Authors: Lothar-Günther Buchheim
A las once dejamos el pasillo de agua por el que transitábamos. Los barcos de avanzada no tardan en desaparecer. El rompeminas se pierde en un ángulo abierto, dejando detrás de sí una estela de humo negro. Ultimas señales manuales con el rompeminas.
El oficial navegante se inclina ahora hacia adelante, con todo el cuerpo, toma sus binóculos, y mientras observa, me golpea con el codo.
—Así es, otra vez —dice el comandante y desaparece en la torre.
El submarino está por fin solo en su rumbo.
Uno de los guardias tira las flores que nos habían arrojado por la borda. Entre los borbollones de agua se pierden detrás de la popa.
Me estiro todo lo que puedo, para ver el submarino en toda su extensión, de proa hasta popa.
Una y otra vez la proa se hunde en el agua y la parte en dos, como el arado hace con el surco. Cada vez que se arremolina el agua, las gotas llegan hasta el puente. Al pasarme la lengua por los labios, siento nuevamente el sabor salado del Atlántico.
La cúpula azul del cielo se interrumpe con algunos estratoscúmulos, como copos de nieve batida. La proa desciende, sube, desciende otra vez. El agua en polvo acepta todos los colores del espectro que el sol le regala, y los acomoda en pequeños arco—iris sobre la cubierta.
El mar abandonó el verde botella, ahora es de un profundo azul oscuro. Estelas de espuma, finas y blancas, son las venas de mármol de la superficie azul. Cuando por delante del sol se posa por un momento alguna nube, el mar adquiere el color de la tinta.
A popa, una ancha vía de aguas lechosas: las olas que producimos se estrellan contra un banco de arena que dejamos atrás y saltan formando una crin blanca. Hasta donde la vista alcanza hay copos blancos sobre el agua.
Subo aún un poco más, trepándome sobre el pedestal por donde sale el periscopio, y allí me acomodo. Las gaviotas apuntan con sus alas hacia nosotros y nos miran fijamente.
El ronroneo de los diesel ya no es monótono: se agrava cuando los escapes, situados a los lados del submarino, son cubiertos por el agua, y se agudiza cuando los gases pueden salir libremente.
El comandante vuelve a subir. Entrecierra los ojos y pone delante de ellos sus binóculos.
Hacia proa, una gran nube parece un ovillo de lana gris; el comandante la enfoca; sus rodillas acompañan el movimiento acompasado del submarino, tan bien que no necesita agarrarse.
¡Era hora de que volviéramos al mar!
El comandante ordena aumentar la velocidad y navegar en zigzag. Cada vez que se cambia el curso, el submarino parece caer hacia un costado. Primero hacia la derecha, luego hacia la izquierda.
—Los señores de la otra firma generalmente nos vigilan desde aquí. Saben perfectamente en qué momento zarpamos... es que resulta fácil averiguarlo: por los trabajadores del astillero, las mujeres de la limpieza, las prostitutas... o mirar, simplemente, cuando nosotros abrimos las compuertas para salir al mar; eso también es fácil.
Una y otra vez el comandante dirige su mirada preocupada hacia el cielo. Su frente parece una tabla de lavar, su nariz apunta hacia adelante; impaciente, su cuerpo se apoya alternativamente en un pie y en el otro:
—¡A cada momento podemos ser sorprendidos por los aviones! ¡Están cada día peor educados!
Las nubes se van agrupando cada vez más, poco a poco se hacen más densas.
Apenas si se ve todavía un poco de cielo libre, azul. El brillo del sol solamente aparece a ratos.
El viejo murmura:
—Sería mejor bajar... En caso de alarma, es mejor que haya poca gente arriba...
Eso va por mí. Así que mejor desaparezco.
Mi camastro está en el habitáculo de los suboficiales. Es el más incómodo de a bordo, porque por aquí pasa la tripulación constantemente, tanto para ir a la cocina, como a los diesel o a las máquinas eléctricas. Con cada cambio de guardia, los hombres salientes reptan por el habitáculo desde popa, y los dei relevo desde la central. Son en total seis hombres cada vez. En realidad, se trata apenas de un angosto corredor con cuatro cuchetas a la derecha y cuatro a la izquierda. En el pasillo hay una mesa atornillada directamente al piso, plegable. El espacio que queda a sus costados es tan estrecho, que los marineros tienen que comer con las cabezas encogidas, sentados sobre los camastros de abajo; falta lugar para colocar taburetes donde sentarse. Cuando durante las comidas alguien debe pasar desde las máquinas hacia la central o viceversa, todo se convierte en un lío de seres humanos.
A pesar de que las comidas están dispuestas de tal manera que nadie tenga que pasar por el habitáculo cuando allí se está comiendo, sé que de todas formas habrá problemas; por suerte yo no tengo que comer en ese corredor, sino en compañía de los oficiales.
Algunas de las colchonetas son usadas por dos marineros alternativamente. Yo, en cambio, soy el feliz poseedor de un camastro para mí solo.
