Submarino (17 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Lo único que vimos en los últimos días fueron un tonel a medio sumergir, un par de cajones y, otra vez, cientos de corchos de botellas flotando solos en el mar. El comandante no podía explicárselo:

—¡No pueden provenir de una orgía, solamente corchos y ninguna botella!

¡Qué cosa de locos!

Estoy de guardia con el oficial navegante. Por lo menos mantengo entrenados los bíceps, de tanto sostener los binóculos; a medida que el tiempo pasa, tengo que descansar el brazo más a menudo; el navegante parece acostumbrado al peso porque soporta horas sin mover siquiera los brazos.

—Llevamos una doble vida —me dice de pronto, y yo no sé hacia dónde quiere ir.

Del oficial navegante se puede pensar de todo, pero nunca creer que se trata de un hombre de palabra fácil. Por eso se entrecortan sus palabras al afirmar:

—Vivimos medio sobre el submarino y medio sobre la tierra—. Se nota que quisiera seguir hablando, pero que no encuentra la frase adecuada.

Nos concentramos ambos en el cuidado de nuestros respectivos sectores.

—Es así —prosigue por fin—, estamos completamente aislados aquí arriba: ni correo, ni comunicaciones, nada... Pero de alguna manera quedamos en contacto con el hogar; a pesar de todo.

—¿Sí?

—Por ejemplo, uno siempre, se está creando problemas: continuamente uno se descubre pensando cómo estará todo por casa; y los que están allí ni saben dónde estamos flotando...

Otra pausa. El navegante da rienda suelta a su pensamiento:

—Cuando zarpamos... —y deja la oración colgada en el aire por un largo rato— es como si nos perdiéramos. Si a un submarino le pasa algo; tardan meses en enterarse.

Silencio.

—Cuando un hombre se casa, vale sólo la mitad —en esto es axiomático.

Ahora comprendo. Está hablando de sí mismo. Mas hago como si creyera en su conversación, mantenida forzadamente en un tono general.

—No sé realmente si los anillos son tan importantes... ¿Desde cuándo está casado el ingeniero?

—Seis meses. Es una rubia, alta, con ondas en el pelo...

La charla se le hace más fácil, ahora que ya no se trata de sus propios problemas.

—Ella le dio un ultimátum; y eso que no tiene cara de pasarse todo el día encerrada cuando nosotros nos hacemos al mar. Buena mierda para el ingeniero. Y además está embarazada.

Después de una larga interrupción, nuevamente se le atraviesan las palabras a Kriechbaum; seguramente ha vuelto en sí.

—¡No pensar sería lo mejor!

Yo murmuro una contestación y nos dedicamos a otear el horizonte. Centímetro por centímetro.

A proa, un poco a babor, se ve un banco de niebla, como lana gris verdosa. El controla una y otra vez la zona en cuestión: los bancos de niebla son en extremo peligrosos.

Transcurren más de diez minutos antes de que redondee su concepto:

—Quizá lo único bueno sea dejar de crearse problemas.

Me pongo a pensar en el alférez Ullmann. También él tiene sus problemas. Con su nariz respingona, rodeada de pecas, parece un niño de catorce años. Cuando se pone el uniforme da la sensación de un muchacho que va a recibir la confirmación.

En general, es un tipo querido. Se hace querer. Y cuando uno lo mira de cerca se da cuenta de que no es tan niño: lo delatan las arrugas de la cara.

Un día, estando a solas con él en nuestro habitáculo, lo noté raro en su manera de comportarse; jugaba indeciso con los restos de comida que habían quedado sobre la mesa, con los cubiertos; miraba fijamente su obra y de vez en cuando levantaba la vista hacia mí.

Yo me daba cuenta de que me quería decir algo.

—¿Conoce la florería que está al lado del café
L'ami Pierrot
?

—¡Claro, y también a las dos vendedoras! ¡Son bonitas! Jeannette... ¿cómo se llamaba la otra?

—Françoise —me respondió el alférez—, con ésa estoy comprometido... en secreto, se entiende.

—¡Tsss! —es lo que me salió primero, por la sorpresa. ¡Nuestro pequeño alférez del traje grande comprometido con una francesa!

—¡Bonita chica! —le dije entonces.

El alférez se quedó un rato todavía sentado sobre su camastro, las palmas de las manos apoyadas sobre los muslos, como si su confesión lo hubiera cansado mucho.

Me cuenta más: la chica está embarazada. El alférez no es tan simple como para no saber toque el niño significa en la vida de esa muchacha: nosotros somos el enemigo. Y así es fácil procesarla.

—Ella no quiere abortar...

—¿Cómo?

—No si nosotros regresamos ...

—...nada más que océano. —La voz del oficial navegante me saca de mis recuerdos.

Durante su charla éste no despega un segundo la vista del sector que le corresponde.

Esto habría que filmarlo; muchos fotogramas de la nada, la cubierta pelada, un par de nubes, nada más, absolutamente nada más. Y nosotros en el submarino; pan mohoso, cuellos sucios, limones podridos, camisas rotas, mantas sudadas; y, sobre todo, nuestros rostros grises.

