthelme
Just Jane by William Lavender
Path of Revenge by Russell Kirkpatrick
Death in Summer by William Trevor