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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (7 page)

El submarino está dividido en tres grandes compartimientos; no se gana mucho con ello, porque no bien uno de los compartimientos se llena de agua el submarino deja de flotar. Seguramente los constructores lo idearon para algún mar de poca profundidad, como el Báltico.

Como salidas de emergencia, el compartimiento de proa tiene la entrada de los torpedos, y el de popa, el ventanuco de la cocina.

Aún no llegué, sin embargo, a la sala de máquinas. Mi meta queda detrás de la cocina.

Voy saltando por encima de bolsas y cajones; primero paso por la habitación donde dormiré, luego por la cocina, que tampoco ha sido ordenada.

Nuestra sala de máquinas no puede compararse con la de los grandes barcos, enormes galerías que generalmente cruzan por debajo de todo el navío, de una punta a la otra, con muchos pisos interconectados por escalerillas brillantes, todo destellando su color de cobre, los caños como envueltos en vendas enyesadas, conectando las turbinas de alta y de baja presión. Esto es en cambio una estrecha cueva, ocupada por dos animales agazapados que son las dos grandes diesel con todas las máquinas de repuesto. Alrededor de ellas, hasta el último rinconcito está relleno con cañerías: bombas, manómetros, termómetros, medidores y todos los aparatos de medición imaginables.

Cada diesel tiene seis cilindros. Ambas desarrollan 2.800 caballos de fuerza.

Cuando las compuertas están cerradas, la única comunicación con la central es la radiofónica. El piso entre ambas diesel se recalienta muchísimo, ya que aquí, en esta habitación, es donde trabajan las maquinarias más sensibles.

Los dos maquinistas tienen todavía mucho que hacer. Johann es un hombre silencioso, pálido, alto y de mejillas hundidas, de mirada tranquila, con rostro fatalista, rubio y casi lampiño. El otro, Franz, es en cambio moreno y de mucho pelo; también éste es pálido, y se coloca siempre torcido. A ratos parece enojado.

Al principio creí que ésos eran sus nombres de pila; ahora se que se trata de sus apellidos; Johann se llama August, y Franz se llama Karl.

Más cerca de popa está la gran sala de máquinas eléctricas; estos motores son alimentados por baterías, que a su vez se nutren de los diesel. Los motores eléctricos tienen 750 caballos de fuerza. Todo aquí está limpio, frío y cerrado.

Las carcasas de los motores se apoyan en un suelo de raros destellos plateados.

A ambos lados, tableros con carteles negros, y un sinfín de amperímetros, voltímetros y resistencias. Las máquinas eléctricas trabajan sin aire exterior. Se trata de máquinas de corriente continua, inmediatamente colocadas sobre los ejes, detrás de los diesel.

Al navegar en superficie los diesel trabajan, se acoplan y sirven de generadores para cargar las baterías.

Atrás, a la izquierda y a la derecha, están los dos compresores de aire para los tanques de inmersión.

Vuelvo a la central y subo.

Las máquinas eléctricas impulsan el submarino hacia afuera, saliendo del
bunker
. La claridad perlada del exterior hace brillar su caparazón húmedo, que ahora parece de vidrio. Nuestro cuerno de señales suena una vez, dos veces, sordamente. Un remolcador contesta con voz aún más ronca.

Lo veo pasar, recortado en el cartón negro de la sombra que produce la luz neblinosa. Un segundo remolcador pasa muy cerca de nosotros; pesado y fuerte, tan cerca que puedo reconocer sin dificultad las gomas de automóvil que usa como protección fuera de borda, como los vikingos utilizaban los escudos. Un fogonero saca su cabeza negra de hollín por un ojo de buey y nos grita algo, pero el repentino sonar de nuestra señal no me permite oírlo.

El comandante en persona da las órdenes para las máquinas y el timón. Está prácticamente colgado de la barandilla, sobre el puente, lo cual le deja ver todo el submarino, desde proa hasta popa, durante las difíciles maniobras iniciales.

—¡Alto la máquina de babor! ¡Máquina de estribor a poca velocidad hacia adelante! ¡Timón todo a babor!

Trabajosamente avanzamos hacia adelante, metro a metro. Perforamos la niebla. Hace frío todavía.

La proa enfila entre un montón de barcos anclados muy cerca de nosotros; se trata de pequeñas naves que se dedican al cuidado del puerto.

El agua del puerto siempre huele igual: brea, podredumbre.

Por sobre los bancos de neblina sólo se ven algunos mástiles, más allá las instalaciones de carga y descarga. La negra filigrana de las grúas se asemeja a las torres de petróleo, enmarcadas por un paisaje completamente distinto.

Los trabajadores que se alcanzan a ver están ahora en un puente de paredes herrumbrosas que solamente permite divisar sus cabezas: una serie de cabezas bailarinas.