Decimosexto día en el mar
. El ingeniero parece estar hoy de buen humor. Quizá porque por la mañana le salió bien una difícil reparación en las máquinas. Hasta se digna silbarnos algo.

—¡De película! —acota el viejo.

Cierro los ojos y se me aparece la escena del bar Royal. Allí era donde el ingeniero Merkel me quería enseñar a silbar con los dedos en la boca.

¡Cuánto hace de aquella noche de alcohol! Veo a Trumann tirado en la orina, hablando entre las burbujas que se rompen.

El viejo me lee el pensamiento:

—¡De Trumann no sabemos nada hace mucho! Tiene que haber zarpado hace tiempo...

De Trumann nada sabemos; pero tampoco nada de Kortmann, ni de Merkel.

Sólo hemos oído algo de Kallmann y de Saemisch, a quienes se los llamó por radio para saber su posición. También hubo comunicaciones de Flechsig y de Bechtel.

Este será un mes cagado, pienso yo.

—A los otros no parece irles mejor —murmura el viejo.

Hasta la cena faltan todavía una hora y diez minutos; hago el cálculo: setenta minutos, cuatro mil doscientos segundos.

El radiooperador le alcanza una comunicación al ingeniero, quien se pone a descifrarlo.

Como por casualidad aparece el navegante; observa al ingeniero por el rabillo del ojo. Pero el ingeniero hace como que está enormemente concentrado en su trabajo y no deja leer nada de la expresión de su rostro. Por fin le guiña un ojo al navegante, mientras le pasa el comunicado, ya inteligible, al comandante.

No es más que la orden de dar a conocer nuestra posición.

El comandante desaparece con aquél hacia la central. En seguida saldrá al aire la señal con nuestras coordenadas.

PREPARATIVOS II

 Cada vez que hay sitio, voy al puente. Miro a mi alrededor como desde una pequeñísima isla sin árboles. Ningún mástil me impide la visión del mar y del horizonte.

Todos los días el cielo cambia de color; así, hay jornadas con cielo verde, verde vitriolo o verde pistacho. En algunas oportunidades, el verde es fuerte, pero en otras se trata sólo de una espuma como el caldo del hervor de las espinacas, o de un verde cobalto, frío, que en seguida se transforma en amarillento.

Los tonos del amarillo van desde un color cromo, en la mañana, hasta un amarillo cadmio, o índigo en la tarde.

A veces, el cielo todo se presenta como un incendio amarillo. También las nubes se visten a ratos de amarillo: sucio, azufrado. La caída del sol se tiñe de amarillo oro, hasta que se hace anaranjada, Pero los cielos más llamativos son los rojos: tanto por la mañana como al atardecer, el firmamento se cubre de ondas rojas de increíble intensidad. Hay rojos de todos los tonos, desde el rosa opalino hasta el púrpura más profundo, pasando por el rojo de los geranios, de la escarlata, de la malva. Y entre rojo y amarillo, toda la escala de los anaranjados.

Más raros que los rojos son los fuegos violetas. Son pálidos y efímeros, en seguida pasan al gris. Pero los violeta—azulados, casi negros, son malos y amenazantes. También hay atardeceres col cielos violeta—purpúreos, como ningún pintor osaría llevar a la tela.

Los cielos grises presentan tonalidades sin límite. Los hay de un gris caliente, y los hay de un gris frío; los hay con personalidad, como el gris paloma, y los hay que no dicen nada, como el gris acerado.

Aparte del gris, el color dominante en los cielos es el azul. Es impresionante la visión de un cielo azul profundo que cubre un mar rebelde, picado por los vientos, sobre todo si es un azul cobalto, sin nubes de tormenta.

También el mar cambia de colores: el agua gris y vaporosa del amanecer, el agua negra, verde botella, gris, violeta, blanca.

Las variaciones se producen por la estructura cambiante de las olas: el mar de seda, el mar encrespado.

Aún tenemos sobre el submarino la carga de catorce torpedos y ciento veinte granadas para los 8,8. Solamente la munición 3,7 va disminuyendo en cantidad, debido a los disparos de prueba. También se usó parte de las ciento catorce toneladas de combustible. Y las provisiones menguaron.

Hasta ahora no hemos contribuido a la guerra en el mar; no hemos hecho el menor daño al enemigo. No hemos hecho honor al nombre, como se suele decir...

Hemos rotado guardias, hemos llenado el estómago y digerido, hemos inhalado feos olores y hemos producido otros feos olores.

Ni siquiera hemos errado un disparo. Por lo menos así hubiéramos hecho lugar en el habitáculo de proa. Pero ahí están, todos los torpedos encremados y aceitados.

Con el atardecer el cielo se vuelve gris, como la ropa que se lava con el jabón de guerra. El radar se engancha en los nuevos colores. Pronto el gris se confunde con el gris, y el mar y el cielo ya no se pueden identificar. Más arriba de lo que supongo el horizonte, donde debiera estar el sol, se divisa una tenue claridad.

