Authors: Lothar-Günther Buchheim
Este libro es una novela, pero no una obra de ficción. El autor ha vivido las experiencias que aquí se relatan; son la suma de las vivencias a bordo de un submarino; a pesar de lo cual, los distintos personajes no son retratos de persona alguna, viva o no.
Las operaciones llevadas a cabo por el submarino del que trata este libro se produjeron en el otoño y en el invierno de 1941. Por aquella época comenzaba la retirada en todos los frentes; por primera vez, las tropas del Ejército habían sido detenidas, pocas semanas después de la batalla de Kiev; en África del Norte, las tropas británicas habían tomado la ofensiva; los Estados Unidos preparaban la ayuda para la Unión Soviética, tomando parte en la guerra a partir del ataque japonés a Pearl Harbor
De los 41.000 alemanes que tripulaban submarinos, 26.000 no volvieron jamás de la Segunda Guerra Mundial.
Lothar-Günther Buchheim
Submarino
ePUB v1.2
deor6701.02.11
Desde el alojamiento para oficiales en el hotel Majestic hasta el bar Royal la calle corre pegada a la costa, formando una curva larga y abierta de cinco kilómetros. La luna aún no ha salido; sin embargo, la calle se puede reconocer como una pálida cinta.
El comandante pisa el acelerador a fondo, como si estuviera en una pista nocturna; pero de pronto debe frenar; los neumáticos chillan. Frenar, levantar el pie, frenar fuertemente otra vez. Sin que el automóvil pierda el control, el viejo consigue que se detenga; la causa: un muchachón cimbreante, con uniforme azul. Gorra de sargento primero. ¿Qué seña lleva en la manga?... ¡Submarino!
Está parado junto al cono de luz de nuestros faros, gesticulando; no podemos ver bien su rostro. El comandante quiere recomenzar la marcha lentamente, pero el individuo se pone a canturrear y a golpear sobre la parte delantera del coche.
Una pausa. Y otra vez su cancioncita, acompañada por otro solo de tambor.
Al comandante se le arruga la cara; falta poco para que explote. ¡Pero no, prefiere poner la marcha atrás! El coche pega un salto, de manera que casi me doy contra la ventanilla.
Primera. Curva cerrada. Chirrido. Segunda.
—Este era nuestro número uno —me dice el comandante—, está lleno hasta la mandíbula.
El ingeniero jefe, que está sentado detrás de nosotros, farfulla palabras ininteligibles.
Todavía no hemos vuelto a la normalidad cuando tenemos que frenar otra vez; pero ahora el comandante puede tomarse más tiempo; desde lejos se ve venir una hilera zigzagueante: por lo menos diez hombres cortan la calle. Son todos marineros. Al acercarnos veo que todos llevan las braguetas abiertas exhibiendo el miembro.
El viejo los alerta con las luces; la hilera se abre y pasamos por un pasillo lleno de orina.
—A esto lo llaman regadera.
—Son todos de nuestro submarino.
Desde atrás se oyen los gritos de la hilera.
—Los otros deben de estar en el burdel —dice el comandante—. Hoy puede pasar cualquier cosa allí.
En mil metros a la redonda no se ve nada; luego pasa una doble hilera de gendarmes.
—Esperemos que mañana temprano no nos falte nadie —la voz viene desde atrás—. Cuando éstos se emborrachan son imparables.
—¡Ni siquiera reconocen a su propio comandante! ¡Buena pieza!
La velocidad aminoró.
—Hay que reconocer que yo no soy el más fresco —espeta el comandante hacia atrás—; primero el entierro de esta mañana, ese marinero que murió en el ataque aéreo de Châteauneuf: y durante el entierro otro ataque más; ¡eso no se hace!; ¡durante un entierro! Fueron muchas fiestas para un solo día.
—¿Y qué más hubo? —le pregunto al viejo.
