Authors: Lothar-Günther Buchheim
—Atención... Saturno... cero —comunica a los de abajo.
En la central se controla la hora con un cronómetro. El navegante encuentra dificultosa la lectura de los grados en la semipenumbra del ambiente.
—Veintidós grados, treinta y cinco minutos —dice al fin.
Con la hora y la posición de las estrellas podrán calcular ahora la situación del barco. Se necesitan por lo menos dos estrellas, así que el navegante recomienza su labor.
—Atención... Júpiter... cero. Una pausa.
—Cuarenta y dos grados, veintisiete minutos.
Después de devolver el sextante, vuelve a bajar. Yo lo sigo. Ya allí se quita la chaqueta y se acerca a la mesa de trabajo, donde están. los mapas. No se trata aquí de una gran sala de cartografía, como tienen los oficiales de navegación en los grandes barcos. Es una pequeña mesita, apoyada a babor de una botonera de mando y aparatos de comunicación interna. Sobre la mesita se ven además una repisa para el sextante, el catalejo, tablas y libros de mar, cartas climáticas y lo imprescindible para su trabajo.
Toma un lápiz y comienza a hacer cálculos; en ellos intervienen los senos, los cosenos, las tangentes y los logaritmos.
—Notable, en verdad, que aún nos sirvamos de las estrellas —le digo, sólo para romper el silencio.
—¿Cómo dice?
—Solamente que me llama la atención el hecho de que, en medio de la gran perfección técnica, tenga usted que usar un sextante para averiguar la posición...
—¿Y cómo podría hacerlo, si no?
Me doy cuenta de que mi filosofía no tiene nada que hacer ahora y en este momento; me consuelo pensando que quizás es muy temprano todavía para ensayar una conversación de tan alto vuelo, y tomo asiento en silencio sobre el cajón que contiene los mapas.
El oficial navegante levanta el celuloide debajo del cual se encuentra la carta marina; pertenece a los alrededores de nuestra situación, y su color es azul grisáceo, sin costas ni diferencias de profundidad. Es una red de cuadrados numerados, con cifras y letras en horizontal y en vertical.
Con un compás entre los dientes, murmura para sí, concentrado en su trabajo, algo sobre quince millas.
Con una línea marcada a lápiz, el marino une la nueva posición con la última. Me muestra un cuadradito en el mapa:
—¡Aquí nos las vimos mal, en una oportunidad!
El oficial navegante parece querer dar a entender que está dispuesto a escucharme. Su compás queda clavado en el punto en que una vez se las vieron mal.
Ahora se acerca el marinero de la central. El recuerdo se dibuja en sus ojos al ver el cuadradito en cuestión.
—Fue en nuestro cuarto viaje: Había tormenta. Desde el comienzo éramos perseguidos; todo el día habíamos sido bombardeados; habíamos perdido la cuenta de las bombas...
También él parece hipnotizado por la punta del compás, como si todavía hubiera en el lugar algo que ver. Tomando aire, saca el compás de su marca y lo separa de allí, con un movimiento pequeño, pero nervioso.
—¡No fue nada divertido!
Me doy cuenta de que el trabajo aquí ha terminado; también el encargado de la central ha finalizado su tarea. El oficial navegante introduce concienzudamente el sextante en su estuche. Lo único que queda del recuerdo es un pequeño agujero en aquel cuadrado, hecho por la punta del compás.
Vuelve a colocarse la chaqueta y encima otra de goma; toma los prismáticos.
Ya está listo para su guardia.
Como dentro del submarino aún queda mucho por ordenar subo otra vez al puente.
Las nubes se recortan ahora perfectamente sobre el fondo azul tan puro del cielo de la mañana. Una de ellas cruza por delante del sol. Su sombra le quita al mar los destellos blanco—verdosos. Por los ventanucos de la nube van apareciendo los rayos del sol, que pegan en el mar; por un instante somos encandilados como por un reflector que ilumina a la figura más importante del escenario.
—¡¡AVIÓN A LA IZQUIERDA!!
El grito del marinero Dorian me toma por sorpresa, es un golpe de corriente eléctrica que me traspasa el cerebro. En una fracción de segundo veo por el rabillo del ojo un punto negro que se agranda sobre el fondo gris de las nubes. Con un salto trato de introducirme en el submarino; mientras bajo, siento que choco con una rodilla contra una punta metálica; no me detengo a ver de qué se trata, a pesar de que podría gritar de dolor. Ya abajo, trato de saltar hacia un lado, pero calculo mal y el que baja detrás me cae encima; su bota me alcanza en el cuello; es el marinero.
—¡Muy cerca! —le sale de los pulmones con toda fuerza.
El comandante mira hacia arriba, con la boca abierta.
—¡Inmersión! —En el apuro, entra algo de agua por la torre semiabierta; el segundo oficial termina de bajar, mojado.
Comienza a moverse el indicador del manómetro de profundidad, lentamente.