Hasta la espuma ha dejado de ser blanca; ahora está sucia.

El viento, al llorar, suena como el lamento de un perro, cobarde y deprimente. El submarino se mueve como si se tratara de un tiovivo, siempre arriba y abajo, continuamente arriba y abajo. El espionaje del cielo cansa, y yo me tengo que contener para no caer en una enorme apatía.

¡Si sólo pasara algo! ¡Si solamente pudiéramos andar a toda máquina, cambiar el ritmo!

Tengo algodones en la cabeza, los miembros pesados, los ojos doloridos.

¡La humedad, el viento, los preparativos, todo es una mierda!

Hagen, el fogonero de las máquinas eléctricas, goza de general prestigio, quizá debido a que es el más viejo de su grupo. Y él lo sabe. En la media luz ambiente veo solamente sus ojos y su nariz. El bigote le crece hacia arriba, casi le toca los párpados. La frente se esconde detrás de una masa de pelo. Sigue usando barba, como cuando estábamos en tierra. Es su séptimo viaje al enemigo, seis de los cuales los hizo con otro submarino.

—Hmm! —dice Hagen, y todo el mundo espera lo que vendrá. Yo estiro las piernas, me acomodo, y aguardo.

Hagen aprovecha el suspenso; se limpia las manos y se sirve té, que toma lentamente con toda fruición.

—¡Estamos esperándote! —le reclama el público.

—¡Qué rabia me dieron los Tommies una vez! Hacía un tiempo como el de hoy, cuando los Tommies nos tenían cercados. Vigilados. Debajo de nosotros no había suficiente profundidad para sumergirse. Y ya soportábamos todo un día de bombardeo.

Bebe un sorbo de té.

—Pero no nos alcanzaron; esperaron un largo tiempo, para que nosotros tuviéramos que salir a la superficie. Así dos días. En la noche del segundo salimos de repente, y lo más rápido posible nos alejamos del lugar, tratando de no hacer sombra siquiera. Hoy todavía no lo entiendo. Tienen que haberse dormido. Y al día siguiente, como si esto no hubiese sido nada, hundimos un destructor.

Hagen piensa.

—Teníamos al destructor delante de nuestras narices; lo encontramos de improviso, cuando se abrió un poco la niebla. —Nos aclara su relato con dos fósforos—: Este aquí es el submarino, y éste el destructor enemigo. —Los fósforos se miran ahora por sus cabezas—. Yo fui el primero en disparar... a mi manera, se entiende.

Con movimientos de los fósforos, Hagen nos muestra el desarrollo de la batalla y lo rápido del ataque. Finalmente, el fósforo que representa al destructor queda partido por la mitad.

Hagen termina su representación tomando el fósforo roto entre los dedos y tirándolo al suelo. Para hacer aún más drástico el final, se incorpora y lo pisotea con fuerza. Todos le vemos el disgusto en el rostro.

Hace ya tres días que el radiooperador no recibe sino las posiciones de otros submarinos. Ningún informe sobre ataques o victorias.

—¡Tan inactivos como ahora no estuvimos nunca! —se queja el viejo.

El mar hierve. El viento le inyecta continuamente nuevas masas de aire, de manera que el agua tiene el aspecto de una superficie blanco—verdosa. Por ningún lado se divisa el acostumbrado verde botella. Sólo un blanco sucio y gris.

De tanto pensar, durante el desayuno el viejo se olvida hasta de masticar; sólo se percata de ello cuando el camarero trata de retirar la mesa. Por unos segundos se dedica a mover el maxilar, pero en seguida cae de nuevo en su profunda meditación.

Indiferente, corre los platos con la mano mientras parece salir de su ensueño. Creo que quiere decir algo, porque abre la boca, pero da la impresión de haberse arrepentido. Por fin comunica lacónicamente las órdenes de la mañana: a las nueve inmersión de prueba, a las diez clase a los alféreces, mantener el curso hasta el mediodía. Siempre lo mismo.

Una de las causas del malhumor del viejo es el primer oficial. Su forma de expresarse, siempre algo crítica, pedante, influye en el trabajo y en la relación personal; al viejo le ataca los nervios. Pero sobre todo las ideas políticas del primer oficial son incomprensibles para el viejo.

—¡Este parece odiar directamente a cada uno de los Tommies! —nos dijo ayer, cuando el primer oficial tomaba la guardia— ¡Está bien amaestrado! En fin, por lo menos en eso sigue una línea...

Daría algo por poder ir de paseo, aunque no fuese más que media hora. Mi vida significa actualmente nada más que estar de pie, sentado o acostado. ¡Qué ganas de trepar árboles! Sólo pensar en ello me hace aspirar el aroma del bosque. ¡Mmm... !

El radiooperador acaba de recibir una comunicación; todos nos arrastramos hasta allí porque cada uno de nosotros está esperando algo que nos saque de esta atmósfera de continuos preparativos.

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