Authors: Lothar-Günther Buchheim
—¡Hace solamente un segundo que han desaparecido! —agregó aún el oficial.
—¡Aguarde usted! —amenaza el ingeniero.
Cuando vuelve a la central, se le puede leer la revancha en los ojos.
El viejo lo apoya: antes de que termine la guardia del segundo oficial hay alarma de prueba... Y el submarino comienza a hundirse, sin que el oficial pueda llegar al interior de la nave. La consecuencia es un baño inesperado. Entonces le toca reír al ingeniero cuando el oficial aparece por la compuerta. De pronto, el segundo se toca la cabeza.
—¿Qué pasa? —responde el oficial, después de respirar hondo—. Quedó arriba... Las risas terminaron de hundir al oficial más hondo aún que al submarino mismo.
El primer oficial les da clase a los alféreces. A través del ruido de platos que acompaña indisolublemente el trabajo del camarero, oímos un fragmento:
«...engañando al enemigo».
El viejo lanza una mirada de pena al techo. Su voz resuena claramente:
—¿Otra vez soñando, señor oficial?
El oficial navegante ha descubierto un objeto a treinta grados y lo informa. El comandante sube a la cubierta así como está, con un pullóver. Yo también subo, protegido por la chaqueta.
El objeto en cuestión se divisa a simple vista. Es un bote. El comandante lo estudia unos minutos con los binóculos, y luego ordena enfilar la proa hacia él. A los vigías los manda hacia abajo.
—Ellos no necesitan ver lo que vamos a encontrar ahí —dice.
Pero el bote está vacío. El navegante lee el nombre: «Stella Maris.» —¡Anótelo para comunicarlo a la superioridad! —ordena el comandante y manda cambiar nuevamente el rumbo.
La radio nos ordena pasar a otro cuadrante. No se trata de quedarse en un determinado punto, sino de caminar, como antes, sobre una línea predeterminada. También la velocidad es uniforme, de manera que los de arriba saben de antemano a qué hora estaremos en el lugar establecido, que al parecer ha quedado al descubierto.
Estoy en la central cuando baja el comandante desde el puente. Está mojado, llueve.
—¡Tiempo de porquería!
Los chorizos que cuelgan del techo se mueven más aprisa, señal de que nos movemos más rápido.
Los días pasan.
El ingeniero propone que los oficiales que no estén haciendo guardia se pongan a tejer.
—El oficial navegante les enseñará a hacer zoquetes para el invierno —dice.
—¿Y la lana? —pregunta el primer oficial.
—Es simple: destejeremos pullóveres.
Observo los rostros de quienes me rodean: ¡Qué extraños se han vuelto todos! Cuando zarpamos eran todos jovencitos, salvo el comandante. Pero sus carnes crecieron sin que yo, que conviví con ellos, pudiera darme cuenta. Sobre todo las barbas los han hecho más viejos.
El ingeniero usa barba en el mentón, lo que alarga su rostro todavía más. El comandante lo compara con un rabino.
—¡Es la envidia! —responde el ingeniero cada vez. Al comandante apenas le ha salido una pelusa rubia, lo que da a su expresión más amabilidad aún.
El primer oficial no permite que su pelo crezca: en cuanto aparece lo afeita.
El segundo oficial es el más desfavorecido por la epidemia: como la barba le crece sólo en algunas zonas, siempre parece estar sucio:
—¡Tú
please
darme un taza de
tea
!
—¡No entender
suahili
,
sorry
!
—¡
Shut your
estúpida
mouth
!
Ya no quedan personas normales a bordo, en medio del calor y del aburrimiento.
Pero es un humor hueco. El ánimo cayó a cero. Pasan horas y el silencio invade la metálica estructura del submarino.
El ingeniero ha cogido un libro de la estantería y juega al lector profundo. Lo observo durante cinco minutos largos hasta que, sin aguantar más, le propongo que dé la vuelta a la hoja porque, le digo, la tontería que está leyendo prosigue en la otra página.
Tras una mirada de enojo, el ingeniero se encoge de hombros y me hace caso. Pasan otros cinco minutos. El tampoco lo soporta y guarda el libro.
El aburrimiento es supremo. El comandante, el ingeniero, el primer oficial, todos dan vueltas sin saber qué hacer. El viejo se aprieta las manos y tiene fuego en la mirada.
Para mi sorpresa, dice de repente:
—Algo tiene que suceder... —con esperanza en la voz—. Dios no nos puede dejar en la estacada. ¿O usted no cree en Dios?
—Claro, claro —le contesta el ingeniero, inclinando la cabeza—. Naturalmente creo en el Gran Gas.
—¡Qué malo es usted, señor ingeniero! —murmura el viejo.
Al pasar por el habitáculo de los oficiales veo al oficial navegante que ordena sus cosas. Entre ellas hay un par de fotografías. Me las enseña. Están ajadas, pero aún puedo distinguir los cuerpecitos de tres niños, vestidos en una y con traje de baño en la otra. Su rostro se amplía con una sonrisa; sus ojos dependen de mis labios.