El submarino parece estar pegado a la superficie.
—¡Todos hacia adelante! —grita el ingeniero.
La gente tropieza, apurada, en su cabalgata hacia la proa; aumenta el lastre adelante, el submarino se inclina; tengo que sujetarme fuerte, para no caer.
El segundo oficial le comunica al comandante:
—¡Vino desde la izquierda y apareció entre las nubes; no reconocí el tipo de máquina!
Cierro los párpados y vuelvo a ver aquel punto negro surgiendo de entre el gris de las nubes. En mí se repite continuamente la misma frase: ahora ataca... ahora ataca... las bombas, las bombas...
Se oyen respiraciones entrecortadas. El comandante no quita la vista del marcador de profundidad. Su rostro está congelado, inmóvil, casi indiferente. Se oye el zumbido leve de las máquinas eléctricas.
La espera... una larga inspiración... por fin, la espiración.
—¡Otra vez a sus puestos! —ordena el ingeniero; la tripulación vuelve de proa tomándose con las manos de los puntos de apoyo que les ofrecen las paredes; parece que fueran alpinistas:
Me relajo: ahora me doy cuenta de que estoy en verdad lastimado. Es doloroso.
—¡A treinta metros! —dice el comandante.
Está de pie en medio de la central, las manos en los bolsillos del pantalón, la gorra casi en la nuca.
Pensativo, le oímos decir:
—Ya nos tienen; esperemos que no tengamos en seguida a toda la jauría en los talones.
Al ingeniero:
—Por ahora nos quedaremos bajo el agua. Y a mí:
—Como le decía ayer; éstos saben perfectamente cuándo partimos, y ahora los tenemos ahí.
Pocas horas después, durante la guardia del oficial navegante, vivo mi segunda experiencia. Al grito de ALARMA, me vuelvo y veo otra vez el punto negro saliendo de entre las nubes; y otra vez tardo menos de un segundo en dejarme caer al interior del submarino.
—¡Inmersión! —oigo gritar al oficial navegante, que todavía está arriba. El agua gorgotea con presión en las celdas. Se informa:
—¡Avión a cuarenta y cinco grados, distancia tres mil metros; no está atacando!
Las máquinas eléctricas vuelven a funcionar, vuelve a llenarse el submarino del zumbido que producen.
Otra vez retengo la respiración. Todavía no hay bombas.
Toda la operación hasta quedar bajo agua no ha tardado más de treinta segundos. Pero el remolino de agua que se forma al sumergirnos no desaparece sino en cinco minutos; es a ese remolino donde apuntan los perseguidores.
Nada.
El viejo resopla. También el navegante. El marinero me observa.
A los ochenta metros de profundidad el ingeniero hace levantar y luego hundir la proa. Los restos de aire salieron.
Pasan unos buenos cinco minutos. El viejo ordena volver hasta profundidad de periscopio. Los timones de profundidad se vuelcan hacia arriba, las máquinas eléctricas bajan la velocidad.
—¡Quizá ni siquiera nos vio! —opina el viejo.
La tercera alarma aérea llega dos horas después. Esta vez le toca al primer oficial gritar «¡Inmersión!» .
—¡Venía protegido por la luz solar, pareció desprenderse de repente del sol!
—¡Toda la tripulación hacia adelante! —vocifera el comandante; el submarino se resiste a volcarse de proa.
Otra vez el infierno, las corridas, los resbalones.
—¡Esta es ya la tercera broma! —comenta el primer oficial, seguro de que tampoco ahora caerán bombas.
—¡Yo no me anunciaría tan irrespetuosamente! —dice el viejo.
—Así es; las costumbres se van aligerando con el tiempo; cada vez están peor educados —responde el ingeniero.
—Por ahora nos quedaremos abajo; no es cuestión de tentar a la desgracia — ordena el comandante.
Nos retiramos al habitáculo de los oficiales. —¡Bastante bien el primer oficial! — dice el viejo—. Lo suficientemente fuerte como para que lo oigan en la central. —Es justa la alabanza del comandante; no es fácil reconocer a un Cockpit que se viene encima protegido por los destellos del sol; la mayoría de las alarmas se truncan, porque se trata de gaviotas y el vigía las confunde con aviones enemigos.
Pero a veces; una simple gaviota se transforma de pronto en el mensajero de la muerte.
—En estos casos hay que girar inmediatamente a barlovento —explica el comandante—, el primer oficial lo hizo esta vez perfectamente; de esa manera, el avión recibe demasiado viento de golpe para maniobrar. No es mucho. Pero aquí hay que contar con cada metro de ganancia.
El viejo se muerde el labio inferior, asiente un par de veces a lo que él mismo ha dicho, entrecierra los ojos, y continúa:
—En realidad, estos pilotos bien podrían arrojar sus bombas al mar y comunicar que nos han bombardeado, nadie los vería hacerlo. Pero es que no son cobardes, estos de la Royal Air Force. ¿Cuántos bajamos la última vez?
