Authors: Lothar-Günther Buchheim
El comandante lee el informe traducido, moviendo los labios mas sin decir una sola palabra. Y así, mudo, nos deja para irse por la compuerta.
Nos miramos sin entender.
Lleno de curiosidad voy hacia la central. El comandante está agachado sobre la carta marina. Por ahora tengo que esperar; en la mano izquierda retiene el comunicado, mientras que con la derecha trabaja sobre el mapa con el compás.
—¡Podría ser! —le oigo murmurar—. ¡Podría ser perfectamente!
El primer oficial no aguanta más y le pide la tira de papel. Dice: «Convoy cuadrante XY. Curso zigzag de sesenta grados, velocidad ocho millas». Con una mirada al mapa me doy cuenta de que el cuadrante XY está a nuestro alcance.
El oficial navegante carraspea y pregunta, con la indiferencia más inocente, por el nuevo curso. Hace como si el comunicado no nos hubiera traído más que el nuevo precio de las patatas en el mercado.
Tampoco el comandante se mosquea.
—Vamos a esperar —es todo lo que contesta.
Por ahora no pasa nada. El ingeniero se limpia un diente con la lengua. El navegante se entretiene en la minuciosa observación de sus uñas, y el comandante mide mientras tanto ángulos y distancias.
El navegante mira por encima del hombro del comandante. Yo saco unas ciruelas de un cajón y comienzo a mordisquearlas, hasta que el hueso totalmente limpio, baila entre mis dientes y la lengua.
La comunicación vino del submarino de Martens, que fue primer oficial del viejo antes de ser trasladado a la sexta flotilla.
Nuevas llamadas nos permiten saber que son tres los submarinos que han recibido la orden de perseguir al convoy; luego el número aumenta a cuatro, y por fin a cinco.
Nosotros no estamos entre ellos...
Las horas se suceden y no hay comunicados que vengan dirigidos a nosotros.
El comandante pasa el tiempo sentado en un rincón de su camastro, absorbido por un cuaderno de notas en el cual constan órdenes secretas, reglas tácticas, órdenes para la flotilla y cosas por el estilo. Todos sabemos cuánto odia el comandante esos papeles, y que sólo los ha tomado entre las manos para tener un pasatiempo.
Son alrededor de las diecisiete y aparece una nueva llamada. El comandante levanta los párpados, su rostro se aclara; ¡es una comunicación directa para nosotros! El viejo lee y vuelve a apagarse su semblante; se trata nada más que de dar cuenta del clima reinante en nuestra zona.
El navegante prepara el informe y se lo da a leer al comandante: «Presión atmosférica subiendo. Temperatura del aire cinco grados; viento Noroeste seis; nublado, cirroestratos. Visibilidad siete millas. Firmado: UA».
Para no contagiarme el humor del comandante, me voy a cubierta. Los cirros se han apelotonado y el azul se esconde tras ellos. No pasará mucho tiempo antes de que el gris se confunda nuevamente con el gris. La luz se enfría.
El segundo oficial no se deja impresionar por los colores del cielo. Solamente se enoja por las nubecillas, que para él representan, apenas la falsedad y el engaño. Continuamente las espía con los binóculos.
Vuelvo abajo y me pongo a trabajar con mis cámaras. Anochece cuando regreso a la cubierta. Las nubes se muestran irisadas por la luz, pero pronto el sol deja de jugar con ellas y les vuelve su color apesadumbrado de gris. Muy alto en el cielo se ve el blanco de la luna menguante. Son las dieciocho horas.
Después de la cena nos sorprende una nueva llamada por radio. El comandante se inquieta. Cada cuarto de hora va a la central y se interesa en los mapas. Al regresar, son cinco los pares de ojos que aguardan un movimiento de sus labios: en vano; el comandante no habla.
El ingeniero trata de sacarlo de su estado de depresión. Pero el viejo ni le oye.
Desconcertado, el ingeniero toma un libro y se dedica a la lectura. Yo también.
El segundo oficial y el segundo ingeniero hojean una revista. El primer oficial mira un cuaderno en el que ha hecho anotaciones.
Voy a mi habitación, pero al pasar junto al radiooperador, lo veo garabatear apurado sobre su papel. ¡Inmediatamente regreso a la cabina de los oficiales! El segundo oficial descifra. Su rostro denota extrañeza; algo anda mal.
El comandante recibe en sus manos el comunicado, y en seguida adquiere la misma expresión de asombro.
Nos lee: «Bombardeado por un destructor enemigo durante cuatro horas.
UM.» El comandante pierde la voz al decir las últimas palabras. Suspira muy hondo y se tira en su rincón preferido, sobre el camastro. Ni una palabra, ni una maldición, nada.
Más tarde lo sorprendo sentado en el puente.
—¡Esto es una cosa de locos! —me manifiesta— ¡Tenemos la peregrina idea de que estamos solos en medio del mar, y resulta que estamos rodeados de barcos por todos lados, cientos de barcos en el mar, y quizá no tan lejos de nosotros... pero detrás del horizonte. —Hay acritud en su voz—. La redondez de la Tierra... Dios debe haberla hecho así para los ingleses. ¿Qué podemos ver, a esta altura en que nosotros nos encontramos?