—Hoy nada más. Pero el fusilamiento de ayer todavía lo tengo en el estómago; deserción, un caso claro; un maquinista diesel de diecinueve años; no hablemos de eso; y después, por la tarde carnearon un cerdo en el Majestic; creo que quisieron darnos una alegría; pero fue una sopa que no le gustó a nadie.
El viejo frena frente al edificio donde, en letras de un metro de alto, se lee bar Royal; es una construcción de cemento con forma de barco, en el cruce de la calle costanera con otra que sale de un bosquecito. Una serie de ventanas remedan el puente de mando.
En el bar Royal trabaja Monique; es una alsaciana de pelo negro, ojos oscuros y grandes pechos, que no habla más que su dialecto.
Aparte de ella, sirven de atracción tres camareras con blusas transparentes y una orquesta de tres hombres, descoloridos y temerosos, salvo un mulato al que parece divertir la cosa.
La Organización Todt hizo pintar el local; ahora es una mezcla de fin de siglo y Casa del Arte Alemán; las pinturas que hay sobre el estrado de la orquesta representan los cinco Sentidos o las Gracias. ¿Cinco Gracias-tres Gracias? El jefe de la flotilla volvió a quitarle el local a la Organización, con razones tales como «los tripulantes de un submarino necesitan divertirse», «los oficiales de un submarino no pueden estar continuamente en el burdel», o «necesitamos mejor atmósfera para nuestra gente».
La mejor atmósfera en cuestión es un par de alfombras desflecadas, sillones de cuero hundidos y lámparas con pantallas rojas en las paredes.
El comandante mira primero a su alrededor, y se imagina sentado a una mesa, con mirada de beatitud, la barbilla contra el cuello, la frente dura; después coge desmañadamente un sillón para él, se deja caer pesadamente y estira las piernas. Clementine, la camarera, llega pronto, al trote, con los pechos saltando, y, el viejo pide cerveza para todos.
Aún no ha llegado la cerveza cuando de pronto la puerta se abre ruidosamente; un grupo de cinco hombres hace su entrada: según las jinetas son todos tenientes generales; les siguen tres tenientes primeros y un teniente; tres de ellos llevan gorras blancas: son comandantes.
A contraluz reconozco a Flossmann; es un individuo poco simpático, ancho, rubio. Los otros dos son Kupsch y Stackmann, los inseparables, repletos de historias de burdeles desde su última licencia en París.
El viejo chilla: —Como sigamos en este tren dentro de una hora la plana mayor de la flota submarina estará aquí; me pregunto cómo es que los Tommies no han practicado todavía una operación comando en este local, tan cerca del agua como estamos; si quisieran nos podrían cazar fácilmente con un lazo; hoy por ejemplo sería una bonita noche para eso.
El viejo no tiene ni el angosto rostro de un héroe, ni la figura que aparece en los libros de cuentos; tiene, más bien, la figura de un hombre honrado, de pesados movimientos.
El dorso de su nariz se angosta por la mitad, se dobla hacia la izquierda y vuelve a ensancharse; sus ojos color azul claro están escondidos debajo de las cejas, unidas por la tensión a que están continuamente sometidas; casi siempre sus párpados se juntan, de manera que en las sombras sólo se reconocen dos finas líneas a cuyos extremos se desparrama un manojo de arrugas. Su labio inferior es relleno, su mandíbula fuerte; a veces se le llena de manchitas coloreadas. Las formas rudas confieren seriedad a su rostro; quien no conoce su edad le da alrededor de los cuarenta, aunque tiene diez años menos; es mucho más joven que la generalidad de los comandantes, pero ya a los treinta es un viejo.
No es amigo de grandes palabras; arrancarle una sola cuesta trabajo; por lo general, nos comunicamos con un gesto monosilábico: conversación tangencial; la cosa es no referirse a nada por su nombre. Un ligero tono de ironía, un ligero movimiento de sus labios, alcanza para que yo entienda qué quiso decir.
Hoy es nuestra última noche en tierra; en la charla continuamente surge nuestra mayor preocupación: ¿nos irá bien?, ¿lo lograremos?