—¡Qué bellos niños!
—¡Sí, son varones!
Pero inmediatamente se da cuenta de que no es éste el lugar para una actitud romántica: descubierto, esconde inmediatamente las fotografías de sus hijos.
Día veintiocho
. El sol tiene el color de la piel de una gallina hervida. El cielo presenta un gris amarillento, casi un caldo. Una hora después, bancos de niebla se apostan alrededor de nuestra embarcación.
—¡No hay más visibilidad! —informa el navegante hacia abajo. El comandante ordena sumergirnos.
Volvemos a acomodarnos, con el submarino a cincuenta metros de profundidad. El comandante succiona ruidosamente la colilla de un cigarrillo; llevado por sus recuerdos, bambolea pensativamente la cabeza de cuando en cuando.
Leo en el diario del comandante las anotaciones que informan sobre la estadía del submarino en el puerto:
28/8: Limpieza del submarino.
29/8: Comienzo del trabajo en astillero 2/9: Ingreso del submarino al dock. Comienzo del trabajo en el dock.
16/9: Partida del dock.
17/9: Carga de combustible y grasa.
18/9: Prueba de flotación.
19/9: Salida de prueba.
21/9: Control de la radio. Compensación. Control de las celdas de inmersión.
Carga de munición de artillería. Carga de torpedos. Carga de provisiones.
26/9: Carga de provisiones frescas.
Según lo que acabo de leer, el submarino pasó en el puerto un mes. Y ya hace casi otro que nos hemos hecho a la mar.
De la torre nos llega una voz sonora:
—¡Al comandante: comienza el amanecer! Subo al puente.
Me topo con el rostro del segundo oficial.
—Pronto se levantará viento; la tercera guardia puede ponerse contenta —me dice con alegría. Corroborando su afirmación, una ola trepa hasta el puente.
El día nace en toda su plenitud. En el Oeste, la noche se resiste. El viento sopla ahora más fuerte.
Hacia el mediodía el cielo se nos muestra encapotado. Como dijo el segundo oficial, el tiempo ha empeorado. De todas partes llegan los negros nubarrones que ocultan finalmente la débil luz del sol.
Ya no tiene sentido limpiar los cristales de los binóculos porque de todas maneras debido a la furia del agua vuelven a mojarse cada dos minutos.
De noche, en el habitáculo de los oficiales. Revuelvo viejos periódicos; descubro algo interesante: «Los expertos hombres de mar de nuestros días no son distintos de sus antecesores de hace tres o cuatro mil años, amigos y vencedores tozudos de los salados océanos, sólo separados de la fuente más ignota de la vida por un par de maderas y por eso llenos de una duda vital sin respuesta. Las historias marinas de todos los tiempos son, todas ellas en conjunto, certificados de una vitalidad contra la cual nada pueden los complejos del tiempo».
—Es bueno que el pueblo se entere de ello —dice el ingeniero.
Día veintinueve
. Hago la guardia de la mañana junto al oficial navegante. Es un día neblinoso y frío. De vez en cuando noto que él pasea su mirada por mi sector, a través de los binóculos. Parece que no me tiene confianza como vigía.
Después de una hora aparece el clásico dolor en la frente, como siempre que mi vista se cansa, espiando por los anteojos.
—¡Cuidado, señores! —nos dice el navegante, que en seguida agrega, dirigiéndose a mí—: Los destructores navegan casi sin echar humo; y además llevan trepados al mástil a algunos de sus hombres.
También el trigésimo día transcurre con el horizonte vacío. El viento sopla del Este y trae frío. Los calefactores eléctricos del submarino están funcionando.
Llega un comunicado. El comandante lo lee y me lo pasa para que lo lea:
«Al grupo Lobo: la línea de avanzada desde el punto G hasta el punto D debe ser ocupada el día veintiocho a las ocho horas. Guardar una distancia de diez millas marinas. Submarinos a doscientos treinta grados. Velocidad ocho millas».
El comandante me muestra sobre el mapa nuestra posición actual y después la que debemos alcanzar. Su lápiz se mueve hacía el Sur. Da la impresión de que todo el operativo ha fracasado; estamos ante algo completamente nuevo. Quién sabe qué hay detrás de todo esto.
—Tenemos unos tres días de viaje; entonces estaremos en las cercanías de Lisboa —me aclara el comandante.
—Y por suerte nos alejamos del frío —se le ocurre al ingeniero.
A través de la compuerta entreabierta se oye cantar a algunos marineros.
Se nos agrega el cocinero. Inmediatamente comienza a protestar consigo mismo:
—¡Qué mierda! ¡Se me han caído cinco latas grandes de sardinas sobre el azúcar! ¡Remaldita mierda... ahora podemos tirar todo el azúcar!
—¡Yo lo guardaría! —dice Ario—. Tal vez tengamos que endulzar el pescado.
