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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (13 page)

Gracias a Dios, el submarino vuelve lentamente a ser el de antes.

El viejo juega al magnánimo con nosotros, cuando ordena que nos sumerjamos sólo a sesenta metros.

Un cuarto de hora después aparece el ingeniero, completamente empapado y sin respiración casi. El comandante le presta su propia chaqueta para que se abrigue, y hasta le sirve una taza de té en un acto de amabilidad desacostumbrada.

—¿Anduvo bien, eh, ingeniero?

El ingeniero acusa recibo de las palabras de aliento del comandante con una gélida mirada.

—¡Pero, pero, pero! —hace el comandante.

El ingeniero se apoya sobre sus espaldas y pone sus manos sobre las rodillas, con las palmas hacia arriba; están sucias de aceite. El viejo le lanza una divertida mirada despreciativa:

—¿Es posible, señor ingeniero? ¿Qué pensará nuestro primer oficial al ver al ingeniero sentarse a la mesa en ese estado?

El primer oficial enrojece. El ingeniero esconde las manos en los bolsillos y pregunta a su vez:

—¿Está mejor así? Porque voy a acabar de comer...

—¡Pero ingeniero! ¡No lo tome así! Coman y beban, que no hay como la tranquilidad. —El viejo se llena los carrillos con fruición, para proseguir en seguida—:

¿No quería usted reparar el diesel de babor? ¡Vea qué hermosa oportunidad se le presenta ahora! ¡Hasta podría revisar la de estribor, ya que estamos! Mientras tanto nos quedamos bajo el agua... Todo para usted...

¡Qué otra cosa le queda al ingeniero que desaparecer hacia la popa!

Desde que el submarino se hizo a la mar, el comandante parece más tranquilo. Incluso había vuelto más temprano de lo que le correspondía de sus vacaciones para estar presente durante la preparación de su nave, de puro nerviosismo.

La gente, lógicamente, vio en ese regreso temprano una señal de que por casa las cosas no andaban nada bien.

Pero, en verdad, nadie sabe nada concreto sobre la vida privada del comandante. Tampoco yo me puedo formar un cuadro claro de ella, a partir de escenas entrecortadas recordadas sin muchas ganas, acotaciones marginales u observaciones hechas por mi propia cuenta. A veces lo descubro ordenando cartas escritas en tinta verde con una letra enorme; la dama que se las hace llegar es, según dicen, la viuda de un aviador, hija de un juez. El comandante nos contó algo de ella, una vez.

El piano, los candelabros, los «hermosos vestidos de noche», entran en la información del viejo. También habló de discusiones, con cara larga. Parece que tuvo que acompañarla a hacer compras, con la Orden al cuello.

—Fue demasiado peso para la balanza y se rompió. Demasiado tonto todo. Además todas las noches había una nueva reunión. ¡Si hasta quería que diera charlas en las escuelas! ¡Ah, no, ahí se acabó para mí!

Ya muchas veces el viejo nos había dicho qué era lo que él consideraba unas buenas vacaciones:

—Lo único que uno desea es poder cambiar de vestimenta, bañarse por horas enteras, no darle importancia a nada; sin diario, sin radio; apagar y cerrar todo.

Los trabajos en la sala de máquinas terminan en una hora. Por los altavoces se oye la voz tonante y enérgica del comandante:

—¡Prepárense para emerger!

La guardia se dispone al pie de la torre.

—¡Emerger! —ordena ahora el comandante.

El ingeniero también da sus indicaciones.

—El submarino sube... El submarino está en la superficie —informa el ingeniero.

La guardia sale a cubierta, la maniobra toca a su fin.

Un fogonero sube también. Enciende un cigarrillo, se acomoda como un beduino, y se entrega al placer de fumar. Pero aún no lo ha conseguido del todo, cuando ya vuelven a llamarlo.

Por la tarde. El submarino hace dos horas que navega en superficie, a media velocidad. Nos movemos a más o menos catorce o quince millas marinas por hora, aproximadamente lo que hace un buen ciclista.

—¡ALARMA! El badajo de la campana me pega directamente en el corazón. Se me corta la respiración. ¡Maldita campana!

Un hombre sale a escape del baño, los pantalones a medio poner.

—¡Ni cagar se puede! —le gritan desde atrás.

Los diesel ya dejaron de funcionar. El submarino comienza a tumbarse.

¿Qué es lo que pasa? ¿No será que el ingeniero lo toma como otra de las bromas del viejo? ¡Porque esta alarma es de verdad!

Comenzamos a sumergirnos. Nos quedamos bajo el agua sólo un cuarto de hora y volvimos a la superficie.

—Por hoy creo que es suficiente —opina el ingeniero.

—Mmm —es la respuesta del viejo.

—El viejo y los Tommies, ¡qué bien se complementan! —le oigo a Zeitler—; entre los dos está en movimiento continuo.

