Authors: Lothar-Günther Buchheim
Martes, día dieciocho
: Nuevo curso de avanzada; 170 grados; velocidad, seis millas.
Miércoles, día diecinueve
: No es posible usar las armas. El clima es el gran aliado del enemigo.
Jueves, día veinte
: La radio está silenciosa, y sólo capta comunicaciones enemigas. Hay más de cinco submarinos en nuestro grupo. El enemigo no debe enterarse de nuestro número. Búsqueda: nada. Mar mediano. Algo de viento del Noroeste. Estratocúmulos. Pero hay niebla sobre el agua. Ni rastros del convoy.
Día veintiuno
. El submarino ha recibido nuevamente orden de colocarse en un puesto de avanzada.
—¡Sólo el diablo sabe dónde se escondieron! —se enfada el comandante.
Siempre el mismo cuadro: el comandante con los codos apoyados sobre la carta de navegación. Sumergido en quién sabe que pensamientos, toma y deja varias veces el compás. Calcula ángulos.
—Quizá se están escapando hacia el Norte, aprovechando que allí las noches son más largas... Pero si uno los busca en el Norte, es seguro que al instante toman curso hacia el Sur. Las rutas son de lo más alocadas; el tiempo ya no es lo que importa. Debemos poder controlar regiones mayores, eso es todo. —De pronto, el viejo alza la voz—: ¿Dónde están nuestros aviadores, señor Göring?
Como si eso le hubiera servido de desahogo, continúa murmurando:
—En fin, parece que las situaciones que nos dieron son falsas.
Por un rato sigue el soliloquio hasta que, compás en mano y trazando círculos y líneas sobre el mapa, le oigo.
—¡
Aquí
tendríamos que estar ahora, aquí
está
sucediendo algo en este mismo momento! ¡O pasan por aquí, o soy un tonto!
Resopla una o dos veces, pone cara de resignación, y se esconde en su rincón favorito.
Día veintidós
. Las guardias se suceden sin interrupción. El día es opaco y el sol no quiere aparecer.
No puedo ni ponerme los dedos en la nariz, tan duros los tengo. El único placer que uno puede permitirse durante las guardias es un pedo.
No vemos más allá de la cubierta, si bien ella misma está totalmente a la vista; ya en la primera guerra se habían inventado las cometas para que se ampliara el campo de vigilancia; pero se las dejó caer en el olvido.
Día veintitrés
. Refrescó. Las olas no son muy altas, a pesar de que el cielo se mantiene gris y oscuro. Al fin, la lluvia se desprende del paño que nos cubre. La pared de agua que se forma a nuestro alrededor es gris pizarra, con tonalidades violetas y una extraña claridad. El comandante se hace alcanzar su impermeable. Insulta a diestra y siniestra.
La lluvia arrecia. Nos rodea el agua, la salada y la dulce. El mar ha envejecido cien mil años; ahora es gris.
La lluvia quiere ahogarnos. Pero aguantamos en nuestros puestos.
A la noche cesa el aguacero.
Día veinticuatro
. En la central. El viejo habla, medio a mí y medio consigo mismo:
—Es notable lo corto que se hace el tiempo durante el que alguno de los contendientes posee una nueva arma sin que el otro lo alcance. Siempre se trata de pocos meses de diferencia. Ahora, por ejemplo, tenemos los nuevos torpedos acústicos, con cabeza buscametas, y ya los Tommies nos inventan las boyas malditas, que esparcen a lo largo de cables de acero para que nuestros torpedos se engañen. Acción y reacción... el principio de siempre. ¡Nada moviliza tanta fuerza intelectual como el deseo de acabar con el enemigo!
Ya hace más de tres semanas que navegamos en el vacío. Los días transcurren, todos iguales, naciendo por la mañana en el oriente y muriendo grises en el Oeste.
La rutina se ha instalado definitivamente; a bordo siempre se oyen las mismas órdenes; sólo nuestra acción global va variando de denominación; al principio, llegar al campo de operaciones; luego, buscar el enemigo y hacer de avanzada; ahora, permanecer en el campo de ataque.
Navegamos de Sur a Norte, tal como creemos que el enemigo lo está haciendo. El combustible se gasta...
También el último viaje fue sin resultado. No se disparó un solo torpedo.
—Los muchachos no quieren encontrarse con nosotros —dice el segundo oficial, el único que todavía conserva el humor.
Medio día es todo lo que tardamos para cumplir con el recorrido Sur—Norte que se nos ha impuesto. Es hora de cambiar el curso.
—¡Todo a babor! ¡Nuevo curso a ciento ochenta grados! —ordena el oficial. Semicírculo. Nada ha variado, aparte de eso.
Tampoco ayudan el mar y el cielo: pocas olas y nada de viento es el paisaje que se nos presenta ante los ojos.
El sueño me invade lentamente, a pesar de mi tremendo cansancio. Por fin encuentro la posición adecuada.
Pero la débil cáscara de tiniebla se rompe abruptamente: ¡Suena la alarma! El piso del submarino ya se inclina hacia la vertical.