Todavía hay latas de conserva, paquetes y panes sobre mi cama; pasa un hombre con un salvavidas, ropa de cuero, botas de mar; todo en él es nuevo, se nota; la chaqueta de cuero, forrada, aún no está arrugada; las botas, que todavía tienen forro, son lo suficientemente grandes como para que su dueño entre en ellas con zoquetes gruesos.
El salvavidas está dentro de una bolsa de lona con cierre automático, nueva.
—¡Qué decorativo! —opina un marinero— ¡Ni que fuéramos al Báltico!
—Pero tiene su utilidad, cuando los diesel comienzan a echar olor —contesta Frenssen, el marinero de los diesel, un muchacho de pelo negro y cejas pobladas; es que el salvavidas es de fácil manejo: basta dar vuelta una perilla para que el pequeño tanque de metal comience a despedir oxígeno.
Pongo mi bolsa marrón debajo de mi camastro, en un rincón. Apenas si hay el lugar indispensable para llevar lo necesario. Así que tengo que poner la máquina fotográfica y las cosas para escribir entre la colchoneta y la pared. Para mí mismo no queda más espacio que un sobre en el que entro como pintado. Hasta mediodía quiero seguir recorriendo el submarino, de manera que me encamino hacia adelante a través de la central.
Aparte de estos marineros con quienes comparto la habitación, todo el resto de la tripulación, incluidos el comandante y los oficiales, duerme en la porción delantera del barco. El comandante vive al lado de la central, hacia adelante; su camastro está detrás de una cortina verde; además posee un par de adornos contra la pared y un pequeño escritorio, pero nada, nada más; incluso el comandante debe ingeniárselas para sobrevivir en este reducido espacio. Por ningún lado hay aquí camarotes cerrados a ambos lados de un largo pasillo, como los que se ven en un gran transatlántico. Nuestro comandante tiene a un paso lo más importante: la central y la radio.
Luego, más adelante, viene el «casino» de oficiales, que es al mismo tiempo el lugar de descanso del ingeniero, de su ayudante, nuestro segundo ingeniero, del primer oficial y del segundo oficial.
La colchoneta sobre la que se sentarán el comandante y el ingeniero para comer es en realidad el lugar donde debe dormir este último; el primer oficial y el segundo ingeniero son los más favorecidos porque sus camastros no deben ser plegados durante el día, y así pueden recostarse en los ratos libres.
La mesa fijada al suelo queda a un lado del corredor; fue pensada para la comida de cuatro personas: el comandante, el ingeniero y ambos oficiales; pero esta vez seremos seis, ya que deberán compartirla con el estudiante de ingeniería y conmigo.
Al lado habitarán el oficial navegante Kriechbaum, los maquinistas Johann y Franz y el contramaestre Behrmann; bajo sus pies, debajo del piso de madera, está la batería número uno, que junto con la número dos, bajo mi propio habitáculo, nos dan la energía necesaria para el viaje bajo el agua.
El habitáculo de proa es el que le sigue; parece una cueva; aquí se guardan los torpedos... y aquí se combate. Además, es en él donde duerme la mayoría de la tripulación; de cada lado seis camastros, tres abajo y tres arriba. Todos comparten las cuchetas, una entre dos o bien dos entre tres personas, según sus horarios de servicio; cuando un hombre comienza su guardia, deja el olor de su sueño para quien se recuesta en su lugar. Y a pesar de todo, los camastros no alcanzan: del techo cuelgan cuatro hamacas.
Cuando los torpedos se colocan en su lugar de disparo, la habitación queda automáticamente trastrocada en zona de trabajo; los camastros se pliegan y las hamacas se descuelgan. Los torpedos de reserva ocupan su lugar en el piso, así que cada disparo significa mayor libertad de movimientos para la gente; pero ellos tienen su ventaja: aquí no hay tránsito, porque más allá no se puede pasar a ningún lado.
También aquí está todo en desorden todavía: ropa de cuero, salvavidas, pullóveres, teteras, pan; es increíble que todo pueda desaparecer para dejar espacio a veintidós personas.
Parecería que todo aquello que no encontró su lugar en el resto del submarino viene a dar aquí.
Cuando entro, el contramaestre está protestando ante dos marineros:
—¡Vamos, vamos! ¡El cajón de lechuga entre los torpedos, allí! ¡Será posible tanta desgracia! ¡Lechuga! ¡Ni que esto fuera una verdulería!
Luego se dedica a detallarme el problema del poco espacio que hay como si se tratara de una atracción especial que ofrece el submarino; está realmente en su papel cuando me explica:
—Por ejemplo los baños; hay dos, pero uno lo tenemos que ocupar con provisiones; en otras palabras: una cosa a costa de la otra; más lugar para comer, pero menos para cagar.
Todos los camarotes están llenos de cañerías e instalaciones, bajo el techo; y sobre él hay aún más conexiones que la madera nos esconde.
