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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (9 page)

—¡A ver las tazas! —el mismo comandante corta mis pensamientos para servirnos el té. Como la tetera caliente no tiene lugar sobre la mesa, me toca a mí sostenerla entre las piernas mientras almuerzo.

—¡Qué caliente está! Apenas se puede sostener.

El comandante sorbe su té y con evidente satisfacción. Se retira aún más a su rincón y encoge las piernas, hasta que engancha las rodillas en el borde de la mesa. Lo veo observarnos entonces desde su puesto, uno a uno, como un padre mira a sus hijos, contento de tenerlos cerca.

Pero no por mucho tiempo: sus ojos reflejan el peligro; el segundo oficial se incorpora inmediatamente y yo también debo hacerlo, con la tetera en la mano; todo porque el cocinero quiere pasar, justo ahora, hacia el otro lado.

El cocinero es un tipo bajo, de contextura atlética, con un cuello tan ancho como la cabeza. Al pasar me demuestra su complicidad con una sonrisa de oreja a oreja; tengo la sospecha de que pasa simplemente para darnos la ocasión de elogiar su comida.

—De ése les voy a contar algo alguna vez —comenta el viejo entre dos bocados, después de que el cocinero termina de pasar.

Se oye un ruido en el altavoz; al momento la voz:

—¡Preséntese la primera guardia!

El primer oficial se pone de pie y lentamente comienza a prepararse. Mientras el viejo mira con interés cómo se calza las botas de mar, se rodea el cuello con una bufanda y se esconde por fin en una chaqueta de cuero; se despide de nosotros militarmente.

Poco después aparece el oficial navegante, que tenía la guardia anterior, con la cara roja; nos informa escuetamente:

—Viento del Noroeste, con tendencia a girar hacia la derecha; visibilidad buena; barómetro mil tres.

Otra vez hay que ponerse de pie, porque él quiere pasar a su cabina.

También el oficial navegante está a bordo desde que el submarino salió al mar. Nunca tripuló otros barcos, sólo submarinos.

Es un hombre que mal podría trabajar de actor; los músculos de su rostro son duros, una máscara. Solamente sus ojos oscuros y profundos están llenos de vida bajo las cejas pobladas.

En voz tan baja que no se puede oír desde el camarote contiguo, me explica el viejo:

—¡Este hombre es un maestro en su oficio! Cuando hay mal tiempo y durante días enteros no vemos ni el sol ni las estrellas, es él quien mantiene nuestra posición, asombrosamente exacta. A veces me pregunto cómo lo hace. Tiene bastante trabajo a bordo: es el jefe de la tercera guardia, además de toda la parte náutica.

En eso pasa el contramaestre también hacia proa: Behrmann —es un chico lleno de vida. Detrás de él viene en seguida, como si esto fuera una galería de contrastes, el maquinista Johann, el de cara plomiza.

—Este también sabe mucho —nos comenta el comandante—, está casado con sus máquinas; casi nunca aparece por el puente. Es un típico hombre de las profundidades.

Cinco minutos después, tres hombres de la nueva guardia pasan hacia popa.

Yo ya no tengo que incorporarme, sin embargo, porque cuando el primer oficial se fue, me apresuré a ocupar su lugar.

—...y el último —nos aclara el ingeniero—, es el reemplazante de Bäcker; parece que se pasa el tiempo libre leyendo tratados.

Lo interrumpe el paso de la guardia saliente. El ingeniero nos dice sus nombres en un tono monótono:

—Bachmann: es el fogonero diesel; la tontería de siempre: en estos cacharros ya no hay necesidad de un fogonero, pero la tradición de la Marina es la tradición, y eso es lo que vale. Hagen: fogonero de las máquinas eléctricas; díganme si no es una idiotez. Turbo, el otro de la central; un gran muchacho.

En dirección contraria aparece un tipo rubio, alto: —Hacker: el mecánico de torpedos; el de mayor antigüedad en la proa. Es el único suboficial que duerme allí.

—Buen tipo —acota el viejo—; una vez reparó en un santiamén nuestro último torpedo, y con ese hundimos todavía un vapor de más de diez mil toneladas.
Su
vapor, como realmente fue. A éste le dan el huevo frito, un día u otro.

El siguiente en pasar el corredor donde nosotros almorzamos es un tipo bajo; de cabellos negros, cuidadosamente peinados hacia atrás, que sonríe al ingeniero con ojos entrecerrados; tiene en los antebrazos tatuados una chica y un marinero llevándola del hombro, con un sol radiante como fondo; eso es por lo menos lo que alcanzo a distinguir.

—Ese era Dunlop; también mecánico de torpedos. El acordeón que vimos a bordo es de él.

Por último pasa el maquinista Franz. El ingeniero lo mira sin simpatía:

—Este nos deja el día menos pensado; Johann, el otro, es el mejor de los dos.

Terminó el almuerzo y me vuelvo a mi cubil.