El ingeniero está en su puesto, con el pelo aún revuelto por la almohada. También el comandante. Es el timonel quien dio la alarma. Su respiración todavía está entrecortada por la rapidez con que se movió para cerrar la compuerta.
—¡Adelante diez... atrás quince! ¡Volver a la superficie lentamente! —ordena el ingeniero.
—Era una sombra, a noventa grados —me aclara el timonel.
El sonar, un aparato que sirve para identificar ruidos bajo el agua, está en funcionamiento. El operador nos informa:
—Ruido de hélices a setenta grados... va atenuándose... cada vez más.
—Bueno, viremos entonces a ciento treinta grados.
Cuando llego a mi camastro, caigo en profundo sueño.
«¡Convoy enemigo a la vista! UX». , «¡Convoy a la vista en el cuadrante XW, ciento sesenta grados, velocidad diez millas marinas! UX».
«El enemigo toma un rumbo zigzagueante alrededor de su curso principal de cincuenta grados. Velocidad nueve millas UW».
La radio nada nos oculta. Tenemos que estar enterados de todo lo que acontece en el Atlántico. Pero ninguno de los convoyes mencionados navega a nuestro alcance; todos están en el Atlántico Norte, muy lejos de nosotros.
El viejo chupa su pipa.
—Juntan todo en Kernével, material informativo, agentes. Pero nada marcha. A lo mejor nuestros agentes duermen. Los nuestros no parece que puedan traducir los mensajes de los Tommies.
Pausa.
—Pero los Tommies, ésos lo saben todo: cuándo zarpamos, cuántas bajas tenemos, los nombres de cada comandante, simplemente todo.
El viejo hace ruido al fumar; la pipa está llena de saliva.
—A veces da la impresión de que los Tommies han descifrado nuestro idioma.
Los convoyes hacen grandes rodeos cada vez que los submarinos los esperan. Tal vez les alcance ya con un par de letras que nosotros lancemos al aire, para saber nuestra posición. Algo nuevo han descubierto, es evidente.
—¡Si esto sigue así, estaremos aquí hasta Navidad! —dice Zeitier.
—¿Y? —le contesta Rademacher—: Nadie va a crearse problemas por eso: a bordo hay un árbol para adornar.
—¡No bobees!
—¡Pregúntale al comandante, si no me crees!
—¡Típico de la Marina! —dice el alférez Ullmann. Para mi asombro, recuerda sus Navidades—. Cuando esa fecha se acercaba siempre había algún muerto en nuestra flotilla. Para Año Nuevo lo mismo.
No quiero seguir oyendo:
El viejo aparece con un recorte de periódico que ha guardado hace mucho.
—Esto lo reservé para usted —me dice y comienza a leer en voz alta: —«Bien, primer oficial, otra vez lo hemos hecho; han sido nada menos que cinco mil toneladas de registro bruto. Pero mañana es el cumpleaños de mi mujer; y es seguro que algo pasará. ¡Honrad a las mujeres! ¡No nos olvidemos de ello!» A lo cual el primer oficial responde con una amplia sonrisa; mientras el comandante se recuesta a recuperar el sueño interrumpido durante la noche. No pasa una hora, y el primer oficial lo despierta nuevamente, diciéndole «¡Un vapor de regalo, capitán!» El comandante se incorpora, rápido como un rayo, y todo comienza con la mayor velocidad: «¡Por lo menos serán seis mil toneladas esta vez!» «¿Está conforme el señor capitán con el presente de cumpleaños?» —pregunta el primer oficial. «¡Muy conforme!» le responde el comandante»—. El viejo se enfada—: ¡Y esto es lo que el pueblo lee, es increíble!
¡Siempre la misma soberana idiotez de pintar a nuestros enemigos como si fueran monos, inútiles para la vida en el mar!
Mire hacia donde mire, solamente veo rostros cansados, tensos, disconformes. Ya no es posible imaginarse que en algún lugar existe una tierra firme. Casas.
Habitaciones confortables, lámparas finas, estufas.
—Aquí estamos más cómodos. Ni correo ni teléfono, sino un submarino bien aireado, enchapado en madera, buena comida —afirma el viejo, sentándose a mi lado sobre el sillón de cuero.
También el ingeniero está presente. Todos estamos ocupados en exprimir limones, un trabajo que poco a poco se ha convertido en un ritual ya que día a día se practica alrededor de la mesa. En nuestros cerebros danzan las figuras que nos han inculcado acerca del peligro de no incorporar vitamina C al organismo. Me imagino a los que estamos sentados a la mesa, sin dientes y carcomiendo laboriosamente un pedazo de pan: es el miedo al escorbuto.
El único que no se toma el trabajo de exprimir su parte es el estudiante de ingeniería. Todos han desarrollado su propia técnica al respecto, pero él simplemente hinca los dientes en el limón y lo chupa; de paso, come luego los restos de la fruta.
El viejo lo mira con desprecio.