Pasaron tres días de viaje hacia el Sud—Sudoeste sin que los vigías descubrieran más señales del enemigo que toneles vacíos y madera para quemar.
Y ahora ha comenzado nuevamente la agotadora ida y vuelta por la línea de avanzada. Ya perdí la cuenta de los días y las semanas que tardan estos preparativos.
¿O son meses, o años, los que pasé ya sobre este submarino? Hasta el límite entre el día y la noche se me hace difícil de establecer.
Las historias que todos teníamos de reserva hace rato que fueron contadas. Nos conformamos con infantilismos y bromas sin sentido.
Con el ingeniero se ha hecho imposible hablar. Cualquiera que sea el tema que se toque, sale con un «¿y por qué no?», que mata toda conversación. También el segundo oficial se ha estereotipado: «Casi, casi increíble». Y nuevas palabras, sin significado coherente, también han aparecido ya.
He investigado todo lo que aparentemente se puede investigar. Sé incluso que en la cortinilla del camastro del segundo oficial falta el tercer anillo.
El ingeniero se entretiene haciendo palabras cruzadas.
En algún momento y sin razón ni preludio, el primer oficial levanta su vista hacia mí y me espeta:
—El intelecto no llega aquí muy lejos.
¡Qué frase! Debo haberlo observado con pena en los ojos: el primer oficial está rojo como un tomate.
—¡Puede ser! —suspiro, y me hundo nuevamente en mi revista.
Una mosca, que sólo puede haber nacido a bordo, es la única que consigue distraerme. Desgraciadamente el camarero, que trae los cubiertos para la cena, la espanta.
Si bien mantenemos abierta la compuerta que da hacia el exterior, gracias a que el tiempo nos ayuda, el olor en mi habitáculo es insoportable. Hiede a pan podrido, limones podridos, chorizos podridos, todo mezclado con los vahos que largan los diesel, con la humedad de la ropa, con el tufo de las botas de goma, con el sudor y con el quesillo de los miembros masculinos.
Los diesel marchan a mínima velocidad a fin de ahorrar combustible. En general solamente trabaja una de las dos. Casi se puede adivinar cada uno de los compases de su música monótona.
La lentitud no les hace nada bien. Tampoco al ingeniero, a quien el tono plañidero de las máquinas le patea los riñones.
No es ningún consuelo saber que en el Norte hay otros submarinos que, como nosotros, se bambolean plenos de aburrimiento.
Los ánimos están cada vez más bajos; por donde se mire solamente se ven rostros opacos. Se piensa que no cabe nada más vergonzoso que volver sin un solo banderín de victoria.
El tono se ha vuelto más agresivo: cuando alguien se siente mencionado salta como leche hervida. Algunos se arrastran por ahí como si hubiesen recibido la ofensa más grande de toda su vida.
También el viejo muestra su malhumor. Le acaba de gritar al timonel por apartarse un poco del curso. Le preguntó si deseaba inscribir su nombre en el mar, con el submarino como lápiz. Cuando cualquiera se da cuenta de lo difícil que es mantener el rumbo en un mar de corrientes como éste.
El cielo de hoy se muestra lechoso. No existen movimientos. El agua parece más líquida aún: las pequeñas olas han perdido hasta su cresta. El Atlántico todo ha adquirido un solo color uniforme: verde negruzco; sólo aquí y allí una línea blanquecina.
El submarino mismo es de un gris desesperante; no hay colores a bordo, como en un barco común.
Nos adaptamos; nosotros también vamos adquiriendo lentamente una tonalidad grisácea en nuestra piel. El rosa que los niños usan para pintar las mejillas de sus figuras ha desaparecido por completo.
Todos nosotros deberíamos frecuentar a un psiquiatra. Una de sus principales tareas, sin duda, sería quitarle al primer oficial su amaneramiento y su sonrisa hueca.
El segundo oficial, en cambio, debe permanecer sonriente por el bien de todos nosotros. Quien sí necesita atención es el ingeniero, nervioso y tan en tensión como está. Su tic le hace cerrar el ojo izquierdo ahora más que nunca, y es constante el movimiento de su boca, con los labios que se juntan en un rictus y vuelven a separarse; pero lo que más llama la atención es su miedo: salta al más pequeño ruidito.
¿Y el fetichismo que el viejo hace de sus sonidos? El rascarse la barba, el chupar la pipa, el sorberse la humedad de la nariz. A veces hace pasar saliva por el agujero que un diente ha dejado y produce, entonces sí, el gorgoteo más extraño que imaginarse pueda.
Johann se parece cada día más a Cristo. Sobre todo cuando se peina hacia atrás. Pero otros ni siquiera eso; más bien me hacen recordar a gente que ha estado sepultada por dos semanas y solamente fue salvada en el último momento. Nosotros también parecemos mineros, siempre caminando agachados y comprimidos; salimos a la superficie por un pequeño agujero, como ellos; y vivimos de día y de noche con luz artificial, como ellos.