PREPARATIVOS

 
Miércoles. Quinto día en el mar
. El murmullo de la radio me despierta. La compuerta hacia la cocina se cierra con ruido; se oyen voces discutiendo fuertemente. Pilgrim se enoja con el camarero porque aún no ha limpiado la mesa de la cabina, pegajosa como está por la mermelada.

Por la rendija que me ofrece la cortina alcanzo a ver a Wichmann, al lado de la mesa, en conversación con Pilgrim. Pilgrim y él conocen un solo tema. Algunas veces no entiendo bien su vocabulario ni sus figuras idiomáticas, que se ve, son propias de ellos dos.

Los ojos de Wichmann son bizcos hacia fuera; además, un poco saltones, de manera que su aspecto tiene algo de sapo. Lleva los cabellos peinados con fijador, para que queden bien alisados. Su sueño de toda la vida es el teatro, el cabaret, la sociedad distinguida; tiene la boca llena de palabras, y conserva algo de sus estudios de bachiller frustrado. Pero dicen que a pesar de su pedantería, es un buen hombre de mar.

El marinero Pilgrim, como, su colega Rademacher, es electricista; es pequeño, pálido, y lleva una barbita en el mentón. Sólo que es más charlatán que Rademacher.

Pilgrim y Wichmann están concentrados ahora en una importante charla acerca de sus experiencias con una dama de burdel que ellos visitaron.

Me tiro de la cucheta.

Mi lengua parece un pedazo de cuero, pegada al paladar. El carraspeo no me ayuda. No encuentro agua para enjuagarme, así que tengo que dar vueltas y más vueltas con la garganta así, la flema que no se despega por más que yo lo intente. Hasta que por fin la tos me la trae a la boca... ¿Y ahora qué hago?

El camarero me indica que está listo mi desayuno. Le contesto con un movimiento de cabeza, con tal de no tener que abrir la boca, a ver si se me escapa. Encuentro un trozo de papel de diario y escupo sobre él; lo envuelvo bien. Me dan náuseas.

Con voz clara, pero a medias, consigo preguntar desde abajo si se me permite subir a la torre.

—¡Sí, señor! —llega la contestación del segundo oficial.

Me pongo el paquetito en el bolsillo del pantalón y subo al aire puro.

—¡Buenos días! —saludo, y tiro mi esputo empaquetado por la borda, mientras abro la boca para que el aire de mar me cambie el gusto. Aprovecho para conocer la dirección del viento, antes de abrirme la bragueta y orinar; ¡ah, qué placer!

Sólo ahora tengo ojos para el cielo y el mar que me rodean.

Pronto me pierdo en la ensoñación que produce el mirar la estela que el submarino va dejando tras de sí. Espuma y burbujas encuentran continuamente, nuevas figuras en su danza sin fin.

Miro hacia la popa, donde la estela abandona el barco. Tiene unos metros de ancho, nada más, pero a lo largo parece infinita. Alrededor de ella, el oleaje que intenta despuntar hacia arriba se quiebra y se hunde dentro de la espuma.

Mantenemos siempre el mismo curso. Para llegar a nuestro centro de operaciones necesitamos, según el oficial navegante, unos días más, alrededor de diez. Eso a velocidad de crucero. Pero podríamos llegar antes, yendo a toda máquina. La ventaja de ir a esta marcha reside en el ahorro de combustible ya que así se gasta menos. El combustible debe ser ahorrado para la lucha.

Durante el desayuno espero al comandante en vano.

La campana de alarma vuelve a traspasarme. ¡Avión!, pienso. ¡Avión! Descubro al comandante en la central; en la mano tiene un cronómetro.

Gracias a Dios, se trata de una alarma de prueba. El viejo está controlando, reloj en mano, cuánto tarda el submarino en sumergirse desde que es dada la señal de alarma.

Vuelvo a mi habitáculo. Ya el submarino comienza a perder la horizontalidad, así que me apresuro a sostener los platos que quedaron sobre la mesa; pero dos o tres se han caído.

Esto me hace pensar en todo lo que ha ocurrido ya durante las alarmas de prueba. Por ejemplo, en el submarino de Kerschbaumer sucedió una vez que se olvidaron de cerrar las válvulas correspondientes al manómetro de profundidad, de manera que, al sumergirse sin haberse percatado de ello, Kerschbaumer pensó que aún no habían alcanzado la profundidad deseada, que era de ochenta metros. Siguieron descendiendo entonces hasta que se dieron cuenta del error; pero ya estaban a doscientos metros por debajo del nivel del mar... cuando los constructores garantizan solamente hasta una profundidad de noventa.

La siguiente alarma de prueba nos sacude cuando estamos almorzando; al levantarse de un salto el ingeniero vuelca una sopera de la mesa, con tan mala suerte que la sopa caliente cae sobre las piernas del segundo oficial.

El viejo no parece conformarse ni siquiera después de esta tentativa. No se le oye ninguna palabra de alabanza.