Me asombra el segundo ingeniero. Al principio pensé que era un obstinado, pero ahora me doy cuenta de que se trata de un hombre al que la naturaleza no dotó con el fino sentido de los demás seres humanos, sino más bien con una gruesa piel de elefante. Se hace el impasible, el indiferente, el fuerte de carácter; pero en el fondo no es más que un solitario a la defensiva. Además es una persona de movimientos y de reacciones extremadamente lentos, todo lo contrario de nuestro ingeniero jefe. Sólo el cielo sabe cómo llegó a la carrera de ingeniería, o cómo hizo para pasar invicto por los cursos y los exámenes.
Esa es también la diferencia entre él y el viejo; el viejo se muestra pesado y lento, pausado; el segundo ingeniero lo es, en realidad.
Terminamos nuestro ritual vitaminizado. El camarero repasa con un trapo los restos del precioso líquido y retira las sobras.
El día a bordo nos depara aún seis horas más. Nuestras neuronas pueden tomarse vacaciones, vegetar; solamente el ácido ascórbico hace su trabajo, después de la panzada de cítricos.
El segundo oficial se ha puesto a leer periódicos franceses; se ha acostumbrado a leer incluso los avisos comerciales. Así es que tropieza con uno que no alcanza a comprender. Dice: «
On a couronné les rosières
» y debajo está la foto de cinco chicas. Se trata de la distribución de premios a muchachas virtuosas de la ciudad de Nancy. Le traduzco el artículo completo.
—¿Cuánto reciben por cabeza? —indaga.
—Doscientos francos cada una.
El segundo oficial no parece creerme:
—¡Eso es más de diez marcos! ¿O no? ¡Qué tontería! Si hubieran dejado la virtud de lado, seguramente hubiesen ganado mucho más.
—Es una buena observación.
Día veintisiete
. Llega una comunicación radiofónica «Al grupo Lobo. Tomar nuevos puestos de avanzada. Submarinos a 310 grados. Velocidad siete millas marinas.» De manera que cambiamos el curso. Lo demás sigue exactamente igual.
La radio sigue pasando su letanía acerca de la fuerza combativa, etcétera. El ingeniero ordena bruscamente que suspendan la transmisión.
Las comunicaciones dicen todas más o menos lo mismo: hundido por aviones, posición desconocida, perseguido por destructor... parece que la fuerza combativa ha disminuido un tanto... la página se vuelve.
—Eso se puede arreglar todavía... —me animo a decir.
—¿Usted cree? —el viejo levanta la vista, interrogativo.
—Creer... eso suena a iglesia.
Pero el viejo no acepta el reto.
—¿Dónde estamos a fin de cuentas? —pregunta Frenssen en la central. Otro marinero le contesta:
—Cerca de Islandia.
—¡Las cosas que hay que oír! Y yo que estaba convencido de que nos hallábamos sobre la costa americana!
Esa salida es típica de un hombre ocupado en las máquinas. Pasa en todos los barcos; al maquinista le importa muy poco dónde se desarrolla la acción. Ellos siempre deben atender los diesel, sea en un lugar o en otro. De día o de noche, les da igual.
Conseguimos saber que el contramaestre guarda entre las provisiones nada menos que latas con carne de cerdo y con
chucrut
. El comandante ordena inmediatamente una gran comilona para el día siguiente.
Al llegar la tan ansiada comida, la cara del viejo se aclara como ante un regalo de Navidad. Realmente tiene buen aspecto el plato.
—No estaría mal si lo acompañáramos con cerveza —propone el ingeniero. El comandante recoge el guante, a pesar de que todo el mundo sabe que a bordo hay sólo una botella por persona, y que está reservada para después de la primera victoria.
—¡Las fiestas hay que festejarlas como corresponde! —se disculpa. Y ordena una botella cada dos hombres.
—¡Salud! —grita el comandante cuando los vasos están servidos— ¡Por que se acaben de una vez por todas estos malditos preparativos!
El verdadero regalo lo constituye la torta con que nos sorprende el cocinero. El comandante se hace el enojado y le pregunta, muy serio:
—¿Cuántas tortas ha horneado usted?
—Ocho, señor, tres porciones para cada uno.
—¿Y cuándo?
—Anoche, señor.
El cocinero lee la broma en los ojos del comandante y se sonríe.
El ingeniero se acomoda en un rincón del sofá. Pero de nada le sirve; desde el puente lo requieren con urgencia.
Se incorpora con el insulto a flor de labios. Pero él mismo ha ordenado que se lo llame cuando se descubra algo interesante para ver. Hace pocos días protestó porque no lo habían llamado cuando aparecieron tres ballenas en procesión.
Lo sigo, a ver de qué se trata. El ingeniero pregunta, con el malhumor en la voz:
—¿Qué diablos pasa ahora? —A lo que le responde el segundo oficial—: ¡Son trece gaviotas blancas, que vuelan continuamente alrededor del submarino!
Desde atrás alcanzo a ver cómo se ríen los vigías.