Durante el almuerzo tengo que compartir una silla plegable con el segundo oficial, en el comedor. El comandante y el ingeniero ocupan el «sillón de cuero, el camastro del ingeniero. El estudiante y el primer oficial se reparten los lados más estrechos de la mesa.
Si alguien quiere pasar ahora, el segundo y yo tenemos que levantarnos o apretar la barriga contra la mesa, doblando las espaldas, para que el que pasa pueda saltar por encima de nosotros; como se ve, ponerse de pie es más fácil.
El comandante lleva un pullóver de color indefinido; cambió su camisa azul— grisáceo por una roja; el cuello le sobresale por arriba del pullóver. Mientras sirven la comida, permanece reclinado en su rincón, interesado al parecer en el techo, apartado del mundo.
El estudiante de ingeniería es teniente primero. Es nuevo a bordo. Tendrá que reemplazar al ingeniero a partir del próximo viaje; es un alemán del Norte, rubio, de cara más bien cuadrada; no lo distingo con claridad durante la comida, por la posición en que estamos veo solamente su perfil; no vuelve nunca el rostro ni hace gesto alguno.
El ingeniero está sentado frente a mí; es delgado, mucho más si se lo compara con el comandante: nariz encorvada, pero dura, que muestra claramente el hueso nasal, pelo negro, liso, peinado hacia atrás, con lo que resalta aún más su frente de pensador; ojos muy oscuros; de labios llenos, la mandíbula es, sin embargo, propia de los caracteres fuertes. La gente le dice Rasputín, sobre todo porque después de cada viaje continúa cuidando su barba días y días antes de decidirse a cortarla.
El ingeniero está a bordo desde el primer viaje. Es el segundo hombre en importancia, el indiscutido señor de todo el mundo técnico. Su reino está completamente apartado del de los oficiales de mar; su lucha está en la central.
—El ingeniero es único —acota el comandante—, dirige la cosa sin apartarse un milímetro, cuando es necesario. Lo hace con sentimiento. El novato no lo logrará jamás. Es que él ya lo lleva consigo, adentro. No todo se logra con conocimientos. Hay que sentir cómo reacciona el submarino y tratarlo de acuerdo con eso, tomando las medidas necesarias antes de que el barco haga lo que quiera. ¡Experiencia y sentimiento! No todos llevan en sí ambas cosas; es algo que no se puede aprender...
Sentado así junto al viejo, con sus manos angostas y movedizas, sus ojos soñadores, el pelo negro tirado hacia atrás puedo confundir al ingeniero realmente con muchas cosas: un
croupier
o un jugador de dados, un violinista o un artista de cine de la época muda; por su cuerpo podría ser hasta bailarín. En vez de botas, lleva sólo un par de zapatillas, en lugar del uniforme, una especie de traje deportivo. Cuando se desliza por el submarino, adaptado a él, parece aceitado.
Por el viejo sé que el ingeniero no es nada temeroso, aun en las ocasiones de mayor nerviosismo. Durante el tiempo que estamos en tierra apenas si se lo ve en el casino de la flotilla, siempre anda ocupado en cada pequeñez del submarino para dejarlo a punto.
—En este submarino no se da vuelta un solo tornillo sin que el ingeniero inspeccione quién lo hace y cómo lo hace. No confía en ningún trabajador del astillero.
Al segundo oficial le dicen «enano» por su baja estatura. Como al viejo y al ingeniero, hace tiempo que lo conozco.
Es tan sabelotodo como el ingeniero. De continuo presenta un rostro interesado, aunque reconcentrado, pero cuando se le dirige la palabra inmediatamente aparece una sonrisa.
—Este está clavado a la cubierta —dice de él el viejo—, cuando él hace guardia duermo tranquilo.
El primer oficial sólo lleva hecho un viaje; casi nunca lo vi por el casino durante todo el tiempo que pasamos en tierra. El comandante no le dispensa confianza, así como al segundo ingeniero tampoco; no es fin trato cordial, pero tampoco reservado en extremo.
El primer oficial difiere mucho del «enano». Es alto, desgarbado, un tipo descolorido con cara de carnero. Le faltan aplomo y seguridad en sí mismo aunque los suple con su gran eficiencia. Lo catalogo en seguida: un cumple—órdenes sin gracia ni toque personal. Me llaman la atención sus orejas, de pantalla pequeña y lóbulos desproporcionadamente grandes; la nariz es fina, de manera que toda su cara da la impresión de haber salido con mala terminación de fábrica. Tiene la fea costumbre de echar miradas hacia los lados sin mover la cabeza; solamente cuando el viejo dice algo que quiere ser gracioso muestra una sonrisa avinagrada.
El viejo se refería a él, seguramente, cuando en el bar Royal nos dijo una vez:
«Veo un futuro muy oscuro si tenemos que salir al mar con tantos bachilleres y militantes de la juventud hitleriana».