El contramaestre es un as. Aseguró todas las provisiones de manera tal que no se salgan de su lugar con los movimientos del submarino, y, además, consiguió que lo que tiene que usarse primero quede más a mano que los víveres de reserva. Nadie más que él sabe dónde han ido a parar tales cantidades de provisiones. Sólo quedan a la vista los chorizos, la panceta y el pan: los chorizos cuelgan del techo de la central, como si hubiera que ahumarlos.

Subo hasta mi porción de corredor; mi camastro está libre, ahora; la ropa de cama, ordenada, ocupa su lugar a los pies; sobre ella, mi bolso; ahora puedo aislarme del mundo exterior con sólo correr la cortinilla verde de mi cucheta. Madera de un lado, la cortina verde del otro y una placa blanca arriba, es todo lo que alcanza mi vista. La vida en el submarino se cuela hasta mí en forma de conversaciones y ruidos de toda índole.

Por la tarde subo al puente. El segundo oficial acaba de empezar su guardia. El mar, de un color verde botella, se oscurece hasta ser casi negro junto al barco. El aire es húmedo, el cielo ha terminado por cubrirse.

Después de un buen rato de estar parado junto al segundo éste comienza a hablarme, detrás de sus binóculos:

—Por aquí es donde nos atacaron en el penúltimo viaje; tan sereno que parece el mar ahora; pero nunca se sabe si entre esas pequeñas olas no está escondido el ojo de un periscopio enemigo. El comandante sube y se añade al grupo. Blasfema al ver el tiempo:

—¡Cuidado aquí, muchachos, cuidado aquí! ¡Maldito rincón!

De pronto dirige sus protestas hacia uno de los guardias:

—¿Quiere usted hacer el favor de dejar de bostezar? Ya es hora de que vuelvan a coger el ritmo... ¡o regresen a sus casas, si esto les resulta muy pesado!

Ordena para las dieciséis y treinta una inmersión de prueba; el submarino se sumergirá por primera vez después de tanto tiempo sin salir al mar. Todo debe ser controlado para que no haya sorpresas durante las situaciones de verdadera alarma.

La maniobra comienza con la orden de que se deje libre el puente; la batería antiaérea se esconde en la torre. Solamente tres vigías y el oficial de guardia permanecen todavía sobre el puente.

Se oyen órdenes, informes y timbres. En popa, las diesel paran y se desacoplan. Comienzan a funcionar las máquinas eléctricas; los tubos que desde los diesel van al exterior, para los gases y la ventilación de las máquinas, se cierran inmediatamente. Desde el habitáculo de las diesel se informa que todo está preparado para sumergirnos. También la proa da su señal de listos a la central; mientras tanto, la guardia ya dejó vacío el puente. El oficial de guardia, el último en bajar, es quien se encarga de cerrar el restante orificio, por donde él entró; gira una manivela y todo se cierra a presión.

—¡Prepararse para dejar salir el aire! —ordena el ingeniero. Los encargados de las celdas de inmersión informan su situación sucediéndose rápidamente. ¡Uno!

¡Tres! ¡Cinco! ¡Cinco cámaras listas para la inmersión!

Suena como si fueran fórmulas de un juramento.

—¡Las cámaras esperando órdenes! —informa a su vez el ingeniero hacia arriba.

—¡Inmersión! —viene desde arriba.

—¡Inmersión! —repite el ingeniero a sus hombres.

El aire, antes preso en las celdas que sustentaban al submarino, sale ahora por las válvulas de escape con un ruido atronador. Los timones de profundidad empiezan a cumplir con su función. El submarino se tumba, parece que se hiciera más pesado a proa; el indicador de profundidad comienza a moverse sobre las cifras. Un último golpe del oleaje rompe contra la torre, estrepitosamente; pero a partir de entonces sólo se escucha el ruido del mar: el puente está bajo el agua.

El silencio es agobiante; ni el golpe de las olas, ni el murmullo monótono de los diesel. La radio enmudece: las ondas radiofónicas no llegan a la profundidad. Ni siquiera los ventiladores de aire se escuchan ya.

Presto atención para no perderme dalle: Quizás alguna vez tenga que hacer yo una de estas maniobras, y entonces debo saber conducirme.

El ingeniero sigue dando órdenes:

—¡A proa arriba diez, a popa arriba quince!

El lastre de proa vuelve a corregirse, lentamente baja la popa; de esa manera las pequeñas burbujas que pudieron haber quedado atrapadas en los rincones de las cámaras de inmersión, y que pueden darnos una ingrata sorpresa, son definitivamente expulsadas al exterior.

El ingeniero informa al comandante:

—¡Sumergidos, señor!

El comandante ordena:

—¡Cerrar el paso del aire!

Las celdas de inmersión se cierran herméticamente, moviendo pequeñas ruedas en la central.

—¡A treinta metros! —ordena el comandante. Está apoyado sobre la mesa de cartografía, los brazos en tensión.

El ingeniero tiene ante sus ojos los indicadores de profundidad, los manómetros, los instrumentos de medida más diversos.