Trato de convencerme: el viejo, un hombre de primera clase, no se conmueve por nada; no escapa ni tampoco salta encima del problema; da confianza; ha estado incluso en barcos de vela;
siempre salió bien de todas, desde puertos para doscientas mil toneladas, llenos de barcos, hasta de la peor estrechez
.
Mi pullóver será muy necesario si tenemos que partir hacia el Norte. Será mejor que Simone no venga al puerto; no trae más que complicaciones; los del cuerpo de seguridad nos acechan como linces, lo hacen por envidia, seguramente. Los guardias del almirante Dönitz.
¿Hacia dónde iremos esta vez? Ni idea, probablemente hacia el Atlántico central; hay pocos submarinos allí. Fue un mes malo; se defienden mejor, los Tommies parecen haber aprendido algo más, se volvió la página; los convoyes están mucho mejor defendidos. Prien, Schepke, Kretschmer, Endrass: todos fracasaron contra los convoyes; todos ahogados, salvo Kretschmer; y casi todos por la misma fecha, en marzo; la cosa con Schepke fue fea en verdad: se quedó enganchado... Muchos de aquellos ases ya no existen. Endrass tenía los nervios acabados. Pero el viejo todavía está intacto: tranquilo, introvertido; no se emborracha hasta acabarse a sí mismo; parecía un hombre realmente descansado, por la forma en que ahora está ahí sentado, pensando.
Tengo que ir al baño; una vez allí, escucho hablar a dos oficiales de guardia; son gente del submarino de Merkel. Borrachos.
Vuelvo a la mesa. Nuestro ingeniero jefe se aferra al vaso, el brazo estirado. Un hombre completamente distinto del viejo; parece un español, con sus ojos negros y su barbita en punta; como salido de una pintura del Greco: un tipo nervioso, que conoce su trabajo desde la A hasta la Z; veintisiete años, mano derecha del comandante; siempre estuvo con él; se entienden casi sin hablar.
—¿Dónde está nuestro segundo oficial...? —quiere saber el viejo.
—A bordo; todavía tiene guardia, pero quizá venga después.
—En fin, alguien tiene que hacer el trabajo —dice el viejo—. ¿Y el primer oficial?
—En el burdel.
—¿Ese en el burdel? ¡Si es para reírse! —responde el viejo—. Seguramente escribió ya su testamento; siempre tiene todo en orden.
El viejo no pregunta por el estudiante de ingeniería que debe reemplazar al ingeniero jefe después de esta salida. Es decir que seremos seis oficiales: demasiada gente para ese bote.
—¿Dónde se quedó Thomsen? —pregunta el ingeniero jefe— Ese no nos puede fallar.
Thomsen, comandante y desde hace muy poco tiempo condecorado, rindió su informe hoy por la tarde. Hundido en un sillón de cuero, con las manos en posición de orar, la mirada fija en la pared de enfrente:
—«...entonces fuimos bombardeados durante tres cuartos de hora. Inmediatamente después de la detonación nos mandaron seis u ocho bombas, muy cerca del submarino, a más o menos sesenta metros de profundidad. Pasó una hora, y vino otra serie; fue de noche, entre las veintitrés y treinta y la una de la mañana; nos quedamos sumergidos y luego reptamos, lentamente, hacia arriba; por último salimos a la superficie y perseguimos al convoy. A la mañana siguiente, un destructor pareció enfilar hacia nosotros.»
«Había viento y estaba nublado, muy a propósito para un encuentro en la superficie. Volvimos a sumergirnos y nos preparamos para el ataque; ¡Fuego! Fallamos. Otra vez. El destructor tenía poco alcance; trataron de responder, pero entonces dimos en el blanco.»
«Luego nos dedicamos a seguir al convoy, hasta que recibiéramos la orden de volver... Al segundo convoy nos lo anunció Zetschke, mantuvimos distancia mientras dábamos a conocer nuestra posición; a eso de las dieciocho horas lo alcanzamos. Buen tiempo, muy nublado».