—Pero... tenemos aviones —trato de suavizar yo.
—¡Sí, aviones! ¡Aviones tienen ellos! ¡Porque los nuestros solamente saben abrir grande la boca, nada más! ¡Quisiera saber dónde están ahora!
Es una suerte que el ingeniero aparezca en ese momento. Aprovecho para desaparecer hacia abajo.
El viejo me sigue. Se sienta sobre el guardamapas, deja pasar un poco de tiempo y continúa.
—Quizás aún queden esperanzas de encontrarlos, si son muchos los submarinos que buscan...
A la mañana siguiente leo el parte que llegó por la noche: no hay rastros del submarino bombardeado.
Este es el peor día desde que zarpamos. Todos tratamos de evitarnos para no hacer comentarios al respecto. Yo paso la mayor parte del tiempo sentado en mi camastro. El ingeniero no aparece ni para comer. Está con el segundo en la sala de máquinas. Nosotros tres, el primer oficial, el segundo y yo, no nos atrevemos a dirigirle la palabra al comandante, quien apenas si prueba la comida.
Hoy no se escuchan discos por el altavoz; hasta el camarero parece estar en un velatorio.
Por fin el comandante abre la boca:
—¡Estos no cometen más errores!
También en proa es todo depresión. Dos o tres, Ario entre ellos, se la pasan maldiciendo, mientras otro, muy religioso, lanza miradas al cielo raso; hasta que Ario estalla de sólo verlo.
El viejo está sentado conmigo a solas, en el habitáculo de los oficiales. Recibimos un comunicado radiográfico dirigido a Bachmann; por tercera vez en cuatro días, el submarino de Bachmann debe dar a conocer su posición.
—Silencio absoluto —murmura el comandante—. A este lo agarraron. En el estado en que estaba no debería haber salido.
Es el tema de siempre: ¿Cuándo un comandante está «pasado»? ¿Cuándo debe ser relevado? ¿Por qué no hay médicos que impidan la salida de los comandantes que están acabados?
El primer oficial de Bachmann es Ziemer. ¿Se habrá emborrachado? Es imposible imaginarlo. Aún lo veo a Ziemer con la camarera del casino de oficiales, tomando el sol. Se hacía aclarar por ella los nombres en francés de cada parte de su hermosa anatomía. Él, mientras tanto, practicaba sobre el modelo vivo. Le acariciaba los pechos y decía: «
Les duduns... Les seins
». Y en seguida le ponía las manos entre las piernas y deletreaba: «
Le lapin
». A lo que ella corregía: «
Le vagin
», y así seguían...
Nos llega desde al lado la voz del primer oficial: está dando una clase sobre informaciones secretas.
—Eso no tiene objeto. Los Tommies ya hace tiempo que tienen en su poder uno de nuestros submarinos, intacto —me dice el viejo.
—¿Ah, sí?
—Sí; uno se rindió. El submarino de Ramlow. Así es que se llevaron todo nuestro material secreto, con todas las traducciones.
—¡Los de arriba ya lo sabrán!
—¡Si uno piensa que a lo mejor Ramlow hasta pertenecía al servicio secreto! ¡No puede uno confiar ni en su propia sombra!
Pasó por fin otro día.
Amanece, y la primera luz me encuentra sobre el puente, con las manos en los bolsillos de la chaqueta de cuero, inmóvil.
Desciendo y observo nuestro itinerario sobre la carta. Aparece el navegante.
—¡Esos jeroglíficos son la llave de todo! ¡Pero ni ellos quedan! Después del viaje los borro porque la carta debe ser usada nuevamente. Sólo guardamos una copia en papel transparente. Como usted ve, la Marina se especializa en mantener las cosas claras...
El es el último de quien yo hubiese esperado una frase así. Ahora me doy cuenta de lo solitario que ha quedado Kriechbaum. Sus virtudes sobrepasan en mucho a las del primer oficial, pero tiene un grado menor al de éste. Es suboficial, de manera que una barrera infranqueable para él lo separa de la oficialidad. En todos los problemas náuticos, él es la mano derecha del comandante, pero eso lo lleva aun más hacia la soledad en que se encuentra, ante todo respecto de los otros suboficiales.
Entre el sueño y la vigilia oigo llorar al mar; como no encuentro descanso, me incorporo y me meto en mis botas marineras; me pongo la chaqueta y paso a la central. El habitáculo está iluminado pobremente por una luz mortecina que el marinero de guardia ha encendido; se entretiene con la resolución de un crucigrama. Turbo, el barbarroja, lo acompaña y pela patatas.
—¡Permiso para subir! —grito, y la cara del oficial navegante aparece por un momento a través del ventanuco.
—¡Sí, señor!
Subo. El vigía de popa, a estribor, me hace un lugar. La cubierta se distingue, a pesar de las tinieblas; también el contorno de las nubes contra el cielo. La claridad que les sirve de fondo se descubre inmediatamente cuando una nube se corre y la luna queda al descubierto.