Alrededor de las dieciséis horas viene la tercera alarma de prueba. Las tazas de té de la tarde se hacen añicos.

—¡Si seguimos así pronto tendremos que comer con las manos! —se queja el oficial navegante.

Hasta que al fin dice el comandante: —¡Ahora sí está bien hecho!

Por mi parte trato de seguir adentrándome en el mundo de la técnica, para lo cual me instalo en la central. No puedo concentrarme por la discusión que mantienen Frenssen y Wichmann; es la discusión eterna entre marineros y maquinistas, que termina abruptamente con la aparición del oficial navegante.

La tranquilidad del ambiente me permite abocarme nuevamente al estudio del sistema de inmersión. Este está representado ante todo por las celdas de inmersión, por medio de las cuales el submarino se mantiene a flote, al estar ellas llenas de aire. En total son tres, una dentro del cilindro estructural y las otras dos entre el cilindro y la cobertura externa. La celda interna está preparada para funcionar por sí sola, manteniendo al submarino en superficie en caso de que las otras estén dañadas.

En el polo inferior de las celdas se encuentran las válvulas para entrada del agua; en su polo superior, los respiraderos para la salida del aire. Válvulas y respiraderos se abren cuando nos sumergimos, de manera que se escape el aire y éste sea reemplazado por agua.

Además de las celdas, el submarino está equipado con
bunkers
de inmersión, esto es, grandes tanques llenos de combustible, situados por fuera de la estructura principal. A medida que nos alejamos del punto de partida el combustible se va reduciendo, por el uso. Es así como tales
bunkers
se llenan de aire paulatinamente, con lo cual pasan a funcionar como nuevas celdas adicionales, verdaderos reservorios de aire que también ayudan a que el submarino se hunda por su peso. Según que los
bunkers
estén llenos de combustible o de aire, decimos que nos encontramos en situación (flotatoria) A o B.

Las llamadas celdas de regulación están situadas por encima de la central. La utilización de provisiones, agua y demás, hace que el submarino pierda peso, lo cual está regulado por dichas celdas, de ahí su nombre; cuando nos alivianamos, automáticamente se llenan de agua.

En cambio, las celdas de equilibrio sirven para mantener el submarino en posición una vez sumergido. Cuando éste se inclina demasiado de popa o de proa, por medio de dichas cámaras se hace pasar agua de un lugar a otro del submarino, para nivelarlo. Eso se llama nivel cero. Como se comprenderá se trata de celdas muy importantes para la vida sobre la nave.

Bajo el agua, los submarinos son muy sensibles a cualquier cambio de peso, tanto hacia los costados como a lo largo; por eso los constructores les dieron a las celdas de equilibrio la mayor importancia colocándolas en los puntos más extremos de la embarcación.

Me hallo realmente cansado, de manera que después de cenar me tiro en seguida en mi cucheta.

Los marineros con los que comparto el habitáculo ya no consideran un problema mi presencia entre ellos, quién sabe por qué. Así es que en cuanto me acuesto, les oigo tocar el Tema Número Uno. Creo que basta con correr mi cortinilla para que ellos me consideren inexistente. A veces pienso que soy un zoólogo que quiere observar a sus animales, y lo logra cuando ellos se acostumbran a su presencia.

Los que se encargan de adormilarme con sus fantasías sexuales son Frenssen y Zeitler.

Zeitler es de rostro casi religioso, que no pega con su cuerpo de atleta; tiene reputación de ser un gran hombre de mar, invencible en lo suyo. Pertenece a la primera guardia; si no he observado mal, el viejo le tiene más confianza que al primer oficial.

Frenssen, de los diesel, es un muchachón bien plantado y muy seguro de sí mismo, en cualquier situación en que se encuentre. Tiene pose de cowboy, con cara de malo, que debe haber estudiado ante el espejo cuidadosamente. De veintidós años, duerme justo debajo de mi camastro.

Oigo:

—¡Aquí huele realmente a cerdo!

—¡Perfume no es lo que se puede pedir en un lugar como éste!

Suspiros y bostezos. Masticación.

—¿Estás lleno de envidia, porque no te salió bien como a mí?

—¡Bah, lo que tú haces con el pito yo puedo hacerlo con el dedo gordo del pie!

—¡Claro, porque es la única forma en que podrías!

—En fin, de todos modos por un tiempo se acabó la buena vida; ahora ellas se estarán dejando montar por otros... ¡tu chiquita también!

—Veo que tu inteligencia es mucha...

—Deberías haberle tapado el agujero, si no querías tener más hermanos de cama...

Ruido de cubiertos.

Silencio.

Jueves. Sexto día en el mar. 
Antes del desayuno ya estoy con el comandante en el puente.

Hay pequeñas nubes azuladas colgando del cielo, conectadas entre sí por finos filamentos blancos. El fondo rosa se filtra por todos lados y va aumentando de continuo. Por fin aparece el sol y los colores se borran.

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