La profundidad cambia; el indicador señala quince, veinte, veinticinco metros.

Como desde muy lejos se oye ahora el zumbido apagado de las máquinas eléctricas. Por algún lado se oye gotear agua. En el rostro del ingeniero se lee su preocupación por cada ruido; con la linterna en la mano comienza a buscar entre los tubos y las cañerías del techo, a babor. El goteo se interrumpe, solo.

—En regla —murmura el ingeniero.

El temblor de un escalofrío recorre el submarino.

El viejo adopta una pose de desentendido. Mira al vacío, pero por el rabillo del ojo observa una y otra vez la marcha de los acontecimientos.

El indicador del manómetro se acerca a los treinta, pero su movimiento es cada vez más lento. Por fin se detiene. El submarino ya no cae, sino que se mece en el. agua como un dirigible. Sin embargo aún se nota claramente que lleva lastre de popa. No tiende a subir ni a caer, pero todavía no llegó a nivelarse del todo.

El ingeniero comienza a enderezarlo:

—¡Cien litros hacia adelante!

Turbo mueve inmediatamente una llave detrás del periscopio. Nuevamente sube el submarino, sin que ahora entre aire. El manómetro de profundidad vuelve por sobre las cifras que marcó antes. Se alcanzó la profundidad deseada:

Por fin se vuelve a oír la voz del comandante:

—¡Profundidad de periscopio!— Con pesadez se desliza desde la mesa en que se apoyaba hasta la torre.

—¡A proa arriba veinte, a popa abajo cinco! —ordena el ingeniero. Después inclina medio cuerpo a un costado e informa con la cabeza hacia atrás—: ¡Periscopio libre!

El juego de sube y baja del agua en el Papenberg denota que todo el submarino sube y baja; está en la pericia de los que manejan los timones de profundidad contrarrestar este efecto propio de la embarcación, aun antes de que el marcador señale el movimiento; porque cuando sube el periscopio puede quedar a la vista del enemigo, que entonces se percata de nuestro ataque, o bien, cuando baja, el ojo queda debajo del nivel del agua, y el comandante no ve, quizás en el momento más necesario.

El ingeniero no saca la vista de la columna de agua; tampoco los encargados de los timones de profundidad. La columna apenas se mueve. Sólo se interrumpe el cuadro cuando se pone en funcionamiento el motor del periscopio, un ligero zumbido, con el cual el comandante se ayuda para subir o bajar el aparato.

¡Prepararse la guardia del puente! ¡Encender las diesel! —la voz del comandante viene de arriba.

Los vigías vuelven a colocarse la ropa adecuada y se agrupan ante la compuerta de salida.

—¡Prepararse para emerger! —ordena el comandante ahora.

El combustible comienza a llegar a los diesel.

—¡Emerger! —llega la orden desde arriba.

El ingeniero ordena aire.

Un siseo agudo indica la entrada del aire en las cámaras.

—¡Igualar presiones! —ordena el comandante. Lo siento en los oídos: su orden se cumplió.

Una corriente de aire puro invade el submarino; la torre ya está en comunicación con el exterior. Los ventiladores chupan el aire viciado y lo cambian por aire nuevo.

Sigue una serie de órdenes para las máquinas.

—¡Diesel a babor prepararse!

—¡Máquina eléctrica de babor stop!

—¡A babor poca velocidad!

El resto de agua de las cámaras de inmersión es expulsado con los gases que despiden las máquinas diesel; se ahorra así presión de aire; y algo más: los gases aceitosos actúan como anticorrosivos.

Finalmente, con la orden del comandante de apartarse de las celdas de inmersión, la maniobra llega a su fin; el submarino vuelve a ser una embarcación de superficie.

El ingeniero se incorpora, levanta los hombros, se estira a todo lo largo de su cuerpo y me mira. seguro:

—¿Y?

Yo sólo llego a asentir, asombrado; como un boxeador noqueado me dejo caer sobre una bolsa de patatas que quedó al lado de los mapas. El ingeniero torna de un cajón un montón de ciruelas y me las ofrece:

—¡Para que se reponga! No hay nada que hacer, no somos un barco cualquiera. Lejos del viejo, el ingeniero me confía:

—Seguramente hoy sigue la fiesta; es para sacarnos la modorra de entre los huesos, dice el viejo. Observa a cada uno de sus hombres; es suficiente con que uno dé la menor señal de nerviosismo, ya tenemos una inmersión a prueba.

Bajo la placa de celuloide de la mesa de cartografía está la carta marina. Todavía muestra la costa; detrás de ella todo está vacío, sin poblaciones, sin calles, como si todo estuviera deshabitado. Es que la tierra detrás de las costas no tiene significación alguna para el marino. A lo sumo marca los faros y las boyas. En cambio la carta trae perfectamente marcados los bancos de arena y toda otra diferencia de profundidad. A lápiz hay delineada una ruta en zigzag que parte de St. Nazaire; sobre ella, una cruz: nuestra última referencia de tierra.

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