El mar sube y cae. El viento, oscuro, me pega en el rostro y me roba el calor del cuerpo.
Las sombras se han cerrado entre el navegante y yo; no lo veo, pero de pronto su voz atraviesa la penumbra; son palabras que murmura y que no entiendo.
Cada vez que la luna desaparece detrás de alguna nube, la oscuridad es mayor. De la negrura del mar suben a la superficie, en un hervor continuo, trozos de material fosforescente.
De la torre llega un punto luminoso, rojizo. Alguien ha encendido un cigarrillo.
Sin aviso, el cielo se llena de luz: un relámpago blanco y frío dibuja claramente el contorno de las nubes. Es una luz nerviosa y llena de silencio.
—Como un chispazo —dice el navegante.
—Recuerdo la noche en el Canal de la Mancha, iluminada por los reflectores. En ese entonces el silencio se quebró con el ruido de las armas; primero la artillería, luego los denuestos por haber errado el blanco.
No falta más que un día para llegar al campo de operaciones. Recibimos un comunicado. Esperamos la traducción, ansiosos.
Es para Flechsig. Se le ordena variar su posición, setenta millas hacia el Oeste. Parece que por allí pasará un convoy. La zona en cuestión está cerca de la costa americana; es decir, lejos de donde nosotros nos hallamos.
Un rato después otro comunicado, esta vez para un submarino en la cercanía de Islandia; es el de Böhler.
Otro submarino informa que le es imposible sumergirse por fallos técnicos.
—¡Cagó! —dice el viejo— ¡Sin inmersión está perdido! Está muy lejos para nosotros, no podemos ayudarlo.
Todos guardamos silencio. El viejo se reconcentra en sus pensamientos; yo creo que está calculando cuántas millas le quedan a ese submarino entre su actual posición y St. Nazaire.
Me corre frío por la espalda. ¿Qué harán si los sorprenden los Sunderlands, o un destructor? Sin inmersión, un submarino no es nada: tiene poca velocidad para escapar de su enemigo, poco alcance para disparar, sin blindaje suficiente... Un solo disparo es suficiente para inutilizarlo.
El ingeniero se ha puesto pálido; seguramente piensa en la triste situación de su colega.
—El submarino de Meinig lleva a Meier como ingeniero, ¿no es así? —pregunta el viejo.
—Sí —contesta el ingeniero—. Meier fue compañero mío de promoción.
Nadie osa abrir la boca. Todos miran fijamente a la mesa, como si ahí hubiese algo que ver. Me cuesta respirar; yo también conozco a alguien de ese submarino: Habermann, que me acompañó en un viaje de inspección en medio del invierno.
Todavía me parece verlo, sentado cómodamente sobre el linóleo, en el piso, en el Cap Arcona.
Me río nerviosamente; Habermann, el que siempre se enorgullecía de poder andar descalzo; por esa época se había contagiado su tercera blenorragia; pero nada, ni una pulmonía, podía con él. Ahora está ahí, encerrado...
El viejo es el primero en hablar. Quiere cambiar de conversación.
—Lo que se dice un submarino, un verdadero submarino, todavía no lo inventaron. Nosotros no navegamos en un submarino, sino apenas en un bote que a veces se sumerge... —Todos nos damos cuenta de que, en realidad, el tema sigue siendo el mismo.
Silencio. Sólo mi mirada interrogante estimula al viejo:
—Dependemos de la superficie. Nuestros acumuladores solamente nos permiten cortas inmersiones para atacar al nivel del periscopio, o para escaparnos de nuestros enemigos por debajo del agua. Más de ochenta millas no podemos hacer, y eso si tenemos energía acumulada en exceso. Si navegamos a toda velocidad bajo el agua, en dos horas se nos vacían las baterías.
Apenas entramos en nuestra zona de operaciones, nos llega una comunicación por la radio. Formaremos parte, se nos dice, de un grupo de submarinos. Nos concentraremos en un lugar hacia el Oeste; tardaremos dos días más en llegar allí.
—El grupo se llama «Lobo»... ¡Tiene sentido! —dice el viejo sarcásticamente—.
Parece que los señores han contratado un poeta. ¡Lobo! Mamita hubiera inventado el mismo nombre...
Leo lo que he escrito en mi cuaderno forrado de azul:
Domingo, día dieciséis
: Se nos anuncia un convoy hacia el Este. Navegamos en curso de noventa grados hacia allí.
Lunes, día diecisiete
: Recibimos una nueva posición, más hacia el Sur. La red con que se piensa atrapar al enemigo ha sido trasladada más hacia el Sur, ahora. Quizá hay solamente cinco submarinos en el grupo. Velocidad, ocho millas marinas. Espero que los de arriba sepan tomar en cuenta el factor climático en nuestra zona, que deja bastante que desear.
No montamos las armas, porque de todas maneras hay poca visibilidad; así solamente lograríamos descubrirnos si disparamos. Inmersión de prueba.