—Ocho —contestó—, uno casi se nos cae encima en La Baule. Con el viejo y el ingeniero vuelvo a la central.
—¡Submarino listo para emerger! —comunica el ingeniero.
—¡Emerger! —ordena el comandante.
El ingeniero repite la orden. Por fin informa:
—¡La torre en la superficie!
El comandante ya está arriba.
—¡Esperemos que las abejas dejen de molestarnos por un rato! —le oigo murmurar al oficial navegante.
En la central falta media hora para la medianoche. Los diesel funcionan a pleno susurro. Las pocas luces en uso están controladas de forma tal que ningún reflejo nos delate a los enemigos del aire en horas de la noche. La oscuridad retiró el horizonte lejos de nosotros, hasta el infinito. En el interior del submarino brillan las flechas fosforescentes que nos indican el camino a la torre en caso de peligro, aun en la más completa penumbra; estas indicaciones se impusieron después del desastre de Kallmann, en el otoño de 1940; su submarino chocó en la oscuridad con un carguero noruego; sólo se salvó la tripulación que en ese momento se encontraba cerca del puente; todo el resto de la gente fue hallada luego, abrazada entre sí, en un lugar muy lejano a la salida; habían equivocado el camino, y fue fatal.
Aunque, por otra parte, tampoco las flechas son de gran ayuda. Cuando el submarino es tocado, cae un par de miles de metros de profundidad. Las flechas pueden marcar entonces todo lo que quieran.
En la central, agrandada por una luz mortecina, dos hombres están sentados ante la mesa de cartografía y pelan patatas.
Más adelante, me encuentro con el radiooperador Hinrich. Con los auriculares colocados, se lo ve ensimismado en un libro; sus codos lo sostienen en su mesa de operaciones. Enfrente queda la cucheta del comandante; la cortina verde está cerrada; pero se filtra luz por ella: el comandante no duerme todavía. Quizás escriba, como es su costumbre, un montón de cartas que solamente podrá echar a su regreso.
Al estar vacío, el habitáculo de los oficiales parece más grande de lo que es en realidad; nadie ocupa la mesa, pero detrás de ella descubro al ingeniero durmiendo sentado. Su reloj cuelga de la cadena con un movimiento pendular.
Al volverme veo asimismo al primer oficial, dormido en el camastro inferior de babor, antes de tomar su guardia. El ingeniero se mueve y murmura en sueños. La compuerta que da a proa se abre con un chirrido y aparece un hombre despeinado, muy cansado, que me saluda a medias y, después de largos segundos de irresolución, toma la drástica decisión de correr la cortina del primer oficial y despertarlo.
—¡Faltan veinte para la hora, señor!
El rostro semidormido del primer oficial surge desde la profunda oscuridad a la penumbra del lugar; luego saca primero una pierna, con toda lentitud la otra, por fin el cuerpo. No deseo molestarlo, así que sigo mi camino hacia adelante.
El maquinista Johann está sentado a su mesa, con cara triste. Bosteza y me saluda:
—¡Buenos días, teniente!
—¡Aún es temprano para eso!
Johann asiente sin palabras y se incorpora de su silla.
El habitáculo de proa está alumbrado por dos lámparas realmente débiles; el olor es siempre el mismo: sudor, aceite, humedad.
Dos sombras se deslizan sin que yo pueda reconocerlas. Dos más salen de las hamacas, y otra de un camastro. Como el ruido del barco se deja sentir aquí bastante, les cuesta entrar en sus botas.
—¡Qué temporal, eh! —oigo decir—. Otra vez me mojaré los pies.
Dos de ellos se enfundan en sus
Isländer
y se rodean el cuello con una toalla; para que por allí no entre el agua cuando después se coloquen las chaquetas de goma, en la central.
La gente de la guardia anterior, que ya regresa con las extremidades duras, está completamente mojada. El oficial navegante se ha levantado el cuello y encasquetado la gorra; los demás traen el rostro coloreado por el continuo roce del agua al salpicar. Tampoco hablan mientras se desvisten, como los que toman la vigilancia ahora. Los que vuelven se ayudan trabajosamente a sacarse los pantalones de goma; el más joven de ellos es el que por fin retira toda la ropa, empapada, hacia popa. El mejor lugar para secar ropa está entre ambas máquinas eléctricas.
Los hombres que fueron relevados se apresuran a beber un gran trago de café caliente; luego guardan sus binóculos con todo cuidado.
—¿Y... todavía despierto? —me pregunta el navegante. Luego desaparece hacia adelante.
De pronto; la central vuelve a llenarse de gente: también la guardia de maquinistas cambia a esta hora. Reconozco a los fogoneros, Ario, de los diesel, y Zörner, de las máquinas eléctricas.
En mi habitáculo veo a Wichmann, que ocupa la mesa a todo lo ancho y come desesperadamente.