Hacia el Este, encima del gris de los frigoríficos, un color rosado comienza a mezclarse con la niebla lechosa. Un gran bloque de edificios va moviéndose hacia un lado, hasta que, de pronto, entre la estructura enrejada de una grúa, aparece nítido el sol... es sólo un momento, luego lo tiñe el humo grasiento de un remolcador, que lleva tras de sí una balsa de arena y carbón.

El viento húmedo me obliga a un temblor involuntario y retengo la respiración para no recibir en los pulmones tanto aire viciado.

En el malecón que da a la compuerta se ha juntado una buena cantidad de gente: operarios enfundados en monos grasientos, marineros, un par de oficiales de la flotilla. Allí reconozco a Gregor, que anoche no estuvo, Kortmann, los siameses Kupsch y Stackmann. Por supuesto, también está Trumann, quien parece completamente sobrio, sin huella alguna de la noche alcoholizada. Detrás de él descubro al «viejo de piedra» y a Bechtel, el de la bomba sobre la cubierta, y a Becher, el del bombardeo aéreo. Hasta Erler apareció, rodeado de muchachas con flores en los brazos. Pero Thomsen no está.

—¡Qué rabia me dan estos tontos! —oigo decir a un marino.

—¡Estúpidos! —oigo a otro, más allá.

—¡A la tercera de la izquierda, esa pequeña, a ésa me la monté!

—¡No te des tanta corte!

—¡Es que es cierto! ¡Te lo digo yo!

Atrás, a babor, comienza de pronto a hervir el agua a borbollones; montones de espuma rodean el submarino: la cámara de inmersión número 1 es llenada de aire. Inmediatamente, el agua se revuelve también en otros puntos, alrededor de la nave: las otras celdas son dejadas sin agua... la cubierta comienza a ascender lentamente.

Todos se hacen los alegres, se levantan el ánimo, se palmean, se dicen cosas, se sacan la lengua y ríen... nadie lo soportará por mucho tiempo.

Realmente, ya es hora de que nos vayamos. El comandante, los oficiales y toda la tripulación están a bordo. El que cayó en Magdeburgo ya tiene reemplazante: un adolescente de dieciocho años, con cara de queso.

Hace ya una hora que tenemos marea alta. Pasamos perfectamente por la compuerta.

Nuestros niños en cubierta representan su comedia y demuestran su alegría por poder zarpar. Y los del muelle hacen como si la envidia los carcomiera: ¡Quién pudiera ir con ustedes en este viaje maravilloso! ¡Ustedes verán al enemigo cara a cara! ¡Ustedes se ganan las Ordenes, y nosotros pobres cerdos tenemos que quedarnos en esta Francia de mierda!

Me acomodo en mi chaquetón de cuero, aún armado y gris.

Ahí estoy: las manos metidas en el fondo de los bolsillos forrados de cuero, el chaquetón hasta las rodillas; me muevo de un lado al otro sobre las botas con suela de corcho aislante.

—¿Impaciente? —me sonríe el viejo.

Los tipos de la banda de música, con los cascos de metal en la cabeza, nos miran con ojos vacíos.

Uno de la segunda hilera moja por enésima vez la punta de su fagot con la lengua, como si se tratara de un chupete.

Pasa un segundo eterno...

El director de los tachos mueve su batuta, y el níquel de los instrumentos de viento relampaguea; unos momentos más, y el murmullo de la gente se acalla ante el ruido cada vez más imponente de la música:

El primer oficial toca su silbato para soltar amarras. El comandante hace como si todo esto le importara un rábano. Se dedica aparentemente a chupar con fuerza un grueso cigarro. También Trumann, sobre el muelle, ha encendido el suyo. Ambos se saludan con la mano levantada, los cigarros entre los dedos medio e índice. Al primer oficial parece irritarle el humo.

—¿Dónde se metió Merkel? —grita el viejo hacia el muelle, cuando cesa la música.

—¡No lo sabemos!

—¡Perro!

El viejo pasea su mirada preocupada por el cielo, un instante nada más. Luego, tras una gran bocanada, se esconde dentro de una nube de humo.

—¡Suelten todas las amarras!

Las amarras de proa y de popa son aflojadas por los soldados del malecón, mientras desde el submarino los hombres de cubierta las recogen; lo hacen rápido y sin quemarse las manos; es la experiencia de siete viajes.

La última amarra cae al agua.

—¡Máquina de babor a poca velocidad hacia proa, máquina de estribor a poca velocidad hacia popa! ¡Alto ambas máquinas!

El remolino del agua a popa me hace mirar. Nuestro submarino se ha separado del muelle, una balsa en ese puré de aceite. Por ningún lado sale vapor, en ningún rincón se siente algún ruido. El submarino se aleja del malecón como atraído por un imán.

Al puente llegan pequeños ramos de flores. Los guardias las acomodan en las rendijas.

La línea de agua oscura que se extiende entre el acero gris del submarino y la pared manchada de aceite del muelle se hace cada vez más ancha. Allá, sobre el malecón, comienza a haber movimiento; desde atrás, uno parece empujar a la gente, divide la primera hilera para ver mejor: ¡Thomsen! Estira hacia arriba ambos brazos, el sol pega en su nueva Orden, y grita a todo pulmón:

—¡
Heil
! ¡
Heil
!

El viejo devuelve el saludo con el cigarro entre los dedos tan despreocupadamente como puede.

El submarino sigue alejándose, la escena se empequeñece. Proa al mar abierto.

Lentamente la niebla deja de cubrir el agua. Por encima de los hierros de una grúa vuelve a verse el sol; su rojo fuerte se esparce por todo el horizonte oriental. Hasta las nubes adquieren bordes coloreados. Y las gaviotas también se han vuelto rojizas. Con las alas plegadas se dejan caer desde la roja luz hacia el agua; en el último instante se impulsan hacia arriba nuevamente, en medio de sus gritos.

Por fin desaparece la niebla totalmente; incluso el agua es más rojiza ahora. Una grúa flotante muy cercana a nosotros despide una nube de vapor; en seguida el sol la tiñe de un rojo anaranjado.

Pronto el cielo se transforma en amarillo verdoso, y las nubes se visten de un gris paloma. El sol, más y más alto, gana en brillo.

Pasamos una boya verde. A estribor, los techos rojos de los
chalets
de veraneo se disponen muy juntos, para desaparecer detrás de pequeñas arboledas.

De repente me recorre un sonido alto y firme; le sigue un gorgoteo duro. La cubierta se conmueve, el gorgoteo aumenta y encuentra su ritmo monótono; los diesel entraron en funcionamiento. Da la impresión de que sólo ahora despertara el submarino de su sueño en el puerto.

Al poner las palmas de las manos sobre la barandilla del puente, siento el temblor vital de las máquinas.

Delante de nosotros, el mar. Olas pequeñas y sin fuerza se rompen contra las cámaras de inmersión.

Pasa un carguero, mimetizado en su verde—gris—negro.

—Alrededor de seis mil toneladas —asegura el comandante.

No le veo la ola de proa, está anclado; pasamos nosotros, no ellos.

Navegamos tan cerca de la costa que es posible distinguir cada línea de pesca. Los soldados nos saludan al vernos pasar.

Nuestra velocidad, es la de un ciclista, aproximadamente.

—¡Preparar la cubierta para inmersión! —ordena el comandante.

Las amarras desaparecen hacia abajo, los ganchos se inmovilizan, se controla cada tornillo por separado, se recoge el mástil, se colocan las armas, se preparan las municiones.

El número uno controla que todo se haga como es debido. Nada tiene que moverse durante las operaciones de rastreo. Otro control, esta vez del primer oficial. Es él quien responde al comandante:

—¡Cubierta libre para inmersión!

El comandante hace aumentar la velocidad.

La costa, ahora rocosa, se aleja. Hay sombras aún en sus recovecos. Las baterías antiaéreas allí colocadas son indistinguibles, no las veo ni usando los binóculos.

Dos barcos de avanzada, pesqueros reconstruidos, nos acompañan para defendernos ante un eventual ataque aéreo. Luego, para que no tropecemos con las minas, nos indica el camino otro barco. Es un buque pintado con colores mimetizantes y en su cubierta parece haber cualquier cosa, menos una defensa antiaérea.

—¡Ese sí que es un trabajo! —opina el oficial navegante—. Arriesgan el pellejo continuamente, en cualquier momento una mina les rompe los huesos. Todos los días lo mismo: entran y salen, entran y salen... ¡Muchas gracias!

En mis binoculares aparece la bahía de La Baule: un denso montón de casas de juguete. Me vuelvo hacia popa; St. Nazaire se ha transformado en una fina línea, sobre la cual las grúas tienen el tamaño de un alfiler apuntando rectas al cielo.

—¡Qué camino tan complicado! ¡Por todos lados hay naufragios! ¡Ahí, los mástiles aún se ven! ¡Aquél era un transporte hundido por los Stukas, la bomba entró directamente por la chimenea! Se lo ve con agua baja. ¡Allí hay otro más!

Ya casi no se ve la costa, en la desembocadura del río, cuando el oficial navegante corrige el goniómetro. Después de colocar el aparato en su lugar, se inclina sobre él.

—¡Eh, Jakob, córrase hacia un lado! El guardia de popa hace sitio.

—¿Qué está marcando? —pregunta el comandante.

—La punta de la torre de la iglesia... ya casi no se ve... y la roca a estribor.

El oficial navegante observa con atención, lee los valores y los da a conocer abajo.

—La última marcación de tierra —dice.

No nos espera ningún puerto. Nuestra próxima meta, en medio del océano, está dada sólo por dos cifras marcadas sobre el mapa, un punto formado por dos líneas que se cruzan.

La División de Operaciones separó el océano en un mosaico de pequeños cuadrados. Eso facilita las comunicaciones, pero dificulta a gente como yo, por ejemplo, acostumbrada a las coordenadas usuales, la lectura de la situación del submarino sobre el mapa.

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